Anton PANNEKOEK (J. Harper) LOS CONSEJOS OBREROS

Publicado por valladolor lunes, 4 de julio de 2011 , ,



CAPÍTULO PRIMERO: LA TAREA. 2
1. EL TRABAJO 2
2. EL DERECHO Y LA PROPIEDAD 8
3. LA ORGANIZACIÓN DE LAS FÁBRICAS 12
4. LA ORGANIZACIÓN SOCIAL 16
5. LAS OBJECIONES 20
6. LAS DIFICULTADES 28
7. LA ORGANIZACIÓN DE CONSEJOS 32
8. EL DESARROLLO 37
CAPÍTULO SEGUNDO: LA LUCHA 41
1. EL SINDICALISMO 41
2. LA ACCIÓN DIRECTA 45
3. LA OCUPACIÓN DE LAS FÁBRICAS 49
4. LAS HUELGAS POLÍTICAS 51
5. LA REVOLUCIÓN RUSA 57
6. LA REVOLUCIÓN DE LOS TRABAJADORES 62
CAPÍTULO TERCERO: EL PENSAMIENTO 73
1. LAS IDEOLOGÍAS 73
2. PENSAMIENTO Y ACCIÓN 80




Capítulo primero: La tarea.

1. El trabajo
En la época actual y la que se avecina, cuando Europa está devastada y la humanidad empobrecida por la guerra mundial, corresponde a los trabajadores del mundo la misión de organizar la industria para liberarse a sí mismos de la miseria y de la explotación. Será tarea suya tomar en sus propias manos la organización de la producción de bienes. Para llevar a cabo esta inmensa y difícil tarea será necesario comprender plenamente el actual carácter del trabajo. Cuanto mejor conozcan a la sociedad y la posición que ocupa en ella el trabajo, menos dificultades, desaliento y retrocesos encontrarán en este esfuerzo.
La base de la sociedad es la producción de todos los bienes necesarios para la vida. Esta producción, en su parte más importante, ocurre por medio de técnicas muy desarrolladas en grandes fábricas y plantas donde se emplean máquinas complicadas. Este desarrollo de las técnicas, desde las pequeñas herramientas que podía manejar un solo hombre hasta grandes máquinas manejadas por amplios conjuntos de trabajadores de diferentes calificaciones, ocurrió en los últimos siglos. Aunque aún se emplean como accesorios pequeñas herramientas, y existen todavía muchos talleres pequeños, éstos difícilmente desempeñan un rol de consideración en lo que respecta al grueso de la producción.
Cada fábrica es una organización cuidadosamente adaptada a sus fines; una organización de fuerzas muertas y también vivas, de instrumentos y trabajadores. Las formas y el carácter de esta organización están determinadas por los propósitos a los que tiene que servir. ¿Cuáles son estos propósitos?
En la época actual, la producción está dominada por el capital. El capitalista, poseedor del dinero, fundó las fábricas, compró las máquinas y las materias primas, contrata a los trabajadores y les hace producir bienes que se pueden vender. Es decir, compra la fuerza de trabajo de los operarios, que se gasta en su tarea diaria, y les paga su valor, es decir, los salarios mediante los cuales éstos pueden procurarse lo que necesitan para vivir y para restaurar continuamente su fuerza de trabajo. El valor que un operario crea en su trabajo diario al agregado al valor de las materias primas, es mayor que lo que necesita para vivir y que lo que recibe por su fuerza de trabajo. La diferencia que queda en manos del capitalista cuando se vende el producto, o sea la plusvalía, constituye la ganancia de éste, que, en la medida en que no se consume, se acumula en forma de nuevo capital. La fuerza de trabajo de la clase trabajadora puede compararse con una mina de minerales, que en la explotación da un producto que excede el costo invertido en ella. Por ende, se habla de explotación del trabajo por el capital. El capital mismo es el producto del trabajo: en su totalidad es plusvalía acumulada.
El capital es dueño de la producción. Tiene la fábrica, las máquinas, los bienes producidos. Los obreros trabajan a sus órdenes. Sus propósitos dominan el trabajo y determinan el carácter de la organización. El propósito del capital es acumular ganancias. El capitalista no está impulsado por el deseo de proveer a las necesidades de la vida de sus congéneres; lo mueve la necesidad de hacer dinero. Si tiene una fábrica de zapatos no lo anima la compasión por el dolor de pies que pueden tener los demás; lo anima el conocimiento de que su empresa debe arrojar ganancias y de que él irá a la bancarrota si sus ganancias son insuficientes. Por supuesto, la manera normal de hacer ganancias consiste en producir bienes que puedan venderse a buen precio, y sólo se los puede vender normalmente cuando son bienes de consumo necesarios y prácticos para los compradores. Así, el zapatero, para lograr ganancias, tiene que producir zapatos adecuados para el uso, mejores o más baratos que los que fabrican los demás. Por lo tanto, la producción capitalista logra normalmente lo que debería ser el fin de la producción, o sea, satisfacer las necesidades vitales de la humanidad. Pero los muchos casos en que es más provechoso producir objetos superfluos de lujo para los ricos o baratijas para los pobres, o vender toda la planta a un competidor que puede cerrarla, muestran que el objetivo principal de la producción actual es el beneficio del capitalista.
Este objetivo determina el carácter de la organización del trabajo en los talleres. En primer lugar, pone el mando en manos de un dueño absoluto. Si es el propietario mismo, debe cuidar de no perder su capital; por el contrario, debe acrecentarlo. Su interés domina el trabajo; los trabajadores son sus manos, y tienen que obedecer. Ese interés determina la parte y la función que cabe al capitalista en el trabajo. Si los trabajadores se quejan de las largas y fatigosas horas de tareas que deben cumplir, el capitalista señala que él también cumple la suya y que además las preocupaciones lo mantienen despierto hasta altas horas de la noche, después que los obreros se han ido a su casa sin preocuparse de nada más. El capitalista olvida decir -cosa que difícilmente comprenda- que todo su trabajo, a menudo esforzado, y la preocupación que lo mantiene despierto de noche, sólo sirven a la ganancia, no a la producción misma. Se refieren a problemas acerca de la manera de vender sus productos, de superar a sus competidores, de hacer ingresar a su caja fuerte la mayor parte posible de la plusvalía total. El trabajo del capitalista no es productivo; sus esfuerzos en la lucha con sus competidores son inútiles para la sociedad. Pero él es el dueño y la fábrica se dirige según sus propósitos.
Si no es el propietario sino el director, sabe que lo han designado para producir beneficios para los accionistas. Si no se las arregla para logrado, lo echan y lo reemplazan por otra persona. Por supuesto, debe ser un buen experto, debe entender las técnicas de su especialidad y ser capaz de dirigir el trabajo de producción. Pero debe ser aún más experto en realizar ganancias. En primer lugar, tiene que conocer las técnicas que se utilizan para aumentar la ganancia neta, descubriendo el modo de producir a costo mínimo, de vender con el máximo de éxito, y de derrotar a sus rivales. Esto lo sabe cualquier director. Es el factor que determina la dirección del negocio. También determina la organización dentro de la fábrica.
La organización de la producción dentro de la fábrica se realiza siguiendo dos líneas: de organización técnica y de organización comercial. El rápido desarrollo de las técnicas, ocurrido en el último siglo, basado en un asombroso crecimiento de la ciencia, ha mejorado los métodos de trabajo en todos los sectores. El uso de mejores técnicas es la mejor arma en la competencia, porque asegura un beneficio extra a costa de los rivales. Este desarrollo aumentó la productividad del trabajo, abarató los bienes de uso y consumo, los hizo más abundantes y variados, acrecentó los medios de comodidad y, al rebajar el costo de la vida, es decir, el valor de la fuerza de trabajo, elevó enormemente el beneficio del capital. Este elevado estadio de desarrollo técnico incorporó a la fábrica un número en rápido crecimiento de expertos, ingenieros, químicos, físicos, bien versados por su entrenamiento en las universidades y laboratorios científicos. Estas personas son necesarias para dirigir los intrincados procesos técnicos y para mejorarlos mediante la aplicación regular de nuevos descubrimientos científicos. Bajo su supervisión actúan técnicos y trabajadores especializados. Así, la organización técnica muestra una colaboración cuidadosamente regulada de diversas categorías de trabajadores, una pequeña cantidad de especialistas formados en las universidades, un número mayor de profesionales calificados y de operarios especializados, además de una gran masa de obreros no especializados que realizan el trabajo manual. Se requieren sus esfuerzos combinados para hacer caminar las máquinas y producir los bienes.
La organización comercial tiene que ocuparse de la venta del producto. Estudia los mercados y los precios, realiza propaganda, forma agentes que estimulen las compras. Incluye la así llamada administración científica, que reduce los costos distribuyendo hombres y medios, inventa incentivos para estimular a los trabajadores a realizar esfuerzos más intensos, transforma la propaganda en una especie de ciencia que se enseña incluso en las universidades. Para los dueños capitalistas no es menos, sino incluso más importante, que la técnica; es el arma principal que emplean en su lucha mutua. Sin embargo, desde el punto de vista de la atención de las necesidades vitales, implica un desperdicio totalmente inútil de capacidades.
Pero también las formas de organización técnica están determinadas por el mismo motivo de beneficio. De aquí la estricta limitación de los expertos científicos mejor pagados a un pequeño número, combinado con una masa de trabajo barato no especializado. De aquí la estructura de la sociedad en general, por una parte masas con baja paga y deficiente educación; por otra, una minoría científicamente formada con mayor paga -así como mayores exigencias educacionales para que se cubran constantemente las filas.
Estos funcionarios técnicos no tienen sólo a su cargo el cuidado de los procesos técnicos de producción. Bajo el capitalismo actúan también como capataces de los trabajadores. Puesto que en el capitalismo la producción de bienes está inseparablemente vinculada con la producción de ganancia, y ambas son una y la misma acción, los dos caracteres de los funcionarios de fábrica, de líderes científicos de la producción y de auxiliadores de la explotación, están íntimamente combinados. Así, su posición resulta ambigua. Por un lado, son colaboradores de los trabajadores manuales mediante su conocimiento científico que dirige el proceso de transformación de los materiales, mediante su capacidad técnica que acrecienta las ganancias; también son explotados por el capital. Por otro lado, son los subordinados del capital, designados para acosar a los trabajadores y para ayudar al capitalista a explotarlos.
Puede parecer que hay sectores donde los trabajadores no son explotados de esta manera por el capital. En las empresas de servicios públicos, por ejemplo, o en las cooperativas de producción. Aunque dejemos de lado el hecho de que las primeras, por su ganancia, deben contribuir a menudo a los fondos públicos, aliviando así las cargas impositivas de las clases propietarias, la diferencia con las demás actividades comerciales no es esencial. Por regla general, las cooperativas tienen que competir con las empresas privadas; y los servicios públicos son controlados por el público capitalista mediante atentas críticas. El capital, generalmente tomado a préstamo, que se requiere en los negocios, exige su interés, que debe extraerse de las ganancias. Como en el caso de otras empresas, existen el mando personal de un director y la imposición del ritmo de trabajo. Hay la misma explotación que en cualquier empresa capitalista. Puede existir una diferencia de grado; parte de lo que de otra manera sería ganancia puede emplearse para aumentar los salarios y mejorar las condiciones de trabajo. Pero pronto se llega a un límite. En este respecto, se las puede comparar con empresas privadas modelo donde directores dotados de sensibilidad y espíritu amplio procuran ganarse a los obreros con un trato mejor, dándoles la impresión de que ocupan una posición privilegiada, y se ven así recompensados por una mejor producción y un aumento de los beneficios. Pero está fuera de cuestión el hecho de que los trabajadores en este caso, o en los servicios públicos o en las cooperativas, deben considerarse como servidores de una comunidad, a la cual dedican todas sus energías. Los directores y los trabajadores viven en el ambiente social y los sentimientos de sus respectivas clases. El trabajo tiene aquí el mismo carácter capitalista que en todos los demás sectores; esto constituye su naturaleza esencial más profunda, por debajo de las diferencias superficiales que implican las condiciones un poco mejores o peores de trabajo.
