INCITAR A PENSAR

Publicado por valladolor sábado, 16 de julio de 2011

Respuesta a “¿Dónde estamos?” de Miguel Amorós

Cuando no hay práctica revolucionaria es porque no existe teoría revolucionaria. Ante esta ausencia, cualquier idea mediocre cubierta con el lenguaje apropiado, al no encontrar oponente, puede pasar por una verdad novedosa ante los ojos de aquellos que aspiran a cambiar el mundo sin conocerlo bien primero, con todo el peligro que eso supone. Este es el caso, a mi juicio, del pensamiento de Miguel Amorós, ampliamente difundido por todo el país en libros y folletos; y lo que aquí se pretende es precisamente demostrar que su crítica no sólo no es revolucionaria, sino que carece además de un análisis histórico sólido, piedra angular de toda crítica revolucionaria al capitalismo. Para ello se va a someter a estudio el texto ¿Dónde estamos? Contribución al esclarecimiento de algunos aspectos de la acción durante los malos tiempos (1998)[1], que a pesar de su antigüedad contiene ya las directrices básicas de su teoría, a saber, “la disolución del proletariado como clase social” y lo que llama “la autonomía de la técnica”. No pienso que sea muy riguroso considerar el contenido del texto a la luz de las tareas a las que aspira en su título.

La exposición escrita de cualquier crítica, pero especialmente de la crítica al capitalismo, que es crítica histórica, debe realizarse de la manera más clara y sencilla posible para poder ser comprendida fácilmente, es decir, para ser eficaz. Tiene que ser también, y por lo mismo, una crítica razonada y argumentada. La redacción de Amorós sin embargo se acerca más al caos que al orden y se fundamenta principalmente en axiomas que para él no necesitan demostración. Buena muestra de ello es el primer párrafo, que sintetizando se podría resumir así: Estamos en “los tiempos en que la gente pide que se le descargue de la preocupación de defender sus intereses reales y la libertad”, que además de ser (“según Brecht”) tiempos “sombríos”, son los tiempos del “cínico” y del “disidente”; para los que prefieran ser disidentes aclara que “la disidencia no significa exilio interior porque actúa, y por lo tanto, corre riesgos. Es resistencia y secesión. Esta posición [la del disidente, se entiende] obliga a liberarse de gran parte del bagaje teórico de la época anterior [...] ya que no se trata de conservar la memoria de un pasado y comunicarla de forma ortodoxa [...], sino de incitar a pensar, de provocar un dialogo entre los que se reconocen iguales sin temor a contradecirse”; el resto del párrafo lo llenan frases sin importancia del tipo: “la crisis del pensamiento revolucionario no podrá ser remontada sino en condiciones de libre discusión” o “la pérdida de la batalla de las ideas [...] acarrea la derrota de todas las demás”. No dice nada sobre cual es la “gran parte del bagaje teórico de la época anterior” de la que hay que “liberarse”, ni tampoco explica qué es lo que hace que esa “parte del bagaje teórico” impida “provocar un dialogo entre los que se reconocen iguales sin temor a contradecirse” y lleve irremediablemente a “conservar la memoria de un pasado y comunicarla de forma ortodoxa”. ¿Y si se comunica de forma heterodoxa? En fin, en cualquier caso “son los tiempos del disidente” y esto “obliga a liberarse” de esta extraña manera. Si bien esta forma de escribir dificulta en cierto modo la crítica de su contenido, tiene la ventaja de que deja a la vista con mayor facilidad todas las carencias de éste.

