¿Defensa del territorio o cogestión de su ruina?

Publicado por valladolor jueves, 25 de noviembre de 2010 ,

Texto de Miguel Amorós  elaborado a partir de las charlas en el CSA Sestaferia de Gijón, el 8 de octubre de 2010; en Espacio Libertario de El Ferrol, el 12 de octubre; y en las Jornadas de Agroecología de Valladolid, el 13 de noviembre.





¿Defensa del territorio o cogestión de su ruina?

Una sociedad libre será mayoritariamente una sociedad campesina; la conurbación es una formación social estrictamente capitalista incompatible con el advenimiento de la libertad e inviable en economías sin mercado. Estas dos verdades nos llevan a considerar el cambio revolucionario desde perspectivas completamente nuevas. Por eso al hablar de agricultura biológica, soberanía alimentaria o autosuficiencia, es decir, del lado positivo del antidesarrollismo, conviene señalar el marco en el que éste tiene lugar, la situación concreta del territorio. En una sociedad en vías de urbanización total el territorio se convierte en vacío disponible; una reserva general de espacio a merced de los centros de decisión metropolitanos. En la nueva etapa de desarrollo capitalista la opresión ha suprimido el tiempo y se ha espacializado; el espacio social es creación del capital y obedece a su lógica. La explotación del territorio desempeña el mismo papel que la explotación del trabajo en la etapa anterior, pero para que eso ocurra óptimamente no solamente hace falta rellenar de mercancías los lugares, sino que son necesarios determinados cambios formales que adecuen la especificidad territorial a la economía y no traben la expansión ilimitada de los núcleos urbanos. Cambios que además de trivializar la existencia en el campo, fomenten la desindustrialización, el abandono de la agricultura y la suburbanización. Esa, digamos, postrera campaña de racionalización social se dota de los correspondientes instrumentos jurídicos: leyes que favorecen la actividad urbanística, cuotas agrarias, leyes del suelo, reformas en la administración local, normativa de expropiaciones, ordenamientos generales, actuaciones integrales, planes de infraestructuras, etc. Por otra parte, la globalización conforma una nueva clase dirigente ligada a la gestión política, financiera y empresarial del espacio más que a la propiedad privada de los medios de producción; una clase nacida de la transformación de la burguesía tras la derrota del movimiento obrero y la descomposición de las clases tradicionales. Se trata de una clase evanescente, en constante movimiento, que se desenvuelve dentro de la división internacional del trabajo e induce una reordenación territorial global, o, en otras palabras, que es responsable de constreñir el territorio a los caprichos del mercado mundial. Desde su óptica, cualquier resistencia al mercado constituye un “atraso” y toda adaptación, el “progreso”. La existencia de un campesinado autónomo sería pues la quintaesencia del atraso, y su xtinción, lo más progresista. Las instancias regionales constituirían el primer eslabón para una desregularización de los usos del territorio, para la terciarización de la economía, y por consiguiente, para la mundialización rápida de los recursos locales. Los cambios se financian gracias sobre todo a los excedentes producidos por la especulación inmobiliaria; así pues, el trasvase de capitales de la industria, la agricultura y la minería a los servicios descansaría principalmente en la construcción de viviendas, rondas y grandes infraestructuras. El campo había dejado de ser despensa de alimentos para transformarse en cantera de terrenos, abriendo las puertas de par en par a la concentración poblacional, a la agricultura industrial y a la “reconversión ambiental”, con resultados cada vez más catastróficos para el territorio y sus habitantes. La tierra ha dejado de ser el crisol donde se funde la identidad entre los individuos y su comunidad.