El trabajo bajo el capitalismo, en su naturaleza esencial, es un sistema en el cual se exprime al obrero al máximo. Hay que impulsar a los trabajadores a que realicen el máximo esfuerzo, hasta el límite de su capacidad, sea mediante severa coacción o con las artes más suaves de la persuasión. El capital mismo se ve coaccionado; si no puede competir, si las ganancias son inadecuadas, el negocio se hunde. Contra esta presión los trabajadores se defienden mediante una resistencia instintiva permanente. Si no lo hicieran, si se entregaran voluntariamente, les sacarían todavía más que su capacidad de trabajo diario. El capitalista se apoderaría de sus reservas de capacidad corporal y su poder vital se agotaría antes de tiempo, como ocurre en cierta medida en la actualidad; el resultado sería la degeneración, la aniquilación de la salud y la fuerza, tanto de los obreros mismos como de su prole. De modo que deben resistir. Así, todo taller, toda empresa, aun fuera de épocas de conflictos agudos, de huelgas o reducciones de salarios, es escena de una constante guerra silenciosa, de una perpetua lucha, de presión y contrapresión. Con altibajos, debido a esta lucha se establece una cierta norma de salarios, horarios y ritmos de trabajo, que mantiene a los obreros justo en el límite de lo que es tolerable e intolerable (si es intolerable, se afecta al total de la producción). De aquí que las dos clases, los trabajadores y los capitalistas, aunque tengan que tolerarse recíprocamente en el curso diario del trabajo, en su más profunda esencia, debido a sus opuestos intereses, serán enemigos implacables, que viven, cuando no luchan, en una especie de paz armada.
El trabajo en sí mismo no es repulsivo. El trabajo para atender a las propias necesidades es algo impuesto al hombre por la naturaleza. Como todos los otros seres vivientes, el hombre tiene que emplear sus fuerzas para procurarse alimentos. La naturaleza le ha dado órganos corporales y capacidad mental, músculos, nervios y cerebro para satisfacer esta necesidad. Las necesidades y medios están armoniosamente adaptados entre sí en el curso regular de la vida. De modo que el trabajo, como el uso normal de los miembros y de sus capacidades, es un impulso normal, tanto para el hombre como para el animal. Sin duda, en la necesidad de procurarse alimento y protección hay un elemento de coacción. La libre espontaneidad en el uso de los músculos y los nervios, todos a su turno y según la ocurrencia del momento, en el trabajo o en el juego, reside en el fondo de la naturaleza humana. La coacción que ejercen las necesidades obliga al hombre a realizar regularmente su trabajo, a suprimir el impulso del momento, a emplear a fondo sus capacidades, a mostrar una paciente perseverancia y control de sí mismo. Pero este autocontrol, necesario como es para la preservación de uno mismo, de la familia y de la comunidad, proporciona la satisfacción de vencer los impedimentos que se encuentran en uno mismo o en el ambiente circundante, y procura la orgullosa sensación de que se logran los fines que uno mismo se ha impuesto. Fijado por su carácter social, por la práctica y la costumbre en la familia, la tribu o la aldea, el hábito del trabajo regular llega a transformarse a su vez en una nueva naturaleza, en un modo natural de vida, en una unidad armoniosa de necesidades y capacidades, de deberes y disposiciones. Así, en el caso de las actividades agrícolas, la naturaleza circundante se transforma en un hogar seguro mediante un trabajo vitalicio pesado o plácido. Así, en todos los pueblos, cada uno en su manera individual, la vieja artesanía dio a los a anos el goce de aplicar su habilidad y fantasía a la confección de cosas buenas y hermosas para el uso.
Todo esto murió desde que el capital se hizo dueño del trabajo. En la producción para el mercado, para la venta, los bienes son mercancías que aparte de su utilidad para el comprador, tienen un valor de cambio que incluye el trabajo que costó hacerlos; este valor de cambio determina el dinero que estos bienes producen. Anteriormente un obrero en una cantidad moderada de horas -que dejaban tiempo para esfuerzos intensos ocasionales- podía producir lo suficiente para vivir. Pero el beneficio del capital consiste en lo que el trabajador puede producir por añadidura a lo que necesita para vivir. Cuanto más valor produce y menos es el valor de lo que consume, tanto mayor es la plusvalía de que se apodera el capitalista. Por consiguiente, se reducen las necesidades vitales del obrero, se rebaja al menor nivel posible su estándar de vida, se aumenta su horario de trabajo y se acelera el ritmo de la tarea. Entonces el trabajo pierde del todo su viejo carácter de uso placentero del cuerpo y los miembros. Entonces el trabajo se vuelve una maldición y un ultraje. Y éste sigue siendo su verdadero carácter, por más que se lo mitigue con leyes sociales y la acción de los sindicatos, resultados de la desesperada resistencia de los trabajadores contra su insoportable degradación. Lo que ellos pueden obtener es evitar que el capitalismo se abuse crudamente y forzarlo a una explotación normal. Aun entonces el trabajo, al realizarse bajo el capitalismo, conserva su carácter profundo de labor inhumana: los obreros compelidos por la amenaza del hambre a extremar sus esfuerzos a órdenes de otros, para provecho de otros, sin un genuino interés, en la fabricación monótona de cosas carentes de atractivo o malas, impulsados al máximo de lo que puede soportar un cuerpo agotado por el trabajo, se desgastan totalmente a edad temprana. Economistas ignorantes, no familiarizados con la naturaleza del capitalismo, al observar la fuerte aversión de los trabajadores ante su tarea concluyen que el trabajo productivo, por su naturaleza misma, es repulsivo al hombre y se lo debe imponer mediante severos recursos de coerción a una humanidad no dispuesta a realizarlo.
Por supuesto, los trabajadores no perciben siempre conscientemente este carácter de su trabajo. A veces la naturaleza original del trabajo, como un ansia impulsiva de acción que produce contentamiento, se afirma a sí misma. Especialmente en el caso de los jóvenes, ignorantes de la naturaleza del capitalismo y ansiosos por mostrar su capacidad como trabajadores plenamente calificados, que se sienten además como poseedores de una fuerza de trabajo inagotable. El capitalismo tiene sus astutas maneras de explotar esta disposición. Posteriormente, al aumentar las solicitaciones y deberes respecto de la familia, el trabajador se encuentra atrapado entre la presión de la coerción y el límite de su capacidad, como si tuviera grillos cada vez más apretados de los que no logra deshacerse. Y al final, cuando siente que sus fuerzas decaen a una edad que para el hombre de la clase media es la época de capacidad plena y madura, tiene que sufrir la explotación con una resignación tácita y temiendo continuamente que lo hagan a un lado como una herramienta agotada.
Por malo y condenable que sea el trabajo bajo el capitalismo, es peor aún la falta de trabajo. Como cualquier otra mercancía, la fuerza de trabajo a veces no encuentra comprador. La libertad problemática del trabajador para elegir su patrón va apareada a la libertad del capitalista para contratar o despedir a sus operarios. En el continuo desarrollo del capitalismo, en la fundación de nuevas empresas y la declinación o colapso de las viejas, los trabajadores se ven llevados de aquí para allá, se los acumula en un lado y se los despide de otro. Así, deben considerarse bastante afortunados cuando se les permite dejarse explotar. Entonces perciben que están a merced del capital. Que sólo con el consentimiento de los dueños tienen acceso a las máquinas que esperan que ellos las manejen.
El desempleo es el peor flagelo de la clase trabajadora bajo el capitalismo. Es inherente al capitalismo. Como un rasgo que se repite permanentemente acompaña a las crisis y depresiones periódicas, que durante todo el reinado del capitalismo devastaron a la sociedad a intervalos regulares. Estas crisis son consecuencia del desorden de la producción capitalista. Cada capitalista como dueño independiente de su empresa está en libertad para manejada a su voluntad, para producir lo que considera provechoso o para cerrar la fábrica cuando disminuyen sus ganancias. En contradicción con la cuidadosa organización que reina dentro de la fábrica, hay una completa falta de organización en la totalidad de la producción social. El rápido aumento del capital a través de las ganancias acumuladas, la necesidad de lograr beneficios también para el nuevo capital, impulsa un rápido crecimiento de la producción, que inunda el mercado con bienes invendibles. Entonces ocurre el colapso, que no sólo reduce los beneficios y destruye el capital superfluo, sino que también elimina de las fábricas a la multitud acumulada de trabajadores, forzándolos a depender de sus propios recursos o de una mezquina caridad. Entonces bajan los salarios, las huelgas son ineficaces, las masas de los desocupados pesan como una fuerte carga sobre las condiciones de trabajo. Lo que se ganó con duras luchas en épocas de prosperidad se pierde a menudo en épocas de depresión. El desempleo fue siempre el principal impedimento que se opuso a una elevación continua del estándar de vida de la clase trabajadora.
Ha habido economistas que alegaron que mediante el desarrollo contemporáneo de las grandes empresas comerciales desaparecería esta perniciosa alternancia de crisis y prosperidad. Esos economistas esperaban que los carteles y los trusts, que monopolizan grandes ramas de la industria, aportaran un cierto monto de organización que contrarrestaría el desorden de la producción y reduciría su irregularidad. No tomaron en cuenta que subsiste la causa principal, es decir, la avidez de ganancia, que impulsa a los grupos organizados a entablar una competencia más encarnizada, ahora con fuerzas más poderosas. La incapacidad del capitalismo contemporáneo para remediar su desorden apareció con siniestra luz en la crisis mundial de 1930. Durante largos años la producción parecía haberse arruinado definitivamente. En todo el mundo millones de trabajadores, de campesinos e incluso de intelectuales quedaron reducidos a vivir de la asistencia social que los gobiernos se vieron obligados a proveer. En esta crisis de producción se originó la actual crisis bélica.
En esta crisis la humanidad pudo percibir a plena luz el verdadero carácter del capitalismo y la imposibilidad de mantenerlo. Había millones de personas que carecían de los medios necesarios para atender sus necesidades vitales. Había millones de trabajadores con fuertes brazos, deseosos de trabajar; había máquinas en miles de talleres, listas para entrar en funcionamiento y producir abundancia de mercancías. Pero no era permitido. La propiedad capitalista de los medios de producción se interponía entre los trabajadores y las máquinas. Esta propiedad, afirmada en caso necesario mediante el poder de la policía y del Estado, impidió que los operarios tocaran las máquinas y produjeran todo lo que ellos mismos y la sociedad necesitaban para su existencia. Las máquinas tenían que permanecer detenidas oxidándose, y los trabajadores tenían que permanecer ociosos y sufrir necesidad. ¿Por qué? Porque el capitalismo es incapaz de manejar los poderosos recursos técnicos y productivos de la humanidad para que cumplan con su finalidad original, que es la de proveer a las necesidades de la sociedad.
Sin duda, el capitalismo está tratando ahora de introducir alguna clase de organización y de planeamiento de la producción. Su avidez insaciable de ganancia no puede satisfacerse dentro de los viejos dominios; se ve impulsado a expandirse por todo el mundo, a apoderarse de los recursos, a abrir los mercados, a someter a los pueblos de otros continentes. En una feroz competencia cada uno de los grupos capitalistas debe tratar de conquistar o conservar para sí mismos las regiones más ricas del mundo. Mientras la clase capitalista en Inglaterra, Francia, Holanda realizó fáciles ganancias mediante la explotación de ricas colonias, conquistadas en guerras anteriores, el capitalismo alemán con su energía, sus capacidades, su rápido desarrollo, como había llegado demasiado tarde a la división del mundo colonial sólo podía lograr su parte esforzándose por conseguir el poder mundial mediante la preparación para la guerra mundial. Tenía que ser el agresor, mientras los otros eran los defensores. Así fue el primero en poner en acción y organizar todos los poderes de la sociedad con este propósito; y luego los demás tuvieron que seguir su ejemplo.
En esta lucha por la vida entre las grandes potencias capitalistas ya no podía permitirse que persistiera la ineficiencia del capitalismo privado. El desempleo era entonces un desperdicio insensato, más aún, criminal, de mano de obra que se necesitaba angustiosamente. Una organización estricta y prolija debía asegurar el pleno uso de toda la fuerza de trabajo y de la capacidad de lucha de la nación. En ese momento se mostró también desde otro ángulo igualmente siniestro el carácter insostenible del capitalismo. El desempleo se transformó en su opuesto, el trabajo compulsivo. El trabajo compulsivo y la lucha en las fronteras, donde millones de hombres fuertes y jóvenes, mediante los medios más refinados de destrucción, se mutilan, matan, exterminan, aniquilan unos a otros, en bien del poder mundial de sus patrones capitalistas. El trabajo compulsivo en las fábricas donde todo el resto, mujeres y niños incluidos, están produciendo asiduamente cada vez más cantidad de estas máquinas de muerte, mientras la producción de los bienes necesarios para la vida se ve reducida al mínimo absoluto. ¡La escasez y la falta de todo lo que es necesario para la vida y el retroceso a las formas más pobres y tremendas de barbarie es el resultado del gran desarrollo de la ciencia y la técnica, es el fruto glorioso del pensamiento y del trabajo de tantas generaciones! ¿Por qué? Porque pese a toda la cháchara engañosa acerca de la comunidad y la camaradería, el capitalismo organizado es además incapaz de manejar las ricas potencialidades productivas de la humanidad para su verdadero propósito, y las emplea en cambio para la destrucción.