Como resumir y analizar el texto párrafo a párrafo va a ser una labor tan dura para el lector como para mí, y como la teoría del autor se sustenta esencialmente en afirmar sin demostrar, voy a pasar a enumerar unas cuantas de estas verdades evidentes que constituyen el armazón de su ideología. Para Amorós es una “constatación” la “capacidad del capitalismo de superar sus propias contradicciones o de instalarse cómodamente en ellas”, es “evidente” la “incapacidad de los obreros en hacer su revolución y [...] la disolución del proletariado como clase social”. “Todo ello”, sigue, “implica la superación capitalista del conflicto, la desaparición de las crisis generales, y por consiguiente, la refutación de la supuesta necesidad histórica objetiva que nos conducía, inevitablemente, hacia la lucha final. Es más, “nos sitúa teóricamente en la posición de los anarquistas y de los socialistas premarxistas, que deducían la lucha por la emancipación humana de la perversidad del mundo y de la voluntad consciente de los oprimidos”. Así pues, en apenas dieciséis líneas, a partir de una constatación y dos evidencias que parece ser que tenían implicaciones, nos encontramos “teóricamente” dos siglos atrás en el tiempo, concretamente antes de Marx, y todavía no hemos leído ni el segundo párrafo completo. Que el lector no se haga ilusiones, pues no hay más viajes alucinantes en el resto del escrito. Nos vamos a quedar en la primera mitad del siglo XIX, donde vivieron los buenos de los luditas y los socialistas utópicos, señalados como ejemplo más abajo. Pero aún no hemos completado la lista de axiomas que Amorós escribe con la misma seguridad con la que un juez dicta sus sentencias inapelables, llevándonos a través de las verdades y sus consecuencias y sin el menor atisbo de explicación: “La moral obrerista apartaba a los trabajadores del planteamiento de la cuestión histórica por excelencia, la cuestión del progreso. La mayor parte de la crítica social ha considerado siempre que los avances científicos y técnicos eran aliados absolutos del proceso emancipador y jamás imaginó que, en tanto que creadores de nuevas servidumbres, iban a hacer de la dominación algo insuperable” (tercer párrafo); “no se podrá ir a ningún lado si no se rompe con la concepción de la revolución como reapropiación del aparato productivo existente, ni se admite que la emancipación humana pasa por la destrucción del sistema industrial” (cuarto párrafo); “la idea directora de la crítica revolucionaria ha de ser la de la autonomía de la técnica. [...] Ya no es el sistema económico el que determina la naturaleza de la técnica, la política y el grado de complejidad del mundo. Es la técnica la que fundamentándose en el conocimiento científico, ha ordenado la economía al dictado de sus propias exigencias y se ha apoderado de la sociedad entera, mientras que los individuos has acabado siendo perfectamente equiparables y reemplazables por máquinas. [...] Quienes hacen historia son las máquinas” (párrafo quinto); “un programa que contemple la reorganización de la sociedad sobre bases descentralizadas y comunitarias, sobre el “ágora”, a través del desmantelamiento de la producción actual, del control social de los medios técnicos y de la adopción de tecnologías descentralizadoras, de la supresión del mercado y del espectáculo, de la desaparición del transporte privado, de la recuperación del campesinado, etc., ha de saber que está pidiendo explícitamente un retorno a las condiciones precapitalistas, al trabajo artesano y a la fiesta, a la tradición y a los lazos comunitarios, a los ritmos vitales relajados, al derecho consuetudinario, a la economía de sustento y a la sociedad del status” (séptimo párrafo).

Si después de leer esto al lector todavía le fluye la sangre por las venas, lo que va a tratar es de hacerse una composición mental de lo que ha podido sacar en limpio hasta el momento, que más o menos será algo así: la lucha de clases que se manifestaba hace tres décadas de manera bien visible la perdió el proletariado porque los obreros confiaban demasiado en el progreso, “creencia burguesa”. Esta “derrota del proletariado industrial” ha provocado su “ disolución como clase social” y ya “la cuestión social no puede mostrarse como conflicto [...] en tanto que lucha de clases”. Como la confianza en la tecnología parece ser que se inicia en la “crítica social” con el socialismo científico de Marx, es menester “liberarnos de gran parte del bagaje teórico de la época anterior”, más o menos de toda teoría crítica escrita desde Marx hasta la Encyclopédie des Nuisances, lo cual “nos sitúa teóricamente en la posición de los anarquistas y de los socialistas premarxistas”. Por su parte, “la técnica [...] ha ordenado la economía al dictado de sus propias exigencias”, por lo tanto la crítica revolucionaria fundamental ya no es la de la economía, sino la de la tecnología, lo que lleva de nuevo a la crítica de la teoría marxista de la toma de los medios de producción por el proletariado, pues hoy el proletariado no existe y el objetivo de la revolución no es la posesión de los medios de producción, sino “la destrucción del sistema industrial”. Por ultimo vendría como corolario el esbozo del “programa” expuesto en el séptimo párrafo.

