No sólo arde París…
Anotaciones sobre los chalecos amarillos
Presentación
Si una imagen se repite habitualmente en
el movimiento de los chalecos amarillos es la de manifestantes que
rompen un cordón policial, o expulsan a los antidisturbios a pedradas, o
simplemente organizan una barricada para cortar la calle y saquear las
tiendas de lujo, mientras a pulmón abierto, llenos de adrenalina, cantan
con orgullo el himno de la Marsellesa. Es una buena imagen para
expresar la naturaleza confusa y contradictoria del movimiento. En
cualquier manifestación se podrán encontrar reivindicaciones del
Referéndum de Iniciativa Ciudadana (RIC) y de la salida de la Unión
Europea para la defensa de la economía nacional, al mismo tiempo que
algunas banderas francesas y regionales ondean por aquí y por allá con
cierta parsimonia. Todo esto convive en el movimiento con agresiones
constantes a la propiedad privada a través de saqueos y piquetes, la
creación de lazos de solidaridad, la apropiación de espacios de
encuentro y asociación proletaria: en definitiva, el cuestionamiento
práctico de la democracia. Entre tanto, se ve por todas partes una
fuerte reivindicación de la nación y sus símbolos, entre los que la
Revolución Francesa hace al mismo tiempo las veces de símbolo del
orgullo patrio y de la sublevación contra la tiranía y la miseria.
Los chalecos amarillos son ―por si
alguien lo dudaba todavía― un movimiento proletario. Como en todo
movimiento proletario, en él se expresa a la vez el proletariado
realmente existente y el mundo que éste anticipa. El primero parte de la
confusión actual, de nuestra debilidad como clase, de la falta de
memoria que los vencedores nos expropiaron a los vencidos. Pero parte
también de la defensa instintiva, inevitable, de unas necesidades que el
capital debe negar para poder reproducirse. Esta defensa de sus
necesidades empuja al proletariado a negar a su vez al capital y su
dominio sobre nuestras vidas, y no sólo, porque en ese proceso el
proletariado también se niega, se reafirma como comunidad de lucha en
contra de su propia existencia aislada, ciudadana, democrática. Esta
contradicción esencial al capitalismo, inherente a su propia
reproducción, es lo que determina la posibilidad de la revolución. Hace
de ella algo material, físico, ajeno a nuestras voluntades y conciencias
individuales. Es así como el proletariado anticipa en su combate otro
mundo distinto, al mismo tiempo que sigue arrastrando una parte de la
mierda de éste, que se constituirá en la base de su propia derrota si no
consigue superarla en el proceso.
Sea como fuere, esta contradicción no
puede ser obviada por ningún análisis militante que se plantee en serio
las características del movimiento, sus avances, limitaciones y el rol
que adquieren en él las minorías revolucionarias. Hay dos enfoques, dos
caras de la misma moneda, que resurgen a menudo en los análisis que se
realizan en torno a nuestra clase y que nos incapacitan para comprender
esta contradicción. El primero es idealista y reduce el movimiento a lo
que dice y piensa de sí mismo, omite lo que hace para quedarse con la
bandera que agita y lo desecha a la menor demanda socialdemócrata que
aparezca entre sus pancartas. El segundo es objetivista y pretende
comprender la naturaleza del movimiento a partir de su composición
sociológica. Bisturí en mano, toma individuo por individuo y lo coloca
en una u otra columna en función de su renta, su posición en el sistema
productivo, el barrio en que vive o los estudios que ha hecho. Una vez
desmembrado, lo cose todo muy estadísticamente y pretende ver en ello la
totalidad: tenemos aquí, bajo este prisma ideológico, un movimiento
pequeñoburgués que ha conseguido meterse en el bolsillo a un
proletariado embrutecido para defender la economía nacional. Voilà el
movimiento de los chalecos amarillos.
Para qué más.