Así, la clase trabajadora se ve enfrentada con la necesidad de tomar ella misma la producción en sus manos. Hay que sustraer el dominio sobre las máquinas y sobre los medios de producción de las indignas manos que abusan de él. Esta es la causa común de todos los productores, de todos los que realizan el real trabajo productivo en la sociedad, los obreros, los técnicos, los campesinos. Pero de los trabajadores, que son los que sufren sobre todo y en forma permanente por la acción del sistema capitalista, y, además, constituyen la mayoría de la población, depende la liberación de ellos mismos y del mundo y la liquidación de esta plaga. Deben administrar los medios de producción. Deben ser dueños de las fábricas, dueños de su propio trabajo, para poder orientarlo a su voluntad. Entonces las máquinas se aplicarán a su verdadero uso, que es la producción de una abundancia de bienes para proveer a las necesidades vitales de todos.
Esta es la tarea de los trabajadores en los días futuros. Este es el único camino hacia la libertad, ésta es la revolución para la cual la sociedad está madurando. Mediante tal revolución se invertirá del todo el carácter de la producción; nuevos principios formarán la base de la sociedad. En primer lugar, porque cesará la explotación. La producción del trabajo común (pertenecerá a) todos los que tomen parte en él. No habrá más plusvalía para el capital; se terminará con la pretensión de los superfluos capitalistas de disponer de una parte de lo que se produce.
Más importante aún que la cesación de su parte en la producción, es la cesación de su mando sobre la producción. Una vez que los operarios sean dueños de los talleres, los capitalistas perderán su poder de dejar en desuso las máquinas, esas riquezas de la humanidad, precioso producto del esfuerzo mental y manual de tantas generaciones de trabajadores y pensadores. Con los capitalistas desaparecerá su poder de dictar qué lujos superfluos o qué fruslerías se producirán. Cuando los trabajadores tengan bajo su mando las máquinas, las utilizarán para la producción de todo lo que requiere la vida de la sociedad.
Esto sólo será posible combinando todas las fábricas, como miembros separados de un solo cuerpo, para formar un sistema bien organizado de producción. La vinculación que bajo el capitalismo es resultado fortuito de la competencia y la comercialización a ciegas, dependiente de la compra y la venta, será entonces objeto de planeamiento consciente. Además, en lugar de los intentos parciales e imperfectos de organización del capitalismo contemporáneo, que sólo llevan a una lucha y una destrucción más encarnizadas, habrá una organización perfecta de la producción, que se traducirá en un sistema de colaboración a nivel mundial, pues las clases productoras no pueden ser competidoras, sino sólo colaboradoras.
Estas tres características de la nueva producción significan un nuevo mundo. La cesación del beneficio para el capital, la cesación del desempleo de máquinas y hombres, la adecuada regulación consciente de la producción, el aumento de ésta mediante una organización eficiente, darán a cada trabajador una mayor cantidad de producto con menos trabajo. Entonces estará expedito el camino para un mayor desarrollo de la productividad. Mediante la aplicación de todos los progresos técnicos la producción aumentará en tal medida que la abundancia para todos se unirá a la desaparición del trabajo penoso.

2. El derecho y la propiedad
Tal cambio en el sistema de trabajo significa un cambio en el derecho. No se trata, por supuesto, de que los parlamentos o congresos deban aprobar primero nuevas leyes. Concierne a cambios en la profundidad de la sociedad (en las costumbres y prácticas sociales), mucho más allá del alcance de cosas temporarias tales como las leyes parlamentarias. Se relaciona con leyes fundamentales no de un solo país, sino de la sociedad humana, fundada en las convicciones del hombre acerca del Derecho y la Justicia.
Estas leyes no son inmutables. Sin duda, las clases gobernantes de todas las épocas han tratado de perpetuar la estructura jurídica existente proclamando que se basa en la naturaleza, que está fundada en los derechos eternos del hombre o santificada por la religión. Esto, con el fin de mantener sus prerrogativas y condenar a las clases explotadas a una perpetua esclavitud. La evidencia histórica, por el contrario, muestra que las leyes cambiaron continuamente según los cambiantes sentimientos acerca de lo que era justo e injusto.
El sentido de lo justo y lo injusto, la conciencia de la justicia en los hombres, no es accidental. Se desarrolla irresistiblemente, por naturaleza, a partir de lo que ellos experimentan como condiciones fundamentales de su vida. La sociedad debe vivir; así, las relaciones de los hombres deben reglamentarse de manera -y a esto provee la ley- que la producción de lo necesario para la vida siga adelante sin impedimentos. Lo justo es lo esencialmente bueno y necesario para la vida. No sólo útil para el momento, sino necesario en general; no para la vida de individuos en particular sino para los pueblos en general, para la comunidad; no para beneficio de intereses personales o temporales, sino para el bienestar común y duradero. Si cambian las condiciones de vida, si el sistema de producción se desarrolla y adopta nuevas formas, cambiarán las relaciones entre los hombres, junto con ellas cambiará el sentimiento de éstos acerca de lo que es justo e injusto y tendrá que alterarse la estructura jurídica.
Esto se ve muy claramente en el caso de las leyes que reglamentan el derecho de propiedad. En el estado original salvaje y bárbaro, la tierra se consideraba como perteneciente a la tribu que vivía en ella cazando o apacentando sus rebaños. Expresándolo en nuestros términos deberíamos decir que la tierra era propiedad común de la tribu, que la utilizaba para obtener su sustento y la defendía contra otras tribus. Las armas y herramientas de factura personal eran accesorios del individuo, y por lo tanto constituían una especie de propiedad privada -aunque no en el sentido consciente y exclusivo que damos nosotros a esta palabra-, como consecuencia de los fuertes vínculos mutuos que existían entre los hombres de la tribu. No las leyes, sino el uso y la costumbre regulaban sus relaciones mutuas. Esos pueblos primitivos, incluso los pueblos agrícolas de épocas posteriores (como los campesinos rusos de antes de 1860), no podían concebir la idea de la propiedad privada de un trozo de tierra, tal como nosotros no podemos concebir la idea de la propiedad privada de una región del aire.
Estas reglamentaciones tuvieron que cambiar cuando las tribus se asentaron y expandieron, despejaron los bosques y se disolvieron en individuos separados (es decir, familias), cada uno de los cuales trabajaba un lote por su cuenta. Cambiaron aún más cuando la artesanía se separó de la agricultura, cuando pasó de ser el trabajo casual de todos a ser el trabajo continuo de algunos; cuando los productos se transformaron en mercancías que se vendían en comercio regular y estaban destinados a ser consumidos por otras personas que no eran sus productores. Es muy natural que entre el campesino que trabajaba un trozo de tierra, que lo mejoraba, que realizaba su tarea según su propia voluntad sin interferencia de otros, tuviera la libre disposición de la tierra y de las herramientas; que el producto fuera suyo; que la tierra y el producto fueran su propiedad. Podía ser necesario imponer restricciones. Para la defensa, en la Edad Media, en forma de obligaciones feudales contingentes. Es muy natural que el artesano, por ser el único que manejaba sus herramientas, tuviera disposición exclusiva de ellas, así como de las cosas que fabricaba; que fuera el único dueño.
Así, la propiedad privada se transformó en la ley fundamental de una sociedad fundada en unidades laborales de pequeña escala. Sin que se lo formulara expresamente, se sentía como un derecho necesario que cualquiera que manejara en forma exclusiva las herramientas, la tierra, el producto, debiera ser dueño de ellos, tener libre disposición de ellos. La propiedad privada de los medios de producción pertenece como atributo jurídico necesario al pequeño comercio.
Siguió siendo así cuando el capitalismo llegó a constituirse en dueño de la industria. Se lo expresó en forma aún más consciente, y la Revolución Francesa proclamó la libertad, la igualdad y la propiedad como Derechos fundamentales del ciudadano. Se aplicó simplemente el concepto de propiedad privada de los medios de producción, cuando en lugar de algunos aprendices, el maestro artesano contrataba a una cantidad mayor de servidores para que lo asistieran, trabajaran con sus herramientas e hicieran productos para que él los vendiera. Mediante la explotación del poder de trabajo de los operarios, las fábricas y las máquinas, como propiedad privada del capitalista, llegaron a constituir la fuente de un aumento inmenso y cada vez mayor del capital. En este caso la propiedad privada cumplía una nueva función en la sociedad. Como propiedad capitalista, aportó un creciente poder y riqueza a la nueva clase gobernante, los capitalistas, y les permitió desarrollar acentuadamente la productividad del trabajo y ampliar su dominio sobre la tierra. Así, esta institución jurídica, pese a la degradación y miseria de los trabajadores explotados, se considero como buena y beneficiosa, e incluso necesaria, pues parecía prometer un progreso ilimitado a la sociedad.
Sin embargo, este desarrollo fue cambiando gradualmente el carácter íntimo del sistema social. Y con ello cambió una vez más la función de la propiedad privada. Al inventarse las compañías por acciones se extinguió el carácter dual del capitalista propietario de fábrica, que dirigía la producción y a la vez embolsaba la plusvalía. El trabajo y la propiedad, que en tiempos antiguos estaban íntimamente vinculados, quedaron separados. Los propietarios son los tenedores de las acciones, que viven fuera del proceso de producción, ociosos en residencias campestres distantes y quizá jugando a la bolsa. Un accionista no tiene ninguna vinculación directa con el trabajo. Su propiedad no consiste en herramientas con las que trabaje. Su propiedad consiste solamente en trozos de papel, en acciones de empresas de las que ni siquiera sabe dónde están. Su función en la sociedad es la de un parásito. Su propiedad no significa que mande y dirija las máquinas; esto es derecho exclusivo del director. Sólo significa que puede reclamar un cierto monto de dinero sin haber trabajado para ganarlo. La propiedad que tiene en su mano, sus acciones, son certificados que testimonian su derecho -garantizado por la ley y el gobierno, por los tribunales y la policía- a participar en los beneficios; título de pertenencia como miembro a esa gran Sociedad para la Explotación del Mundo, que es el capitalismo.
El trabajo en las fábricas se realiza totalmente aparte de los accionistas. En este dominio el director y su equipo se preocupan cotidianamente de regular, inspeccionar, pensar en todo, mientras que los operarios trabajan y se afanan de la mañana a la noche, apresurados y maltratados. Todo el mundo tiene que esforzarse al máximo para rendir el mayor producto posible. Pero el producto de su trabajo común no es para quienes lo realizaron. Así como en los tiempos viejos los burgueses eran saqueados por pandillas de asaltantes de caminos, también ahora personas totalmente extrañas a la producción se presentan y sobre la base del crédito de los papeles que poseen (como propietarios registrados de una póliza), se apoderan de la parte principal de la producción. No lo hacen por la violencia; sin tener que mover un dedo lo encuentran acreditado en su cuenta automáticamente. A quienes hicieron en conjunto el trabajo de producción sólo les queda un pobre jornal o un moderado salario; todo el resto es dividendo que va a parar a los accionistas. ¿Es esto una locura? Es la nueva función de la propiedad privada de los medios de producción. Es simplemente la praxis de la vieja ley heredada, aplicada a las nuevas formas de trabajo a las que ya no se adapta.
Vemos aquí cómo la función social de una institución jurídica como consecuencia del cambio gradual de la forma de producción, sirve a un propósito que es precisamente el inverso del original. La propiedad privada que constituía al comienzo un medio para proporcionar a todos la posibilidad de realizar un trabajo productivo, se está transformando ahora en el medio de impedir que los trabajadores utilicen libremente los instrumentos de producción. Mientras era originariamente un medio para asegurar a los trabajadores los frutos de su trabajo, se ha transformado ahora en un medio para privar a los trabajadores del fruto de su labor, en beneficio de una clase de parásitos inútiles.