Una vez ordenadas las ideas, uno puede pasar ya a su completa refutación. Es cierto que el llamado segundo asalto proletario contra la sociedad de clases concluyó con la derrota del proletariado, y que éste fracaso ha venido seguido por tres décadas de transformación acelerada del mundo y ausencia de movimiento revolucionario, al que no esperamos volver a ver hasta dentro de un tiempo, en los países que dominan la economía capitalista. Pero esto no significa que el proletariado se haya disuelto. Muy al contrario sus filas incluso se han engrosado, pues si en 1975 existían en España alrededor de 9,3 millones de asalariados[2] en 2003 superaban ya los 13 millones[3]. Amorós habla además de la “derrota definitiva del proletariado industrial”, y es cierto que en aquella época las luchas en las fábricas industriales desempeñaban un papel clave en el conjunto del movimiento, pero ya en 1975 en número de asalariados empleados en el sector servicios en España (4,21 millones) superaba a los que trabajaban en industria (2,88) y construcción (1,15) juntos[4]. El proletariado no lo integran únicamente los obreros industriales, y por lo tanto no fueron sólo ellos los derrotados, aunque de su éxito o fracaso dependiera en gran medida el éxito o el fracaso de la revolución. Si lo que pretende decir Amorós es que el proletariado se ha disuelto como consecuencia de la extinción de su conciencia de clase, se le puede contestar que la condición de proletario, igual que la del burgués, viene impuesta por la realidad, es decir es algo objetivo, basado en hechos y circunstancias concretas que para nada dependen de la conciencia, lo subjetivo, que tenga de ello la persona en cuestión. Así, un cornudo es un cornudo, lo sepa él o no. Entonces no se trata de que el proletariado se haya disuelto, sino de que las décadas de contrarrevolución no se suceden en balde, y tienen su reflejo en la conciencia de clase.