La colonización del territorio por la mercancía produjo conflictos desde los años setenta, pero éstos no ocuparon un lugar central en la lucha anticapitalista hasta mucho más tarde, cuando la conciencia de los combatientes empezó a superar los obstáculos del oportunismo ecologista y del enroque obrerista. En efecto, tanto los ecologistas como los obreristas atacaban al capitalismo globalizado en nombre de una formación capitalista anterior, liquidada, en la que los sindicatos, las asambleas de fábrica y los partidos verdes ejercían de contrapeso a los requerimientos unilaterales del mercado. Pero otra vuelta de tuerca más en la suburbanización --y en la cultura de masas-- el territorio quedó uniformizado, ordenado según criterios de rentabilidad máxima, y albergando un idéntico estilo de vida, donde el consumo era interpretado como la mismísima felicidad terrenal, y, por lo tanto, considerado por todos casi como un deber cívico. El compromiso con las instituciones y las empresas por la degradación controlada del territorio desacreditó al ecologismo, mientras que la desaparición de las fábricas apagaron los rescoldos del obrerismo. La condición obrera es propia de la sociedad urbana; el salario es impensable en el mundo rural tradicional. Ahora bien, tal condición, que antes servía para cimentar una clase, ha experimentado una fuerte transformación en la sociedad plenamente urbanizada, que ha conducido a la práctica desaparición de la conciencia de clase. Pero con o sin conciencia, el conflicto laboral ya no supera los límites del sistema, y por consiguiente, no lo cuestiona. Otro tanto podríamos decir del ambiental. En cambio, el conflicto territorial, sí. Un territorio autónomo y liberado es algo radicalmente incompatible con el orden capitalista, cosa que no podía decirse de la defensa del paisaje, del salario o del empleo. También algo incompatible con el proletariado. La defensa del territorio tenía un contenido anticapitalista y desproletarizador difícil de negar y revelaba una característica esencial que la distinguía tajantemente de los planteamientos obreristas y verdes, al tiempo que denunciaba su inoperancia y obsolescencia. Esa característica propia era el antidesarrollismo. El combate por el territorio negaba un dogma básico del capitalismo y del socialismo obrerista, el desarrollo de las fuerzas productivas, o sea, el crecimiento ilimitado --tanto en su forma dura como en la socializada o la “sostenible”-- como norma obligada de funcionamiento y solución de los problemas sociales. Bien al contrario, dicho crecimiento los agravaba. La reconstrucción totalitaria del espacio social como nuevo proyecto de clase violentaría tanto al territorio que forzosamente tenía que crear problemas. La protesta, tantas veces descabezada, no podía sino reproducirse y ampliarse, por lo que su desactivación pasó a ser el objetivo principal de la clase dirigente. Entonces la dominación cambió de política, pasando de la completa intolerancia al reconocimiento parcial del conflicto y la negociación. Así nació la “democracia participativa”, herramienta con la que fabricar un falso sujeto mediador extraído de comités autoproclamados, plataformas y seudomovimientos sociales –la delegación de la ciudadanía-- y de esta manera encerrar la protesta en escenarios locales, fragmentándola y aislándola. La democracia participativa era invocada expresamente para sabotear el renacimiento de una conciencia social del territorio, impidiendo la aparición de un verdadero sujeto histórico.