¿Cómo es posible, entonces, que una ley tan anticuada tenga aún tal preponderancia sobre la sociedad? En primer lugar, porque la numerosa clase media y la gente de los pequeños negocios, los campesinos y los artesanos independientes se aferran a ella, en la creencia de que les asegura su pequeña propiedad y su nivel de vida; pero con el resultado de que a menudo, con sus posesiones hipotecadas, son víctimas de la usura y del capital bancario. Cuando dicen: soy mi propio dueño, quieren decir: no tengo que obedecer a un dueño extraño; la comunidad en el trabajo, en forma de iguales que colaboran entre sí, escapa de lejos a su imaginación. En segundo lugar y principalmente, sin embargo, porque el poder del Estado, con su fuerza militar y policial, mantiene en vigencia la vieja ley en beneficio de la clase gobernante, es decir, de los capitalistas.
Ahora bien, en la clase trabajadora la conciencia de esta contradicción está surgiendo en forma de un nuevo sentido del Derecho y de la Justicia. El viejo derecho, a través del desarrollo del pequeño comercio hasta llegar al gran comercio, se ha transformado en injusticia, y como tal se lo siente. Contradice la regla obvia de que quienes hacen el trabajo y manejan el equipo deben disponer de él para ordenar y ejecutar la tarea de la mejor manera posible. La pequeña herramienta, el pequeño lote podía manejarse y laborarse por la acción de una sola persona junto con su familia. Así, (esa persona que disponía) del instrumento o del lote, era su propietario. Las grandes máquinas, las fábricas, las grandes empresas, sólo pueden manejarse y trabajarse por obra de un cuerpo organizado de operarios, una comunidad de fuerzas en colaboración. Este cuerpo, la comunidad, debe disponer entonces de ellas para ordenar el trabajo de acuerdo con su voluntad común. Esta propiedad común no significa una propiedad en el viejo sentido de la palabra, como el derecho de usar o abusar a voluntad. Cada empresa es (sólo parte) del aparato productivo total de la sociedad, de modo que el derecho de cada cuerpo o comunidad de productores está limitado por el derecho superior de la sociedad y tiene que ejercerse en vinculación regular con los demás.
La propiedad común no debe confundirse con la propiedad pública. En la propiedad pública, defendida a menudo por notables reformadores sociales, el Estado u otro cuerpo político es dueño de la producción. Los trabajadores no son los dueños de su trabajo, sino que reciben órdenes de funcionarios estatales, que lideran y dirigen la producción. Cualesquiera sean las condiciones de trabajo, por más humano y considerado que sea el trato, el hecho fundamental es que no son los trabajadores, sino los funcionarios, los que disponen de los medios de producción y del producto, manejan todo el proceso, deciden qué parte del producto se reservará para innovación, para mejoras, para gastos sociales, y qué parte les tocará a los trabajadores y qué parte a ellos mismos. En síntesis, los trabajadores aún reciben salarios, una parte del producto determinada por los dueños. Bajo la propiedad pública de los medios de producción, los trabajadores están aún sujetos a la clase dominante y son explotados por ésta. La propiedad pública es un programa de la clase media que propugna una forma modernizada y disfrazada de capitalismo. La propiedad común en manos de los productores es la única meta posible de los trabajadores.
Así, la revolución del sistema de producción se vincula Íntimamente con una revolución en el plano del derecho. Se basa en un cambio en las convicciones más profundas acerca del Derecho y la Justicia. Cada sistema de producción consiste en la aplicación de una cierta técnica, combinada con una cierta Ley que regula las relaciones de los hombres en su trabajo fijando sus derechos y obligaciones. La técnica de las pequeñas herramientas combinada con la propiedad privada significa una sociedad de pequeños productores en competencia libre y pareja. La técnica de las grandes máquinas, combinada con la propiedad privada, significa capitalismo. La técnica de las grandes máquinas, combinada con la propiedad común, significa una humanidad que colabora libremente. Así, el capitalismo es un sistema intermedio, una forma transicional que resulta de la aplicación del viejo derecho a las nuevas técnicas. Mientras el desarrollo técnico acrecentó enormemente los poderes del hombre, el derecho heredado que reglamentaba el uso de estos poderes subsistió casi sin cambio. No es sorprendente que resultara inadecuado, y que la sociedad se viera expuesta a tales zozobras. Este es el sentido más profundo de la actual crisis social. La humanidad simplemente omitió adaptar a tiempo su viejo derecho a sus nuevos poderes técnicos. Por lo tanto, sufre ahora de ruinas y destrucción.
La técnica es un determinado poder. Sin embargo, su rápido desarrollo es obra del hombre, resultado natural del pensamiento sobre el trabajo, de la experiencia y el experimento, del esfuerzo y la competencia. Pero una vez establecida, su aplicación es automática, escapa a nuestra libre elección y se impone como una determinada fuerza de la naturaleza. No podemos volver atrás, como hubieran deseado los poetas, y retrotraemos al uso general de las pequeñas herramientas de nuestros predecesores. El derecho, en cambio, debe instituirlo el hombre con un designio consciente. Según se lo estatuye, determina la libertad o la esclavitud del hombre respecto del hombre y de su equipamiento técnico.
Como el derecho heredado, a consecuencia del silencioso desarrollo de la técnica, se transformó en un medio de explotación y opresión, llegó a convertirse en un objeto de discordia entre las clases sociales, o sea la clase explotadora y la explotada. Mientras la clase explotada reconoce obedientemente la ley en vigencia como Derecho y Justicia, su explotación sigue siendo legal y no cuestionada. Cuando va surgiendo luego gradualmente en las masas una creciente conciencia de su explotación, despiertan al mismo (tiempo) en ellas nuevas concepciones de lo Justo. Con el creciente sentimiento de que la ley existente es contraria a la justicia, las masas se sienten movidas a cambiarla y a hacer que sus convicciones acerca de lo justo y de la justicia constituyan la ley de la sociedad. Eso significa que no basta el sentimiento de que uno padece injusticia. Sólo cuando en las grandes masas de trabajadores este sentimiento se desarrolle y transforme en convicciones claras y profundas acerca de lo Justo, que se difundan por todo su ser llenándolo de una firme determinación y un enérgico entusiasmo, podrán éstas desarrollar la fuerza necesaria para revolucionar la estructura social. Y aun esto sólo será la condición preliminar. Para establecer el nuevo orden se requerirá una dura y larga lucha con el fin de superar la resistencia de la clase capitalista, que defiende su dominio con todas sus fuerzas.

3. La organización de las fábricas
La idea de la propiedad común de los medios de producción está entonces comenzando a penetrar en el espíritu de los trabajadores. Una vez que perciban que el nuevo orden, su propio dominio sobre el trabajo, es una cuestión de necesidad y de justicia, todos sus pensamientos y todas sus acciones se consagrarán a su realización. Saben que no se lo puede lograr enseguida; será inevitable pasar por un largo período de lucha. Para quebrar la empecinada resistencia de las clases dominantes los trabajadores tendrán que aplicar sus máximas fuerzas. Deben desarrollar todos los poderes de espíritu y carácter, de organización y conocimiento, que sean capaces de reunir, y ante todo deben tener en claro ellos mismos cuál es el fin que persiguen y qué significa este nuevo orden.
El hombre, cuando tiene que hacer un trabajo, primero lo concibe en su mente como un plan, como un designio más o menos consciente. Esto distingue las acciones del hombre de las acciones instintivas de los animales. Esto también vale en principio, respecto de las luchas comunes, de las acciones revolucionarias de las clases sociales. No enteramente, sin duda; hay una gran cantidad de impulsos espontáneos no premeditados en sus estallidos de apasionada revuelta. Los trabajadores en lucha no son un ejército conducido según un plan netamente concebido de acción por un equipo de líderes capaces. Son una masa de personas que surgen gradualmente de la sumisión y de la ignorancia y llegan poco a poco a cobrar conciencia de su explotación, impulsados una y otra vez a luchar en pos de mejores condiciones de vida, y que desarrollan gradualmente su capacidad. Surgen en sus corazones nuevos sentimientos, nuevos pensamientos en su cabeza acerca de la manera en que podría y debería estructurarse el mundo. Nuevos deseos, nuevos ideales, nuevos propósitos llenan su mente y dirigen su voluntad y acción. Sus propósitos toman gradualmente una forma más concisa. Al comienzo sólo se trata de la simple lucha por mejores condiciones de trabajo, pero luego los propósitos se van transformando en la idea de que es necesario reorganizar fundamentalmente la sociedad. Hace ya varias generaciones que el ideal de un mundo sin explotación y sin opresión se ha posesionado de la mente de los trabajadores. En la actualidad la concepción de que los trabajadores dominen los medios de producción y dirijan por sí mismos su trabajo, surge en forma cada vez más intensa en su espíritu.
A esta nueva organización del trabajo debemos dedicar nuestra investigación y esclarecimiento para nosotros mismos y para los demás, consagrándole las mejores capacidades de nuestra mente. No podemos idearla como una fantasía; la derivamos de las reales condiciones y necesidades del trabajo actual y de los obreros actuales. No podemos, por supuesto, describirla en detalle; no conocemos las futuras condiciones que determinarán sus formas precisas. Estas formas se configurarán en la mente de los trabajadores cuando éstos enfrenten la tarea. Debemos contentamos por ahora con rastrear sólo los lineamientos generales, las ideas conductoras que dirigirán las acciones de la clase trabajadora. Serán como estrellas guía que en todas las vicisitudes de la victoria y la adversidad en la lucha, del éxito y el fracaso en la organización orientarán permanentemente la vista hacia la gran meta. Hay que dilucidarlas no con descripciones minuciosas en detalle, sino sobre todo comparando los principios del nuevo mundo con las formas conocidas de las organizaciones existentes.
Cuando los obreros se apoderen de las fábricas para organizar el trabajo surgirá ante ellos una inmensidad de problemas nuevos y difíciles. Pero también dispondrán de una inmensidad de nuevos poderes. Un nuevo sistema de producción nunca es una estructura artificial que se implante a voluntad. Surge como un proceso irresistible de la naturaleza, como una convulsión que conmueve a la sociedad en sus más profundas entrañas, evocando las fuerzas y pasiones más poderosas del hombre. Es el resultado de una lucha de clases tenaz y probablemente larga. Las fuerzas requeridas para la construcción sólo pueden desarrollarse y crecer plenamente en esta lucha.
¿Cuáles son los fundamentos de la nueva sociedad? Son las fuerzas sociales de la camaradería y la solidaridad, de la disciplina y el entusiasmo, las fuerzas morales del sacrificio de sí mismo y la devoción a la comunidad, las fuerzas espirituales del conocimiento, del valor y la perseverancia, la firme organización que liga a todas estas fuerzas en una unidad de propósitos, y todo el conjunto es el resultado de la lucha de clases. No se las puede preparar deliberadamente de antemano. Sus primeros rastros surgen en forma espontánea en los trabajadores a raíz de su situación de explotación común; y luego crecen incesantemente a través de las necesidades de la lucha, bajo la influencia de la experiencia y de la inducción e instrucción mutuas. Deben crecer porque su plenitud trae la victoria y su deficiencia la derrota. Pero aun después de un éxito en la lucha, los intentos de nueva construcción fracasarán en la medida en que las fuerzas sociales sean insuficientes y en que los nuevos principios no ocupen enteramente el corazón y la mente de los trabajadores. Y en este caso, puesto que la humanidad debe vivir, puesto que la producción debe proseguir, otros poderes, poderes de coerción, fuerzas dominantes y represoras, tomarán en sus manos la producción. Así, la lucha tendrá que recomenzarse hasta que las fuerzas sociales de la clase trabajadora hayan alcanzado la altura suficiente como para ser capaces de convertirse en dueñas de la sociedad y gobernarse a sí mismas.
La gran tarea de los trabajadores consiste en la organización de la producción sobre una nueva base. Tiene que comenzar con la organización dentro de la fábrica. El capitalismo también tenía una organización fabril cuidadosamente planeada; pero los principios de la nueva organización son totalmente distintos. La base técnica es la misma en ambos casos; es la disciplina de trabajo impuesta por la marcha regular de las máquinas. Pero la base social, las relaciones mutuas entre los hombres, son el opuesto exacto de lo que fueron. La colaboración de compañeros en un nivel de igualdad reemplaza al mando de los patrones y a la obediencia de los seguidores. El sentimiento del deber, la devoción a la comunidad, el elogio o reproche de los camaradas según los esfuerzos y logros, toman como incentivo el lugar que ocupan el temor del hambre y el perpetuo riesgo de perder el trabajo. En lugar de ser utensilios pasivos y víctimas del capital, los trabajadores se transforman en dueños y organizadores de la producción confiados en sí mismos, exaltados por el orgulloso sentimiento de estar cooperando activamente para que surja una nueva humanidad.