¿Qué carajo significa que “la cuestión histórica por excelencia” es “la cuestión del progreso”? Atribuir a posteriori la derrota del proletariado a su excesiva confianza en éste o a que no hiciera “la crítica de la máquina” rebelándose “contra el maquinismo como sus predecesores” es cuanto menos un análisis histórico curioso, pero que necesita algo más que una cita de Walter Benjamin para sostenerse. Este desprecio hacia el progreso científico, al que llama sencillamente “progreso”, hacia “el maquinismo” y hacia “el sistema industrial” es fruto de un desconocimiento histórico preocupante en alguien con semejante trayectoria a sus espaldas y con tal volumen de páginas publicadas en papel bajo su firma. Su mejor reflejo es esta frase: “la idea directora de la crítica revolucionaria ha de ser la de la autonomía de la técnica. [...] Ya no es el sistema económico el que determina la naturaleza de la técnica, la política y el grado de complejidad del mundo. Es la técnica la que fundamentándose en el conocimiento científico, ha ordenado la economía al dictado de sus propias exigencias y se ha apoderado de la sociedad entera”. Añadiendo una palabra y cambiando los tiempos de dos verbos se obtiene un giro interesante: Es la técnica revolucionaria la que fundamentándose en el conocimiento científico, tiene que ordenar la economía al dictado de sus propias exigencias y apoderarse de la sociedad entera. Pero para dejar las cosas claras en cuanto a la relación entre tecnología y economía diremos que “no es la tecnología la que obliga al capitalista a acumular, sino la necesidad de acumular la que lo obliga a desarrollar los poderes de la tecnología. La base del proceso de acumulación, del proceso por medio del cual las fuerzas productivas se fortalecen, es la extracción de la plusvalía de la fuerza de trabajo”[5]. Eso de que “ya no es el sistema económico el que determina la naturaleza de la técnica, la política y el grado de complejidad del mundo” es pues una majadería del mismo calibre que “quienes hacen historia son las máquinas”. “La civilización industrial ha sido creada por la técnica”, dice Amorós; pero todas las civilizaciones han sido transformadas (y nunca creadas) por los avances técnicos, no sólo la “industrial”, cuya originalidad no reside tanto en ser “industrial” como en ser capitalista[6]. La revolución industrial (que sí fue “creada por la técnica”) aumentó el poder económico de la burguesía (la clase capitalista) y facilitó por tanto su toma del poder político. El progreso científico aplicado a la industria para la producción y distribución de mercancías, que era y es el único camino que les queda a los burgueses para poder salir adelante en su propia competición llamada mercado mundial, fue el gran responsable de la transformación incesante del mundo a partir de entonces. El resultado principal iba a ser la división de clases entre burgueses y proletarios. Es cierto que había quienes se rebelaban “contra la máquina”, pero más que porque supiesen “a que miseria les condenaban”, porque la consideraban un “invento del diablo”[7]. Pero por otra parte, todos los cambios que provocaba el desarrollo de la economía capitalista al hacerse progresivamente con el dominio de todo el mundo estaban poniendo las condiciones para que por primera vez en la historia pudiera plantearse la “cuestión histórica por excelencia”: la cuestión económica y sus entresijos, es decir, las relaciones de producción, la propiedad de los medios de producción y las consecuencias que tiene el desarrollo de éstos medios en el conjunto de la sociedad. Desde luego no fueron los luditas, ni los socialistas utópicos, ni los anarquistas, ni los “socialistas premarxistas” quienes plantearon dicha “cuestión histórica”, pues como dice Amorós todos ellos “deducían la lucha por la emancipación humana de la perversidad del mundo y de la voluntad consciente de los oprimidos”. Fue precisamente Marx quien planteó esta cuestión, y no la dedujo “de la perversidad del mundo” sino de un conocimiento científico de éste, de un conocimiento histórico, pues Marx no conocía más que una ciencia, la ciencia de la historia. No es extraño entonces que al “liberarse de gran parte del bagaje teórico de la época anterior” para situarse “teóricamente en la posición de los anarquistas y socialistas premarxistas”, Amorós nos hable de “un programa que contemple la reorganización de la sociedad [...], sobre el “ágora”, a través del desmantelamiento de la producción actual, [...] [a través] de la recuperación del campesinado”, de “un programa” que pide “explícitamente un retorno a las condiciones precapitalistas, al trabajo artesano y a la fiesta, a la tradición, [...] a la economía de sustento y a la sociedad de status”. Para que no nos asustemos nos aclara que este “retorno a las “condiciones precapitalistas” “no es un retorno en el tiempo, no es una vuelta al pasado”, se trata simplemente “de una liberación que sueña más que calcula”. Pero como un artículo titulado “¿Dónde estamos?” hay que rellenarlo más con cálculos que con ensoñaciones, las vamos a someter a crítica de todas maneras. En primer lugar, Amorós quiere que los 6.000 millones de personas que malviven en el mundo pasen a subsistir utilizando únicamente la tecnología que se conocía hace más de dos siglos, cuando, a duras penas, vivían en la Tierra menos de 2.000 millones. No sólo se sitúa así “en la posición de los anarquistas y socialistas premarxistas”, sino también en la de los maltusianos. En segundo lugar, del mismo modo que los socialistas “utópicos” aplaudían el lado bueno del “progreso” y querían evitar su lado malo (la miseria)[8], Amorós nos relata todas las virtudes de las “condiciones precapitalistas” sin decirnos nada de sus defectos, mientras las condiciones capitalistas son para él completamente nocivas, y no aprecia en ellas ningún impulso para la revolución[9]. Aunque “sueña más que calcula”, Amorós no nos dice nada acerca del papel que desempeñan en sus sueños “el campesinado”, “la tradición”, “el derecho consuetudinario”, “el status”, o “la economía del sustento”. El papel que desempeñaron en la historia sabemos sin embargo que fue nefasto para cualquier intento de transformación revolucionaria de la sociedad.

