Un apunte sobre cómo entender las Comunidades Castellanas
Castilla no deja de ser un decrépito decorado de cartón piedra sobre el que poner en circulación los discursos del poder. En la medida que sea funcional a este fin, estará habitada por algo más que enormes matojos rodantes de spaghetti western.
Los mismos Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado la entintaron con sus proclamas, a lomos de unos intereses de clase, en el empeño de asaltar una Historia que aún no les estaba esperando.
Texto extraido de Ediciones Lecturas de Zamarraco
Karl Marx concretaría el espíritu de aquel movimiento con la fórmula que señalaba a las ideas de la clase dominante como las ideas dominantes; aunque avazando a empellones, los trazos de esta nueva burguesía se perfilaban emborronados con los viejos esquemas de dominación feudal y sus contrapuntos. Así, un mismo significante, comuneros, denota cómo en su interior se produce un corrimiento de significados: de las gentes del común, para quienes la comunidad era un sujeto colectivo que se iba construyendo con ciertas prácticas muy concretas, a los porteros de la modernidad, con los cualesformar comunidad, desde el lenguaje generalista de época, es la evidencia de una separación. Su brillantez será el reflejo del mundo emergente en el cual la mercancía se adueñará de toda la vida social.
Es precisamente este enclave dialéctico el que hace posible atisbar anclajes con que reconsiderar Castilla desde una perspectiva emancipadora. Allí donde el Estado no llega con sus lógicas, incluso muestra sus límites ‒es lo que ocurre en las crisis de reproducción de la economía‒, surgen otras maneras de vivir el territorio: como lugares de antagonismo y rebeldía. Eso ha sido, en esencia, siempre el comunal, una estrategia de resistencia frente a diferentes formas de opresión; y es justamente en ese punto donde radica su innegable actualidad.
En la misma proporción que el Estado moderno se iba desplegando, eran las comunidades las que se disolvían dando paso al ciudadano, al súbdito, que como tal, otra categoría del capitalismo, no solo está indefenso, sino que su hacer es inmanente al sistema. Con estos antecedentes, escrutados sagazmente por Karl Polanyi en La gran transformación, e interpretados a la luz de la sociología por Fedinand Tönnies, por ejemplo, entendemos la Comunidad Castellana como un encuentro no mediado, ni por la Institución ni por el mercado, que enraíza en un entramado de saberes, costumbres, identidades, imaginarios,… tejidos por el tiempo y cuya articulación dota de un sentido de autonomía, independencia, confrontación. El paisaje comunal es producido socialmente mediante lazos ‒la topografía que proyecta nada tiene que ver con el aciago llano, soportado por atónitos palurdos sin danzas ni canciones, percibido por la Generación del 98‒, y esa red conforma la estructura de una fortaleza.
Es en este resurgir de riscos, dehesas, montes y humedales, que lindan en los entendimientos de un pueblo, cuando el programa del jacobinismo, expendedor de naciones, queda en suspenso: los mapas se confunden con su propia ilusión, pues como hemos aprendido desde la geografía social, todo territorio es un hecho fracturado, fluido y superpuesto, más ligado a prácticas socioespaciales que a unas coordenadas que lo registran y delimitan para subordinarlo a un absolutismo jurídico; la lengua, instrumentalizada por el Estado para capilarizarse por el cuerpo al que parasita ‒que siempre la lengua fue compañera del imperio, anunció Antonio de Nebrija en su Gramática‒, se reconcilia con la palabra como campo donde aflora el ser común; la identidad, clausurada por los nacionalismos en torno a ejes paranoicos, transcurre en un proceso de constante devenir atravesada por una realidad a la que critica y altera, pero de la que no puede huir si su objetivo es subvertirla…
Son esos otros comuneros, cuyos relatos tenemos que indagar en los silencios de la Historia, los que forman parte de una constelación de potencialidades que el progreso no ha conseguido borrar. Tras ellos se reivindica un presente que, poniendo en comunión los recuerdos, funda una memoria que ve hacia delante. Bajo la excepcional mirada de Walter Benjamin, es un código de iluminaciones que se estampa en la oscuridad de una lógica ciega, dejarle operar es interferir en las semánticas arrolladoras del avance continuo. Planteamos la secesión de Castilla en términos absolutamente disruptivos, desde la exigencia de enfrentar Comunidad y Capital. Pero Comunidad no como una categoría más, sino un concepto relacional que incluye la esfera material y la simbólica; no como como un lugar de encierro, sino de construcción colectiva.
Cuenta la leyenda que fue en Burgos, en el s. X, cuando sus vecinos salieron a quemar en la glera del Arlanzón el Fuero Juzgo, la Constitución de hoy. Cuanto haya de verdad en ello queda en otro plano, porque recordar es también anhelar, su transmisión sigue siendo un fogonazo. La fuerza irreductible de esta imagen mantiene un resto, un excedente, que hace posible entender, con Mijail Bakunin, el conflicto como una ruptura, y no la gestión burocrática de la existencia. La inauguración, de este modo, de una exterioridad al consenso establecido, al modelo hegemónico, configura la lucha dentro de un proceso instituyente, es decir, de pugna por formas de socialización diferentes. Rehabilitar para esta causa el Concejo, la asamblea, y no supeditarla a la administración de lo dispuesto, representa un primer requisito imprescindible en el combate contra el imperio automatizado de la economía (el valor), la mano invisible del emperador; en el surgimiento de Comunidades de Lucha, nuestras Comunidades Castellanas.
Son las líneas narrativas que discurren por el subsuelo de la Historia las que, anudándose en una rosa de los vientos desimantada, van armando una tela de araña. La oportunidad acecha en que sean las turbulencias de los pretéritos no resueltos las que arrastren hasta ella un instante de peligro. Lejos de mitificaciones o adornos, comunero ha de ser el nombre de un viento.
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