El cuerpo dominante en esta organización fabril es todo el conjunto de los trabajadores que colaboran en ella. Se reúnen para discutir los asuntos y en esas reuniones toman sus decisiones. Todos los que toman parte en el trabajo participan entonces en la regulación de las tareas comunes. Todo esto es evidente por sí mismo y normal, y el método parece ser idéntico al que se siguió cuando bajo el capitalismo grupos o sindicatos de trabajadores tenían que decidir por votación acerca de los asuntos comunes. Pero existen diferencias esenciales. En los sindicatos había virtualmente una división de tareas entre los funcionarios y los miembros; los funcionarios preparaban e ideaban las propuestas y los miembros votaban. Con el cuerpo fatigado y la mente agotada los trabajadores tenían que dejar a otros la concepción de las ideas; sólo en parte o en apariencia manejaban sus propios asuntos. Sin embargo, en el manejo común de los talleres, los operarios tienen que hacerlo todo por sí mismos, la concepción, la ideación y también la decisión. La devoción y la emulación desempeñan no sólo su papel en la tarea laboral de cada uno, sino que son aún más esenciales en la tarea común de regular el conjunto. En primer lugar, porque ésta es la causa común más importante, que ellos no pueden dejar a otros. En segundo lugar, porque trata de las relaciones mutuas que se establecen en su propio trabajo, tema en el cual todos están interesados y tienen competencia, y que por lo tanto exige profundas consideraciones por parte de ellos y una discusión exhaustiva para esclarecerlo. Así, no es sólo el esfuerzo corporal, sino aún más el esfuerzo mental que cada uno aporta al participar en la regulación general, lo que constituye el objeto de competencia y apreciación. Además, la discusión debe asumir un carácter distinto del que tiene en las sociedades y sindicatos bajo el capitalismo, donde hay siempre diferencias de interés personal. En este último caso, cada uno se preocupa, en su más profunda conciencia, de su propia salvaguardia, y las discusiones tienen que ajustar y suavizar estas diferencias en la acción común. En cambio, en la nueva comunidad laboral todos los intereses son esencialmente los mismos y todos los pensamientos se dirigen al propósito común de la organización cooperativa eficaz.
En las grandes fábricas y plantas los trabajadores son demasiado numerosos como para reunirlos en una sola asamblea, y su concurrencia simultánea no permitiría una discusión real y exhaustiva. En este caso las decisiones sólo pueden tomarse en dos pasos, mediante la acción combinada de asambleas de las distintas secciones de la planta, y asambleas de comités centrales de delegados. Las funciones y la práctica de estos comités no pueden establecerse con exactitud por adelantado; son enteramente nuevos y constituyen una parte esencial de la nueva estructura económica. Cuando enfrenten las necesidades prácticas, los trabajadores desarrollarán la estructura práctica. Sin embargo, parte de su carácter puede derivarse, en líneas generales, comparándolos con los cuerpos y organizaciones que conocemos.
En el viejo mundo capitalista los comités centrales de delegados son una institución bien conocida. Los tenemos en los parlamentos, en toda clase de cuerpos políticos, y en las juntas directivas de las sociedades y de los sindicatos. Están investidos de autoridad sobre sus electores, o incluso los gobiernan como dueños suyos. Con tales características, están de acuerdo con un sistema social en que hay una masa trabajadora de personas explotadas y mandadas por una minoría dirigente. Ahora, sin embargo, la tarea consiste en construir una forma de organización para un cuerpo de libres productores que colaboran entre sí y controlan real y mentalmente su acción productiva común, regulándola como iguales según su propia voluntad; en una palabra, un sistema social totalmente distinto. También en el mundo viejo tenemos consejos sindicales que administran los asuntos corrientes después que los miembros, reunidos a grandes intervalos, fijan la política general. Estos consejos tienen por misión tratar bagatelas cotidianas, no cuestiones vitales. Ahora, sin embargo, se trata de la base y esencia de la vida misma, del trabajo productivo, que ocupan y han ocupado continuamente la mente de todos como uno de los máximos objetivos de sus pensamientos.
Las nuevas condiciones de trabajo hacen que estos comités de fábrica sean algo totalmente diferente de cualquier otra cosa que conozcamos en el mundo capitalista. Son cuerpos centrales pero no gobernantes, y no hay ninguna junta de gobierno. Los delegados que los constituyen fueron enviados por asambleas seccionales con instrucciones especiales; vuelven a estas asambleas a informar acerca de la discusión y de su resultado, y después de una mayor deliberación los mismos delegados, u otros, pueden retornar a la instancia superior con nuevas instrucciones. De tal manera actúan como vínculos entre el personal de las distintas secciones. Tampoco hay cuerpos de comités de fábrica formados por expertos que provean las reglamentaciones directivas para la multitud no experta. Por supuesto, serán necesarios los expertos individualmente o en cuerpos, para que se ocupen de problemas especiales, de carácter técnico y científico. Sin embargo, los comités de fábrica tienen que encargarse de los trámites cotidianos, las relaciones mutuas, la reglamentación del trabajo, en que todo el mundo es experto, y, al mismo tiempo, parte interesada. Entre otras cosas, les corresponde poner en práctica lo que sugieren los expertos especializados. Tampoco son los comités de fábrica los cuerpos responsables por el buen manejo del conjunto, pues de ese modo todos los miembros podrían derivar su parte de responsabilidad y descargarla en una colectividad impersonal. Por el contrario, como este manejo incumbe a todos en común, pueden consignarse a determinadas personas tareas especiales a cumplir con su entera capacidad, con plena responsabilidad, en tanto cosechan los honores de lo que logren realizar.
Todos los miembros del personal, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, que toman parte en el trabajo como compañeros en un pie de igualdad, participan también en esta organización de fábrica, tanto en el trabajo real como en la regulación general. Por supuesto, habrá mucha diferencia en lo que respecta a las tareas personales, más fáciles o difíciles de acuerdo con la fuerza y capacidades, de carácter distinto según la inclinación y las especiales habilidades de cada uno. Y, por supuesto, las diferencias en lo que respecta a perspicacia en general servirán de base para dar preponderancia al consejo de los más inteligentes. Al comienzo, cuando haya, como herencia del capitalismo, grandes diferencias de educación y formación, la falta de buenos conocimientos técnicos y generales de las masas se sentirá como una grave deficiencia. Entonces el pequeño número de técnicos y científicos profesionales muy entrenados deben actuar como líderes técnicos, sin adquirir por ello una posición de mando o liderazgo social, sin obtener privilegios que no sean la estimación de sus compañeros y la autoridad moral que siempre se atribuyen a la capacidad y el conocimiento.
La organización de una fábrica es el ordenamiento consciente y la vinculación de todos los procedimientos separados para formar un conjunto. Todas estas interconexiones de operaciones mutuamente adaptadas pueden representarse en un esquema bien ordenado, una imagen mental del proceso real. Tal imagen estuvo presente en la primera planificación y en los mejoramientos y ampliaciones posteriores; también debe estar presente en la mente de todos los operarios que colaboran entre sí y deben familiarizarse cabalmente con lo que constituye un asunto de interés común. Tal como un mapa o un gráfico fijan o muestran en una imagen clara e inteligible para todas las conexiones que existen en una totalidad complicada, también en este caso el estado de la empresa total en cada momento, en todos sus desarrollos, debe hacerse visible mediante representaciones adecuadas. En forma numérica esto se hace mediante las anotaciones contables. La contabilidad registra y fija todo lo que ocurre en el proceso, de producción: qué materias primas entran a la fábrica, qué máquinas se adquieren, qué productos rinden, cuánto trabajo se aplica a los productos, cuántas horas trabaja cada operario, qué producto resulta. La contabilidad sigue y describe el flujo de los materiales a través del proceso de producción. Permite comparar continuamente, en informes globales, los resultados con las estimaciones previas realizadas durante la planificación. Así, la producción de la fábrica se transforma en un proceso mentalmente controlado.
El manejo capitalista de las empresas conoce también el control mental de la producción. También en este caso los procedimientos se representan mediante cálculos y procedimientos contables. Pero hay esta diferencia fundamental: el cálculo capitalista se adapta enteramente al punto de vista de la producción de ganancia. Maneja los precios y costos como datos fundamentales; el trabajo y los salarios son sólo factores en el cálculo de la ganancia resultante en el balance anual. En el nuevo sistema de producción, en cambio, las horas de trabajo constituyen el dato fundamental, sea que aún se las exprese, al comienzo, en unidades monetarias, o en su verdadera forma. En la producción capitalista, el cálculo y la contabilidad es un secreto de la dirección, de la oficina. No interesa a los trabajadores; éstos son los objetos de la explotación, son sólo factores en el cálculo del costo y el producto, accesorios que se agregan a las máquinas. En la producción bajo propiedad común, la contabilidad es cosa pública; está expuesta a la vista de todos. Los trabajadores tienen siempre una visión completa del curso que sigue todo el proceso. Sólo de esta manera están en condiciones de discutir diversas cuestiones en las asambleas seccionales y en los comités de fábrica, y de decidir sobre lo que hay que hacer. Además, los resultados numéricos se hacen visibles mediante tablas, estadísticas, gráficos y cuadros que despliegan la situación ante la vista. Esta información no se limita al personal de la fábrica; es una cuestión pública, abierta a toda la gente ajena. Cada fábrica es sólo un miembro en la producción social, y también la conexión de sus acciones con el trabajo exterior se expresa en la contabilidad. Así, el conocimiento pormenorizado de la producción que se está procesando en cada empresa es materia de conocimiento común para todos los productores.

4. La organización social
El trabajo es un proceso social. Cada empresa forma parte del cuerpo productivo de la sociedad. La producción social total se forma por la conexión y colaboración de todas las empresas. Como las células que constituyen un organismo viviente, las empresas no pueden existir aisladas y amputadas del cuerpo. Así, la organización del trabajo dentro de la fábrica es sólo la mitad de la tarea de los obreros. Por encima de ella, y como tarea aún más importante, está la unión de las empresas separadas, su combinación es una organización social.
Mientras que la organización dentro de la fábrica ya existía bajo el capitalismo y sólo había que reemplazarla por otra, basada en un nuevo fundamento, la organización social de todos los talleres en un conjunto es, o fue hasta años recientes, algo enteramente nuevo, sin precedentes. Tan profundamente nuevo, que durante todo el siglo XIX el establecimiento de esta organización, bajo el nombre de socialismo, se consideró como la tarea principal de la clase trabajadora. El capitalismo consistía en una masa no organizada de empresas independientes -una multitud de empleadores privados separados que avanzan a los codazos, como dice el programa del Partido Laborista-, vinculadas sólo por relaciones azarosas de mercados y competencia, con el resultado de las bancarrotas, la superproducción y la crisis, el desempleo y un enorme desperdicio de materiales y mano de obra. Para abolir esta situación, la clase trabajadora debía conquistar el poder político y utilizarlo para organizar la industria y la producción. Este socialismo de Estado se consideraba, entonces, como el primer paso hacia un nuevo desarrollo.
En los últimos años la situación ha cambiado hasta el punto de que el capitalismo mismo ha dado un primer paso con las organizaciones dirigidas por el Estado. Se ve impulsado a ello no sólo por el simple deseo de aumentar la productividad y los beneficios mediante una planificación racional de la producción. En Rusia hubo la necesidad de remediar el retraso del desarrollo económico mediante una deliberada y rápida organización de la industria que realizó el gobierno bolchevique. En Alemania se produjo la lucha por el poder mundial, que impulsó al control estatal de la producción y a la organización estatal de la industria. Esta lucha constituía una tarea tan pesada que sólo concentrando en manos del Estado el poder sobre todas las fuerzas productivas pudo la clase capitalista alemana tener una posibilidad de éxito. En la organización nacionalsocialista la propiedad y los beneficios -aunque fuertemente reducidos a raíz de las necesidades estatales- siguen estando en manos de los capitalistas privados, pero la disposición de los medios de producción, su dirección y manejo fue asumido por funcionarios oficiales. Mediante una organización eficiente se asegura al capital y al Estado que no se deteriore la producción de beneficios. Esta organización de la producción en gran escala se funda sobre los mismos principios que la organización dentro de la fábrica, es decir, sobre las órdenes personales del director general de la sociedad, el líder, la cabeza del Estado. Cuando el gobierno toma el control de la industria, la autoridad y la coerción ocupan el lugar de la anterior libertad de los productores capitalistas. El poder político de los funcionarios oficiales se ve grandemente robustecido por su poder económico, por su facultad de disponer acerca de los bienes de producción, que constituyen el fundamento de la sociedad.