Una vez expuestos los conceptos generales de su filosofía, todos falsos como se ha visto, la segunda mitad del texto de Amorós es menos sorprendente pero igual de inquietante. Nos habla de una “economía intermedia que [neutraliza] a los inservibles para el mercado globalizado de trabajo”, de una “economía globalizada” que “está transformando íntegramente a la naturaleza en materia de gestión económica”, de “economías de subsistencia” en las que se “coloca a la gente desechable para el mercado” y de “economías marginales gestionadas por una pléyade para estatal de ONGs, sindicatos, fundaciones, iglesias, [...] pero también por rackets independientes como mafias, sectas o bandas, encargadas de los aspectos menos aceptables de dichas economías”. Desde luego Amorós es capaz de ver muchas economías donde sólo existe una. Acusa a la “economía globalizada” (vamos a entenderlo como economía capitalista) de considerar a los recursos naturales (“la tierra fértil, los bosques, la pesca o el agua dulce”) como “elementos estratégicos de la mundialización”. Pero todas las sociedades han considerado siempre a los recursos naturales, que son recursos económicos, como “elementos estratégicos”. Afirma que “nunca se ha resaltado lo bastante el papel contrarrevolucionario de la miseria, del lado malo que, [...], detiene el movimiento que hace la historia”. Quizá sea cierto que nunca se ha resaltado lo bastante, pero ciertamente lo que ha detenido “el movimiento que hace la historia” no ha sido tanto la miseria como la abundancia de la que han conseguido disfrutar dos generaciones en determinados países del mundo. En cualquier caso, para Amorós “el corolario de la proletarización mundial” es “la desaparición del individuo, su transformación en muchedumbre vacía, aislada y sustituible”, y esto “obliga a nuevos planteamientos”, a saber: “de parte de los oprimidos no puede salir nada peculiar, ninguna iniciativa histórica. En su propia situación no encontrarán las condiciones para comenzar una lucha que no sea mera negatividad y descontento. Entonces son los grupos de disidentes quienes ocupan el lugar de la “organización de clase”, ya que clase no hay. Quienes contraponen a la inactividad social la difusión de sus puntos de vista. Quienes propugnan un movimiento social sin tildarse ellos mismos de movimiento social. [...] Por ahora lo único que pueden ofrecer a sus contemporáneos es un lugar donde ejercer sus cualidades, un medio para comenzar a construir una sociedad dentro de otra y a la vez, aparte. Un proyecto de acción colectiva de este estilo coloca en el mismo plano las virtudes de la sociabilidad, el amor a la libertad y las capacidades revolucionarias. Y la negación de ese proyecto adopta la forma del carácter. Reemprendiendo la vieja polémica anarquista, se debe recalcar el lado colectivo de la acción, la pasión común, frente a la individualidad, demasiado afectada por el carácter, pero sin olvidar que el factor subjetivo, la voluntad individual, ha de ser la fuerza motriz de la historia. El intento de excluir al capitalismo de nuestras vidas [...] es ahora el punto central de la acción. [...] Lo que distingue como revolucionario a comunas, coordinadoras, consejos, asambleas, asociaciones, etc., será su talante, su función y su acción, o sea, su contenido. Y éste ha de ser antiindustrial, societario, contrario al obrerismo y por encima de todo, libertario”. Vuelven a aparecer “los disidentes”, esta vez con un “proyecto de acción colectiva” que “coloca en el mismo plano las virtudes de la sociabilidad, el amor a la libertad y las capacidades revolucionarias” para “ofrecer a sus contemporáneos [...] un lugar donde ejercer sus cualidades”. Quién sabe qué significa todo esto. El caso es que “ocupan el lugar de la “organización de clase””, aunque “clase no hay”. No es raro que hable del “intento de excluir al capitalismo de nuestras vidas”, pues lo que es imposible se queda en el intento, a no ser que uno sepa lo que puede hacer y lo que no, y entonces ni si quiera lo intenta. Antes de acabar nos deja otra frase genial, “la voluntad individual, ha de ser la fuerza motriz de la historia”, y por último insiste en que “lo que distingue como revolucionario” es ser “antiinustrial, societario, contrario al obrerismo y por encima de todo, libertario”, o lo que viene a ser los mismo “anarquista y socialista premarxista”.