Primo Levi, en “Hundidos y salvados”, mencionaba una zona gris entre los verdugos nazis y sus víctimas compuesta por toda clase de prisioneros colaboradores, gracias a la cual los campos de concentración y de exterminio podían administrarse. Dada que la colonización actual del territorio se desempeña con métodos que se corresponden perfectamente con una sociedad jerarquizada, burocrática y autoritaria, no resulta nada equivocado establecer un paralelismo y hablar de una zona gris compuesta por todos aquellos que buscan fórmulas de compromiso entre la agresión al territorio y su defensa. Y por extensión, por todos aquellos que aceptando las reglas del juego político de la opresión, piden protección al Estado agresor, con la rodilla doblada y la boca llena de consignas como sobriedad voluntaria, comercio justo, reciclaje, decrecimiento, nueva cultura del territorio, economía social, modelo alternativo de ordenación territorial, etc. Cierto que el contexto es favorable a un tipo humano surgido de la descomposición de las clases medias, especialmente degenerado, fácil de corromper, ambicioso y frustrado, ambiguo e inclinado a la componenda, cura y filisteo, ávido de poder y al mismo tiempo servil. Es justamente esa clase de gente la que puebla el estrato intermedio entre los oprimidos y los opresores, la que alardea de ecologista, milita en un sindicato y pertenece a una asociación vecinal. La conceptualización de la zona gris vuelve más inteligible la política y viceversa, la vida política de la dominación puede comprenderse mejor a través del nacimiento, desarrollo y apogeo de la zona gris. Dicha zona ha de contener el conflicto y disolverlo, bien derivándolo hacia el electoralismo, bien hacia los tribunales o la negociación claudicante. En ambos casos sumergiéndolo en el espectáculo y reduciendo a los verdaderos protagonistas a la categoría de público. Los grises conceden una gran importancia a los medios de comunicación en este desplazamiento de la realidad al escenario de la “cultura del sí pero”, donde no sólo se prepara una dominación mejor adaptada, sino que se forja una sumisión más funcional. De ahí también la ambientación lúdica que acompaña a la instrumentalización mediática del conflicto, pues el estado de ánimo eufórico es el más vulnerable al mensaje unilateral, y por tanto, el más adecuado para la asimilación del espectáculo. Así pues, la zona gris de la colaboración ciudadanista trabaja conjuntamente con los policías, los psicólogos y los expertos de la socialdemocracia para que la sociedad aparezca sin contradicciones, trasparente, plana, satisfecha, festiva, ecológica y alegremente contestataria. Los mecanismos participativos “transversales” intentan asegurar que la supervivencia en ambientes cada vez más tóxicos y degradantes no empañe la imagen rosa de los seudoconflictos y se genere un nivel de cuestionamiento detectable. La participación ha de reeducar al individuo como ciudadano votante, convencido pacifista y consumidor “responsable” comprometido con el medio ambiente, no incitarle a pensar o a rebelarse. Mediante la separación completa entre la base de la protesta y su representación y a través de la condena explícita de la autodefensa, se persigue el ablandamiento de los conflictos, destinados indefectiblemente a ahogarse en las aguas fecales del Estado, o sea, en los purines de la autodenominada “democracia representativa”. Que nadie se sienta engañado; el movimiento asociativo gris no es ni pretende ser un enemigo del parlamentarismo sino un eficaz auxiliar. Por eso no es nada contradictorio encontrar en su seno a militantes de partidos y sindicatos, puesto que por la cuenta que les tiene son los más empeñados en autolimitar el conflicto desde dentro y silenciar la expresión radical controlando el debate. Se ha de evitar que el debate desemboque en conclusiones antidesarrollistas y que la lucha derive en enfrentamientos, o, dicho de otro modo, que la discusión no concluya en la elaboración extrainstitucional de intereses generales que den a la defensa del territorio una perspectiva y una contundencia bien contrarias al capitalismo. De hecho, esa zona gris asociativa y participativa ha crecido casi más de prisa que el propio conflicto al que parasita, al socaire del vacío existencial y la confusión provocadas por la generalización a partir de los años ochenta del modo de vida urbano consumista. El afan de consumir –como el de votar-- brota en un clima hedonista frenético que necesita para mantenerse un registro de actividad mental mínimo, una memoria borrada, una inteligencia aparcada. De esa atmósfera no se salva nadie; por eso ni siquiera las luchas más abiertamente antidesarrollistas, el combate contra el TAV en Euskalherría, la defensa del litoral gallego o la oposición a la línea MAT en Cataluña han estado exentas de una zona gris que cuando no las mina por dentro, las ablanda por fuera. Pero el problema de los grises es que el sistema dominante, que apenas puede con los gastos ocasionados por el Estado, menos puede correr con los costes de un acuerdo que sirva para neutralizar el conflicto. Con mayor razón tampoco puede financiar una burocracia territorial mínimamente creíble que cogestione con habilidad el proceso de destrucción medioambiental y social, por lo que continúa optando por la criminalización mediática, las multas y los procesamientos. No por ello la zona gris desaparece. Simplemente su labor no se institucionaliza, se efectúa gratuitamente.