El principio de la clase trabajadora es, en todos los respectos, exactamente el opuesto. La organización de la producción por los trabajadores se funda en la libre colaboración: no hay dueños ni servidores. La combinación de todas las empresas en una sola organización social ocurre según el mismo principio. El mecanismo para lograr este propósito deben construirlo los trabajadores.
Dada la imposibilidad de reunir a los trabajadores de todas las fábricas en una sola asamblea, el único medio que les queda para expresar su voluntad es la designación de delegados. Ha llegado a utilizarse en época reciente el nombre de consejos obreros para designar a tales cuerpos de delegados. Cada grupo o personal que trabaja en colaboración designa los miembros que en las asambleas del consejo deben expresar su opinión y su deseo. Estos tomaron parte activa en las deliberaciones de este grupo y llegaron a primer plano como defensores capaces de los puntos de vista que suscitaron el apoyo de la mayoría. Ahora se los envía como portavoces del grupo para confrontar estos puntos de vista con los de otros grupos, con el fin de llegar a una decisión colectiva. Aunque la capacidad personal de esos delegados desempeña un papel en lo que respecta a persuadir a los colegas y esclarecer los problemas, su peso no reside en su fuerza individual, sino en las fuerzas de la comunidad que los ha delegado. Lo que tiene peso no son las simples opiniones, sino aún más la voluntad y disposición del grupo a proceder de acuerdo con ellas. Diferentes personas actuarán como delegados según las diferentes cuestiones que surjan y los problemas que se vayan presentando.
El principal problema, que constituye la base de todo el resto, es la producción misma. Su organización tiene dos aspectos: el establecimiento de reglas y normas generales, y el trabajo práctico mismo. Deben establecerse normas y reglas generales para las relaciones mutuas en el trabajo, para los derechos y obligaciones. Bajo el capitalismo, la norma consiste en la orden del dueño, del director. Bajo el capitalismo de Estado consiste en la orden más poderosa del Líder, del gobierno central. Pero en la nueva sociedad todos los productores serán libres e iguales. En el campo económico del trabajo ocurrirá el mismo cambio que se produjo en siglos anteriores en el campo político, con el surgimiento de la clase media. Cuando el gobierno de los ciudadanos llegó a ocupar el lugar del monarca absoluto, esto no pudo significar que se substituía la voluntad arbitraria de éste por la voluntad arbitraria de todos. Significaba que en lo sucesivo leyes establecidas por la voluntad común regularían los derechos y deberes públicos. Así ahora, en el dominio del trabajo, la orden del dueño cederá el paso a las reglas fijadas en común, para regular los derechos y obligaciones sociales en la producción y el consumo. Formularlas será la primera tarea de los consejos obreros. No se trata de una tarea difícil ni de una cuestión de profundo estudio o seria discordancia. A cada trabajador le surgirán inmediatamente en la conciencia estas reglas como base natural de la nueva sociedad: el deber de cada uno de tomar parte en la producción de acuerdo con sus fuerzas y capacidad, el derecho de cada uno de gozar de su parte adecuada del producto colectivo.
¿Cómo se medirán las cantidades de trabajo invertido y las cantidades de producto a que cada uno tiene derecho? En una sociedad donde los bienes se producen directamente para el consumo no hay mercado para intercambiarlos; y ningún valor se establece automáticamente como expresión del trabajo contenido en ellos, a partir de los procesos de compra y venta. En este caso el trabajo invertido debe expresarse de una manera directa mediante el número de horas. La administración lleva un libro (registro) de horas de trabajo incluidas en cada pieza o cantidad de unidades del producto, así como de las horas invertidas por cada uno de los trabajadores. En los promedios respecto de todos los operarios de una fábrica, y finalmente, de todas las fábricas de la misma categoría, se atenúan las diferencias personales y los resultados personales se vuelven comparables entre sí.
En el primer período de transición, cuando hay que reparar muchas devastaciones, el primer problema consiste en construir el aparato de producción y mantener viva a la gente. Es muy posible que el hábito impuesto por la guerra y el hambre, de distribuir sin distinción las sustancias alimenticias indispensables, continúe simplemente sin modificaciones. Es muy probable que en tiempos de reconstrucción, cuando deben emplearse las fuerzas al máximo, cuando además los nuevos principios morales de trabajo común sólo se están formando gradualmente, el derecho de consumo se equipare al rendimiento del trabajo. El viejo dicho popular, de que el que no trabaja no debe comer, expresa un sentimiento instintivo de justicia. En este precepto se encuentra no sólo el reconocimiento de que el trabajo es la base de toda vida humana, sino también la proclamación de que ha terminado la explotación capitalista y la apropiación de los frutos del trabajo ajeno mediante los títulos de propiedad de una clase ociosa.
Esto no significa, por supuesto, que se distribuya el producto total entre los productores, de acuerdo con el tiempo que cada uno dedica. O, expresado de otra manera, que cada trabajador reciba, en forma de producto, exactamente la cantidad de horas invertidas en el trabajo. Debe dedicarse una considerable parte del trabajo a la propiedad común, al perfeccionamiento y ampliación del aparato productivo. Bajo el capitalismo parte de la plusvalía servía a este propósito; el capitalismo tenía que utilizar parte de su ganancia, acumulada en forma de nuevo capital, para innovar, ampliar y modernizar su equipo técnico, impulsado en su caso por la necesidad de no ser superado por sus competidores. Así, el progreso en la técnica ocurrió en formas de explotación. En la nueva forma de producción, este progreso es de interés común para los trabajadores. Lo más inmediato es que se mantengan vivos, pero construir las bases de la producción futura es la parte más gloriosa de su tarea. Tendrán que establecer qué parte del trabajo total se gastará en la fabricación de mejores máquinas y herramientas más eficientes, en la investigación y la experimentación, para facilitar el trabajo y mejorar la producción.
Además, parte del tiempo y trabajo total de la sociedad debe gastarse en actividades no productivas pero necesarias, en administración general, en educación, en servicios médicos. Los niños y los viejos recibirán su parte del producto sin los correspondientes aportes. Hay que mantener a las personas incapaces de trabajar; y especialmente en los primeros tiempos habrá una gran cantidad de desechos humanos dejados por el ex mundo capitalista. Probablemente prevalecerá la regla de que el trabajo productivo es la tarea de la parte más joven de los adultos; o, en otras palabras, es la tarea de todos durante el período de la vida en que tanto la tendencia a la actividad vigorosa como la capacidad para ella son máximas. Mediante el rápido crecimiento de la productividad del trabajo esta parte, o sea el tiempo necesario para producir todos los bienes que la subsistencia requiere, decrecerá continuamente, y una parte cada vez mayor de la vida quedará disponible para otros propósitos y actividades.
La base de la organización social de la producción consiste en una administración cuidadosa, en forma de estadísticas y contabilidad. La estadística del consumo de todos los diferentes bienes, la estadística de la capacidad de las plantas industriales, de las máquinas, del suelo, de las minas, de los medios de transporte, la estadística de la población y de los recursos de las ciudades, distritos y países, constituyen en conjunto el fundamento de todo el proceso económico en filas bien ordenadas de datos numéricos. Bajo el capitalismo ya se conocían las estadísticas de los procesos económicos; pero eran imperfectas debido a la independencia y a la visión estrecha de los comerciantes privados, y sólo encontraban una aplicación limitada. En la nueva sociedad constituirán el punto de partida en la organización de la producción; para producir la cantidad correcta de bienes, hay que conocer la cantidad utilizada o deseada. Al mismo tiempo, la estadística como resultado comprimido del registro numérico del proceso de producción, el sumario global de la contabilidad, expresa el curso del desarrollo.
La contabilidad general, que comprende y abarca las administraciones de las distintas empresas, las combina en una representación del proceso económico de la sociedad. En diferentes grados de rango registra todo el proceso de transformación de la materia, siguiéndolo desde las materias primas en su origen, a través de todas las fábricas, de todas las manos, hasta llegar a los bienes listos para el consumo. Al unir los resultados de las empresas de un determinado tipo que cooperan entre sí, reuniéndolos en un todo, se compara su eficiencia, se promedian las horas de trabajo necesarias y se orienta la atención hacia los caminos que se abren al progreso. Una vez llevada a cabo la organización de la producción, la administración es la tarea comparativamente simple de una red de oficinas interconectadas al cómputo. Cada empresa, cada grupo vinculado de empresas, cada rama de la producción, cada municipio o distrito, tiene su oficina para la producción y para el consumo, encargada de la administración, de reunir, procesar y discutir las cifras y ponerlas luego en forma perspicua para que sea fácil abarcar el conjunto. Su trabajo combinado hace que la base material de la vida sea un proceso dominado por la mente. Como imagen numérica clara e inteligible, el proceso de producción queda expuesto a la vista de todo el mundo. Mediante este sistema la humanidad puede contemplar y controlar su propia vida. Lo que los trabajadores y sus consejos idean y planean en la colaboración organizada se muestra, en su carácter y resultado, en las cifras de la contabilidad. Sólo si se las mantiene continuamente ante los ojos de cada trabajador se hará posible la dirección de la producción social por los productores.
Esta organización de la vida económica es totalmente distinta de las formas de organización desarrolladas bajo el capitalismo; es más perfecta y más simple. Las complicaciones y dificultades de la organización capitalista, para la cual fue necesaria la contribución muy celebrada del genio de grandes comerciantes, se referían siempre a su lucha mutua, con las artes y triquiñuelas de la guerra capitalista, destinadas a someter o aniquilar a los competidores. Todo eso habrá desaparecido. El propósito franco, que es proveer a las necesidades vitales de la humanidad, hará que toda la estructura resulte abierta y directa. La administración de grandes cantidades no es fundamentalmente más difícil o complicada que la de pequeñas cantidades; sólo hay que agregar un par de cifras a los números anteriores. La rica y multiforme diversidad de necesidades y deseos que en pequeños grupos de personas difícilmente sea menor que en grandes masas, cuando adquiera carácter masivo podrá procurarse con mayor facilidad y en forma más completa.
La función y el lugar que la administración numérica ocupa en la sociedad depende del carácter de esta sociedad. La administración financiera de los Estados formó siempre parte necesaria del gobierno central, y los funcionarios encargados de los cálculos fueron servidores subordinados de los reyes o de otros gobernantes. En el capitalismo contemporáneo, como la producción está sujeta a una organización central que la abarca, quienes tienen en sus manos la administración central son los directores que guían la economía y crean una burocracia gobernante. Cuando en Rusia la revolución de 1917 llevó a una rápida expansión de la industria y multitudes de trabajadores aún imbuidos de la ignorancia bárbara de las aldeas se apiñaron en las nuevas fábricas, carecían del poder para controlar el creciente predominio de la burocracia que se estaba organizando entonces en una nueva clase gobernante. Cuando en Alemania, en 1933, un partido rigurosamente organizado conquistó el poder estatal, como órgano de su administración central tomó en sus manos la organización de todas las fuerzas del capitalismo.
Las condiciones serán totalmente distintas cuando los trabajadores sean los dueños de su trabajo y como libres productores organicen la producción. La administración mediante la contabilidad y la computación será una tarea especial de ciertas personas, así como el forjar acero o el hornear pan será tarea especial de otras personas, todas igualmente útiles y necesarias. Los trabajadores de las oficinas de cómputo no serán sirvientes ni señores. No serán funcionarios al servicio de los consejos obreros, que tienen que cumplir obedientemente sus órdenes, sino grupos de trabajadores, que como otros grupos regulan ellos mismos en forma colectiva su propio trabajo, disponen de sus implementos, cumplen sus obligaciones como lo hacen todos los grupos, en vinculación continua con las necesidades del conjunto. Son los expertos que tienen que proporcionar los datos básicos de las discusiones y las decisiones en las asambleas de los trabajadores y de los consejos. Tienen que reunir los datos, presentarlos en una forma fácilmente inteligible de tablas, gráficos o cuadros, de modo que cada trabajador en todo momento tenga una clara imagen del estado de cosas. Su conocimiento no es una propiedad privada que les da poder; no son un cuerpo con conocimiento administrativo exclusivo que pueda ejercer por ello una decidida influencia. El producto de su trabajo, la capacidad de percepción numérica requerida para el progreso de la tarea, está disponible para todos. Este conocimiento general es el fundamento de todas las discusiones y decisiones de los trabajadores y de sus consejos, mediante las cuales se logra la organización del trabajo.