No es que el pensamiento de Amorós sea difícil de entender, es que no tiene ni pies ni cabeza y por lo tanto no se sostiene. “Es una liberación que sueña más que calcula”, como él mismo dice. Y así ni es liberación, ni es teoría crítica ni es nada más que una maraña de ideas falsas y desordenadas. Ahora bien, un artículo al que titula ¿Dónde estamos? y que pretende ser una “contribución al esclarecimiento de algunos aspectos de la acción” debería basarse más en el rigor de los cálculos que en la ligereza de los sueños.



[1] Artículo incluido en Golpes y contragolpes. La acción subversiva en la más hostil de las condiciones. Pepitas de calabaza ed. & Oxigeno dis.

[2] La España del siglo XX Economía, demografía y sociedad. Pag. 602. Fernando Sánchez Marroyo. Ed. Istmo.

[3] Anuario El País 2004. Pag. 399. Ediciones EL País.

[4] La España del siglo XX Economía, demografía y sociedad. Pag. 602. Fernando Sánchez Marroyo. Ed. Istmo.

[5] Martín Nicolaus. El Marx desconocido. Pag. xxx de los Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858. Vol. 1. Karl Marx. 18ª edición. Siglo veintiuno editores.

[6]¡De hecho todas las civilizaciones son industriales!, pues todas basan su economía en un cierto desarrollo industrial, si entendemos por industria la transformación de los objetos para su posterior utilización, que es una de las cualidades del ser humano.

[7] España 1808-1975. Raymond Carr. Pag. 202. Ed. Ariel.

[8] Según Amorós los socialistas “utópicos” “reconocieron en la máquina, [...] la amenaza de un desarrollo cultural que fragmentaría al individuo y atacaría la raíz misma de la libertad y la vida”. En el libro Histotia de la arquitectura moderna, de Leonardo Benévolo, leemos sin embargo (pag. 180) que Owen, cuando adquiere con otros socios en 1779 una fabrica de hilados “hace de ella una fábrica modelo, introduciendo maquinaria moderna, horarios moderados, buenos salarios”. Sobre la idea de ciudad de Fourier (pag. 183): “en el centro la ciudad comercial y administrativa, la ciudad industrial alrededor de la primera y por último la ciudad agrícola”, la ciudad industrial ocuparía además el doble de superficie que la primera. No es cierto que ignorasen aposta “cualquier consideración económica”, cuando se dedicaban a formular modelos de comunidades económicamente viables.

[9] Leyendo cualquier libro de historia se puede dar buena cuenta del error de sus planteamientos. Así por ejemplo: “los ferrocarriles facilitaban la organización de los movimientos revolucionarios: los congresos federales internacionalistas de los años setenta [1870] dependían del transporte barato por ferrocarril para los delegados”. España 1808-1975. Raymond Carr. Pag. 202. Ed. Ariel.

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