En las áreas de capitalismo tardío la anomia social vuelve innecesario en gran parte el trabajo de los colaboracionistas, puesto que la dominación puede reprimir la protesta con facilidad al no tener enfrente casi nunca a verdaderos movimientos, sino sólo a minorías radicalizadas. Pero cuando la revuelta ha producido sus primeros estallidos, la zona gris es un recurso imprescindible para los gobiernos, que se ven forzados a cambiar su imagen de moderación seudodemocrática por otra más agresiva, incluso seudorevolucionaria, en los momentos críticos a menudo encarnada en la figura de un líder supremo o caudillo, como por ejemplo Morales, Ortega o Chaves. El hombre providencial “que habla como el pueblo”, “con la gente sencilla que hay que contar”, es decir, con la población más sumisa y manipulable, indica que la crisis social ha alcanzado un punto de inflexión que exige la sustitución de la burocracia política tradicional por otra creada ex novo desde el Estado. Los regímenes populistas necesitan una movilización general de la sociedad en pos de un programa de crecimiento y acoplamiento a la economía globalizada que el aparato político tradicional de la clase dominante no está en condiciones de realizar. Al fracasar los mecanismos habituales de control y de representatividad, se apela a una extensa red clientelar que cumple la función de un movimiento de base satélite. Un duplicado del partido del orden. Una zona gris que adquiere entonces por cooptación el estatuto de nueva clase con la misión de llevar a cabo importantes tareas de desmoralización, desarraigo y desorientación para inducir un estado de anomia en masas con muy bajos niveles de consumo; la zona gris ha de tejer su propia lana deshaciendo el tejido social donde aterrizó. Su desarrollo tercermundista constituye un estímulo de primer orden para sus homólogos del primer mundo. Los colaboracionistas de acá, incluidos anarquistas de pro como Michel Albert o Noam Chomsky, de buena gana se convierten en los mejores propagandistas y hasta en los embajadores informales del populismo. A menudo vedettes, intelectuales y políticos fronterizos se hacen intérpretes y adalides del discurso populista, pues la palabrería seudorradical del jerifalte abastece de tópicos, mitos y referentes con los que consolidar una identidad de la que la zona gris occidental siempre adolece. Después de rebuscar en ese armario, los grises pueden salir lo bastante iluminados como para ponerse en manos de la reacción disfrazada de revuelta. La zona gris, ya dotada de un discurso identitario, pasa de ser espontáneamente reaccionaria, a serlo conscientemente.

Podemos concluir que la zona gris, el espacio que separa los explotados de los explotadores ocupado por el colaboracionismo, es un complemento necesario de la dominación, pero solamente resulta imprescindible en momentos de crisis social grave, cuando no funciona la represión, el crédito de los partidos se ha agotado y urge desarmar ideológicamente a la revuelta de manera que ésta no logre constituir un sujeto revolucionario. Solamente entonces puede institucionalizarse; solamente entonces puede formar parte de la burocracia estatal y por consiguiente desempeñar con comodidad la tarea para la cual está destinada. Porque solamente entonces, las condiciones sociales que vuelven posible un universo totalitario y que siempre han estado ahí, se hacen patentes y se despliegan en todo su horror, asegurando la continuidad del proceso destructivo contra las amenazas de una revolución. Si los defensores del territorio no desean acabar coadministrando la catástrofe en lugar de suprimirla ha de desenmascarar desde el principio a los grises, que incubando la traición permanecen emboscados en todos los conflictos. A propósito de gente parecida, Rosa Luxemburg solía citar el siguiente pasaje bíblico:
“¡Ah, si al menos fueras caliente o frío!
pero puesto que no eres ni lo uno ni lo otro
sino tibio, te vomitaré de mi boca.”

Miquel Amorós

Texto elaborado a partir de las charlas en el CSA Sestaferia de Gijón, el 8 de octubre de 2010; en Espacio Libertario de El Ferrol, el 12 de octubre; y en las Jornadas de Agroecología de Valladolid, el 13 de noviembre.       

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