Por primera vez en la historia de la vida económica, en general y en detalle, habrá un libro abierto puesto ante los ojos de la humanidad. Los fundamentos de la sociedad, que bajo el capitalismo constituían una enorme masa oculta en las oscuras profundidades, apenas alumbradas aquí y allá por estadísticas sobre comercio y producción, quedarán a plena luz y mostrarán su estructura en detalle. Disponemos entonces de una ciencia de la sociedad que consiste en un conocimiento bien ordenado de hechos, mediante el cual se captan fácilmente las relaciones causales fundamentales. Esa ciencia formará la base de la organización social del trabajo, tal como el conocimiento de los hechos de la naturaleza, condensados a su vez en relaciones causal es, constituye la base de la organización técnica del trabajo. Como conocimiento de los hechos simples y comunes de la vida diaria estará disponible para todos y les permitirá ver de una ojeada y captar de inmediato las necesidades del conjunto, así como la parte que cada uno ocupa en él. Formará el equipo espiritual mediante el cual los productores podrán dirigir la producción y controlar su mundo.

5. Las objeciones
Los principios de la nueva estructura de la sociedad parecen tan naturales y evidentes por sí mismos, que parecería haber poco lugar para dudas u objeciones. Las dudas provienen de las viejas tradiciones que llenan las mentes de telarañas, mientras el fresco viento de tormenta de la actividad social no las despeja. Las objeciones las formulan las otras clases que ahora dirigen la sociedad. Así, tenemos que considerar primero las objeciones de la burguesía, que es la clase gobernante de los capitalistas.
Alguien podría decir que las objeciones de los miembros de la clase capitalista no importan. No podemos convencerlos, ni es necesario. Sus ideas y convicciones, como las nuestras, son ideas de clase, determinadas por condiciones de clase, diferentes de las nuestras a raíz de la diferencia que existe en las condiciones de vida y en la función social. No tenemos que convencerlos razonando, sino derrotarlos por la fuerza.
Pero no debemos olvidar que el poder capitalista es en gran medida de carácter espiritual, es decir, se ejerce sobre la mente de los trabajadores. Las ideas de la clase gobernante dominan la sociedad y de ellas está imbuida la mente de las clases explotadas. Están fijadas en ellas, fundamentalmente, por la fuerza y necesidad íntimas del sistema de producción; se las implanta de hecho en la mente de los trabajadores mediante la educación y la propaganda, por la influencia de las escuelas, la iglesia, la prensa, la literatura, la radiotelefonía y el cine. En la medida en que esto es cierto, la clase trabajadora, que carece de conciencia de su condición de clase y asiente a la explotación como condición normal de la vida, no piensa en rebelarse y no puede luchar. Las mentes sometidas a las doctrinas de los dueños no tienen esperanza de lograr la libertad. Deben superar el influjo espiritual del capitalismo antes de poder deshacerse realmente de su yugo. El capitalismo debe ser derrotado teóricamente antes de que se lo pueda abatir materialmente. En efecto, sólo entonces la absoluta certeza de la verdad de sus opiniones, así como de la justicia de sus propósitos, dará a los trabajadores la confianza que necesitan para la victoria. Sólo entonces la vacilación y los recelos desconcertarán a las fuerzas del enemigo. Sólo entonces los grupos medios cuya posición oscila, en lugar de luchar por el capitalismo pueden concebir, en cierta medida, la necesidad de la transformación social y los beneficios que aportará el nuevo orden.
Tenemos pues que enfrentar las objeciones formuladas por el sector de la clase capitalista. Proceden directamente de su cosmovisión. Para la burguesía el capitalismo es el único sistema social posible y natural, o, por lo menos, puesto que lo han precedido formas más primitivas, su forma final más desarrollada. De aquí que todos los fenómenos presentados por el capitalismo no se consideren como temporarios sino como fenómenos naturales fundados en la naturaleza eterna del hombre. La clase capitalista percibe la profunda aversión de los trabajadores contra su tarea diaria; y cómo sólo se resignan a ella por la dura necesidad. Concluye que los hombres, en su mayor parte, sienten una natural aversión por el trabajo productivo regular, y por esa razón están destinados a la pobreza, con excepción de una minoría enérgica, industriosa y capaz, que ama el trabajo y de la cual provienen los líderes, directores y capitalistas. Entonces se sigue que si los trabajadores fueran colectivamente dueños de la producción, sin el principio competitivo de la recompensa personal por el esfuerzo personal, la mayoría desidiosa hará lo menos posible tratando de vivir de lo que realiza una minoría más industriosa; y el resultado inevitable será la pobreza universal. Todo el maravilloso progreso, toda la abundancia que el capitalismo ha producido en el último siglo se perderían entonces, cuando se eliminara el estímulo del interés personal, y la humanidad retrocedería hasta hundirse en la barbarie.
Para refutar tales objeciones, es suficiente señalar que constituyen el punto de vista natural del otro bando de la sociedad, de la clase explotadora. Nunca en la historia los viejos señores fueron capaces de reconocer la capacidad de una nueva clase en surgimiento; esperaron un inevitable fracaso tan pronto como ésta tuviera que manejar los asuntos; y la nueva clase, consciente de sus fuerzas, sólo pudo mostrarlas al conquistar el poder y después de haberlo conquistado. También ahora los trabajadores van cobrando conciencia de la íntima fuerza de su clase; su superior conocimiento de la estructura de la sociedad, del carácter del trabajo productivo, les demuestra la futilidad del punto de vista capitalista. Tendrán que probar, por cierto, sus capacidades. Pero no en forma de una prueba que deberán superar de antemano. Su prueba será su lucha y su victoria.
Esto no equivale a argumentar con la clase capitalista, sino que está destinado a los compañeros trabajadores. Las ideas de la clase media, que aún predominan en grandes masas de la clase obrera, consisten, sobre todo, en la duda y desconfianza de sus propias fuerzas. Mientras una clase no crea en sí misma, no puede esperar que otros grupos crean en ella. Esta falta de confianza en sí misma de la clase obrera, que constituye hoy su principal debilidad, no podrá eliminarse enteramente bajo el capitalismo, por sus muchas influencias degradantes y empobrecedoras. Sin embargo, en tiempos de emergencia, de crisis mundial y de ruina inminente, al obligar a la clase trabajadora a rebelarse y luchar se la obligará también, una vez que haya triunfado, a tomar a su cargo el control de la producción. Luego el imperio de la dura necesidad desbaratará la temerosa desconfianza implantada en los trabajadores acerca de sus propias fuerzas, y la tarea que se les imponga despertará inesperadas energías. Cualesquiera sean las vacilaciones o dudas que abriguen en su mente, saben con seguridad una cosa: que ellos, mejor que la gente ociosa dueña de la propiedad, conocen lo que es el trabajo, que ellos pueden trabajar y que lo harán. Las fútiles objeciones de la clase capitalista se hundirán junto con esta clase misma.
Objeciones más serias provienen de otros sectores. De quienes se consideran a sí mismos y son considerados como amigos, como aliados o portavoces de la clase trabajadora. En las últimas etapas del capitalismo predomina la opinión ampliamente difundida entre los intelectuales y los reformadores sociales, entre los líderes sindicales y los socialdemócratas, de que la producción para la ganancia es mala y tiene que desaparecer, y de que debe dejar lugar a alguna clase de sistema socialista de producción. La organización de la producción, según dicen, es el medio de producir abundancia para todos. El desorden capitalista de la totalidad de la producción debe abolirse imitando el orden organizado que reina dentro de la fábrica. Como en el caso de una empresa bien dirigida, donde la marcha perfecta de todos los detalles y la máxima eficiencia del conjunto se logra por la acción de la autoridad central del director y del personal de la gerencia, así también en la estructura social aun más complicada la interacción y vinculación correcta de todas sus partes sólo se logrará mediante un poder central que ejerza el liderazgo.
La falta de tal poder de gobierno, dicen quienes así razonan, es lo que debe objetarse al sistema de organización basado en los consejos obreros. Ellos argumentan que en la actualidad la producción no consiste en el manejo de simples herramientas, cuyo funcionamiento todos pueden abarcar fácilmente, como en los días pasados de nuestros predecesores, sino en la aplicación de las ciencias más abstractas, que sólo son accesibles a una mente capaz y bien instruida. Dicen que la visualización clara de una intrincada estructura y de su manejo eficaz requiere talentos de los que sólo están dotados unos pocos; que lo que no se percibe es que la mayoría de las personas están dominadas por un estrecho egoísmo y carecen de la capacidad e incluso del interés necesario para asumir estas amplias responsabilidades. Y si los trabajadores, con estúpida presunción rechazan el liderazgo de los más capaces y tratan de dirigir la producción y la sociedad por la acción de sus propias masas, entonces, por más industriosos que sean, su fracaso resultará inevitable: cada fábrica sería pronto un caos y se produciría como resultado la decadencia. Los obreros tienen que fracasar porque no pueden reunir un poder de liderazgo de suficiente autoridad como para imponer la obediencia y asegurar así un funcionamiento sin obstáculos de una organización complicada.
¿Dónde encontrar tal poder central? Ellos argumentan que ya lo tenemos y que es el gobierno estatal. Hasta ahora el gobierno limitó sus funciones a los asuntos políticos; tendrá que extenderlas a las cuestiones económicas -como ya se ha visto obligado a hacerlo en algunos casos menores-, al manejo general de la producción y la distribución. En efecto, ¿no es la guerra contra el hambre y la miseria igualmente importante, y aún más, que la guerra contra enemigos externos?
Si el Estado dirige las actividades económicas, actúa como cuerpo central de la comunidad. Los productores son dueños de la producción, no en pequeños grupos por separado sino que lo son en su totalidad, como clase, como conjunto del pueblo. La propiedad pública de los medios de producción, en su parte más importante, significa sociedad estatal, puesto que la totalidad del pueblo está representada por el Estado. Por el Estado democrático, por supuesto, donde el pueblo elije a sus gobernantes. Una organización social y política donde las masas elijan a sus líderes, en todas partes, en las fábricas, en los sindicatos, en el Estado, puede llamarse democracia universal. Una vez elegidos, estos líderes deben ser por supuesto estrictamente obedecidos, pues sólo de esta manera, mediante la obediencia al mando de líderes capaces de la producción, puede funcionar sin obstáculos y satisfactoriamente la organización.
Tales son las ideas de los portavoces del socialismo de Estado. Está claro que este plan de organización social es totalmente distinto de aquel en que los productores disponen realmente de su producción. Sólo de nombre los obreros son dueños de su trabajo, tal como sólo de nombre el pueblo es dueño del Estado. En las así llamadas democracias, que reciben ese nombre porque los parlamentos son elegidos por sufragio universal, los gobiernos no son en absoluto delegados designados por la población como ejecutores de su voluntad. Todo el mundo sabe que en cada país el gobierno está en manos de pequeños grupos, a menudo hereditarios y aristocráticos, de políticos y altos funcionarios. Los parlamentarios, el conjunto de quienes los apoyan, no los selecciona el electorado como mandatarios que deben cumplir su voluntad. Los votantes sólo tienen prácticamente que elegir entre dos conjuntos de políticos, seleccionados, presentados y propagandizados ante ellos por los dos partidos políticos principales, cuyos líderes, según el resultado, forman el gabinete gobernante, o como oposición leal, quedan a la espera de su turno. Los funcionarios estatales, que manejan los asuntos, tampoco son seleccionados por el pueblo; se los designa desde arriba, y lo hace el gobierno. Aunque una astuta propaganda les llame servidores del pueblo, en realidad son sus gobernantes, sus dueños. En el sistema del socialismo de Estado, es esta burocracia de funcionarios la que, considerablemente ampliada, dirige la producción. Estos disponen de los medios de producción, tienen el comando supremo del trabajo. Deben ocuparse de que todo marche bien, administran el proceso de producción y determinan la distribución del producto. Así, los trabajadores han encontrado nuevos dueños, que les asignan sus salarios y guardan a su disposición el resto de la producción. Esto significa que los trabajadores aún son explotados; el socialismo de Estado puede llamarse también con razón capitalismo de Estado, de acuerdo con el énfasis que se dé a sus diferentes partes, y con la mayor o menor influencia que se adjudique a los trabajadores.
El socialismo de Estado es un plan para reconstruir la sociedad sobre la base de una clase trabajadora tal como la clase media la ve y conoce bajo el capitalismo. En lo que se llama sistema socialista de producción se conserva la estructura básica del capitalismo, pues los trabajadores manejan las máquinas a órdenes de los líderes; pero se lo ha provisto de un plano superior mejorado, de una clase dirigente de reformadores con sentimientos humanos, en lugar de los capitalistas, hambrientos de ganancia. Esos reformadores, como verdaderos benefactores de la humanidad, aplican su capacidad a la tarea ideal de liberar a las clases trabajadoras de la necesidad y la miseria.
Se comprende fácilmente que durante el siglo XIX, cuando los trabajadores sólo comenzaban a resistir y a luchar, pero aún no eran capaces de conquistar el poder sobre la sociedad, este ideal socialista encontraba muchos adherentes. No sólo entre gente de la clase media con sensibilidad social, que simpatizaba con el sufrimiento de las masas, sino también entre los trabajadores mismos. En efecto, asomaba ante ellos una perspectiva de liberación de su yugo mediante el simple recurso de expresar su opinión en los comicios, por el uso del poder político de su boleta electoral, que les permitiría llevar al gobierno a sus redentores en lugar de sus opresores. Y en verdad, si fuera sólo cosa de tranquila discusión y libre elección entre capitalismo y socialismo por parte de las masas, el socialismo tendría una buena oportunidad.
Pero la realidad es diferente. El capitalismo está en el poder y defiende su poder. ¿Puede alguien abrigar la ilusión de que la clase capitalista abandonará su mando, su dominio, sus beneficios, la base de su existencia, y por ende, su existencia misma, como resultado de una votación? O más aún, ¿cederá a una campaña de argumentos publicitarios, de opinión pública demostrada en reuniones masivas o manifestaciones callejeras? Por supuesto, luchará convencida de sus derechos. Sabemos que aun para las reformas, incluso de menor alcance, hubo que luchar en el sistema capitalista. No hasta el extremo, sin duda; no, o raramente, mediante la guerra civil y el derramamiento de sangre, puesto que la opinión pública, en gran medida de la clase media, preocupada por la decidida resistencia de los trabajadores, comprendió que en las demandas de éstos no estaba comprometido en su esencia el capitalismo mismo, que la ganancia como tal no corría peligro, que el capitalismo más bien se consolidaría, pues las reformas apaciguarían a los trabajadores y los harían adherirse más firmemente al sistema en vigencia.
Sin embargo, si estuviera en juego la existencia de la clase capitalista misma, como clase gobernante y explotadora, toda la clase media la respaldaría. Si se amenazara su dominio, su explotación, no mediante una falsa revolución de apariencias externas, sino mediante una revolución real de los fundamentos de la sociedad, podemos estar seguros de que ésta resistiría con todas sus fuerzas. ¿Dónde está entonces el poder para derrotarla? Los irrefutables argumentos y las buenas intenciones de los reformadores de noble inspiración, todo ello no es capaz de doblegar, y aun menos de destruir, su sólida fuerza. Hay sólo un poder en el mundo capaz de vencer al capitalismo: el poder de la clase trabajadora. A la clase trabajadora no pueden liberarla otros; sólo puede liberarse por sí misma.
Pero la lucha será larga y difícil, pues el poder de la clase capitalista es enorme. Esta se ha atrincherado firmemente en la estructura del Estado y del gobierno y tiene a su disposición todas las instituciones y recursos de éstos, su autoridad moral así como sus medios físicos de represión. Dispone de todos los tesoros de la tierra y puede gastar cantidades ilimitadas de dinero para reclutar, pagar y organizar defensores, y para atraerse a la opinión pública. Sus ideas y opiniones penetran toda la sociedad, llenan libros y diarios y dominan la mente incluso de los trabajadores. Aquí reside la principal debilidad de las masas. Contra ella la clase trabajadora tiene por cierto su entidad numérica, pues ya constituye la mayoría de la población en los países capitalistas. Tiene su importante función económica, su posesión directa de las máquinas, su poder de hacerlas andar o detenerlas. Pero esto no servirá de nada mientras la mente de los obreros dependa de las ideas de los dueños y se llenen de ellas, mientras los trabajadores sean individuos separados, egoístas, estrechos de espíritu y en competencia recíproca. El número y la importancia económica por sí sola son como los poderes de un gigante dormido; hay que despertarlos primero y activarlos mediante la lucha práctica. El conocimiento y la unidad deben convertirlos en un poder activo. Mediante la lucha por la existencia, contra la explotación y la miseria, contra el poder de la clase capitalista y del Estado, mediante la lucha por el dominio sobre los medios de producción, los trabajadores deben adquirir la conciencia de su posición, la independencia de pensamiento, el conocimiento de la sociedad, la solidaridad y devoción a su comunidad, la fuerte unidad de clase que les permitirá derrocar al poder capitalista.
No podemos prever qué remolinos de la política mundial los despertará. Pero podemos estar seguros de que no es cuestión de unos pocos años solamente, de una breve lucha revolucionaria. Es un proceso histórico que requiere toda una época de altibajos, de luchas y adormecimiento, pero sin embargo de progreso incesante. Es una transformación intrínseca de la sociedad, no sólo porque se invierten las relaciones de poder de las clases, porque cambian las relaciones de propiedad, porque la producción se reorganiza sobre una nueva base, sino sobre todo -base decisiva de estas tres cosas-, porque la clase trabajadora misma se transforma en su carácter más profundo. Los obreros se transforman de súbditos obedientes en dueños libres y confiados de su propio destino capaces de construir y manejar su nuevo mundo.
Fue el gran socialista humanitario Robert Owen quien nos enseñó que para instaurar una verdadera sociedad socialista debe cambiar el carácter del hombre, y que ese carácter cambia según el ambiente y la educación. Fue el gran comunista científico Karl Marx quien, completando la teoría de su predecesor, nos enseñó que la humanidad misma tiene que cambiar su ambiente y educarse mediante la lucha, la lucha de clase contra la explotación y la opresión. La teoría del socialismo de Estado mediante la reforma es una doctrina mecánica y árida en su creencia de que para una revolución social es suficiente un cambio de las instituciones políticas, de las condiciones externas de la vida, sin la transformación íntima del hombre, por la cual esclavos sometidos se vuelven luchadores plenos de orgullo y aliento. El socialismo de Estado fue el programa político de la socialdemocracia, utópico, porque pretendió instaurar un nuevo sistema de producción valiéndose del simple recurso de convertir a la gente a las nuevas opiniones políticas mediante la propaganda. La socialdemocracia no fue capaz de conducir a la clase trabajadora a una real lucha revolucionaria ni estuvo dispuesta a ello. Así, se vino abajo cuando el desarrollo contemporáneo del gran capitalismo transformó al socialismo conquistado mediante las elecciones en una anticuada ilusión.
Sin embargo, las ideas socialistas tienen aún su importancia, aunque ahora de un modo distinto. Están difundidas por toda la sociedad, entre personas de la clase media con sensibilidad social y también entre las masas trabajadoras. Expresan el anhelo de up mundo sin explotación, combinado, en el caso de los trabajadores, con la falta de confianza en su propio poder. Este estado de espíritu no desaparecerá enseguida luego de los primeros éxitos, porque es entonces cuando los trabajadores percibirán la inmensidad de su tarea, los poderes aún formidables del capital, y cómo todas las tradiciones e instituciones del antiguo mundo están obstaculizando el camino. Cuando estén vacilando de esta manera, el socialismo señalará lo que parece ser un camino más fácil, no obstaculizado por tales dificultades insuperables y sacrificios sin término. Justamente entonces, a consecuencia de su éxito, una cantidad de reformadores con sensibilidad social se unirán a sus filas como aliados y amigos capaces, que pondrán su voluntad al servicio de la clase que accede al primer plano y reclamarán, por supuesto, importantes posiciones para actuar y liderar el movimiento según sus ideas. Si los trabajadores les dan los cargos, si instalan o apoyan un gobierno socialista, la poderosa maquinaria existente del Estado estará disponible para el nuevo propósito y se la podrá utilizar para abolir la explotación capitalista y establecer por ley la libertad. ¡Cuánto más atractivo es este modo de acción que la implacable guerra de clases! Sí, por cierto. Con el mismo resultado que se produjo en los movimientos revolucionarios del siglo XIX, cuando las masas que derrotaron al viejo régimen en las calles fueron luego invitadas a marcharse a sus casas, a retornar a su trabajo y confiar en el gobierno provisional de políticos, que se había designado a sí mismo y estaba preparado para tomar en sus manos la situación.
La propaganda de la doctrina socialista tiene tendencia a crear dudas en la mente de los trabajadores, a provocar o robustecer la desconfianza en sus propias capacidades, y a oscurecer la conciencia de su tarea y potencialidades. Esa es hoy la función social del socialismo, y lo será en todo momento de éxito de los trabajadores en las luchas que se avecinan. Se tratará de seducir a los trabajadores con el suave brillo de una nueva y benévola servidumbre para alejados de la dura lucha por la libertad que se vislumbra en el horizonte. Especialmente cuando el capitalismo reciba un grave golpe, todos los que desconfían de la libertad irrestricta de las masas y la temen, todos los que desean preservar la distinción entre señores y siervos, entre clases altas y bajas, se reunirán en torno de esta bandera. Se fraguarán rápidamente las palabras que servirán de apropiado santo y seña: orden y autoridad contra caos, socialismo y organización contra anarquía. En verdad, un sistema económico en que los trabajadores mismos sean dueños y líderes de su trabajo, es idéntico para el pensamiento de la clase media a la anarquía y el caos. Por consiguiente, el único rol que el socialismo puede desempeñar en el futuro será actuar como impedimento en el camino de la lucha de los trabajadores por conquistar la libertad.
En síntesis, el plan socialista de reconstrucción, promovido por reformadores, debe fracasar, primero porque no tienen medios de producir las fuerzas necesarias para vencer el poder del capitalismo. Segundo, porque sólo los trabajadores mismos pueden hacerlo. Exclusivamente mediante su propia lucha lograrán éstos desarrollar la gran fuerza necesaria para tal tarea. Esta es la lucha que el socialismo trata de impedir. Y una vez que los trabajadores hayan derrotado al poder capitalista y conquistado la libertad, ¿por qué deberían abandonar la lucha y someterse a nuevos dueños?
Hay una teoría para explicar por qué tienen que hacerlo, más aún, deben hacerlo: la teoría de la desigualdad real de los hombres. Según esta teoría la naturaleza misma los _hizo diferentes: una minoría capaz, enérgica y dotada de talento surge de una mayoría incapaz, torpe y lenta. Pese a todas las teorías y disposiciones que instituyen la igualdad formal y legal de los hombres, la minoría enérgica y dotada de talento toma la guía y la mayoría incapaz la sigue y obedece.
No es la primera vez que una clase dirigente trata de explicar, y así de perpetuar, su dominio como consecuencia de una diferencia innata entre dos clases de personas, una destinada por naturaleza a mandar y la otra a ser mandada. La aristocracia terrateniente de los siglos pasados defendía su posición privilegiada jactándose de provenir de una raza más noble de conquistadores que había sometido a la raza inferior de la gente común. Los grandes capitalistas explican su lugar dominante afirmando que ellos tienen cerebro y las demás personas no lo tienen. De la misma manera ahora especialmente los intelectuales, que se consideran los gobernantes por derecho del futuro, proclaman su superioridad intelectual. Ellos forman la clase en rápido aumento de funcionarios con formación universitaria y profesionales liberales, especializados en trabajo mental, en estudio de libros y de ciencias, y se consideran como los más dotados de intelecto. Por lo tanto, están destinados a ser líderes de la producción, mientras que la masa no dotada ejecutará el trabajo manual, para el cual no hace falta cerebro. Ellos no son defensores del capitalismo; no el capital, sino el intelecto debe dirigir el trabajo. Esto es tanto más así, puesto que actualmente la sociedad tiene una estructura tan complicada, basada en ciencia abstracta y difícil, que sólo la agudeza intelectual máxima es capaz de abarcarla, captarla y manejarla. Si las masas trabajadoras, por falta de visión, no reconocen esta necesidad de una guía intelectual superior, y tratan torpemente de tomar en sus manos la actividad directiva, el caos y la ruina serán la consecuencia inevitable.
Ahora bien, debemos destacar que el término intelectual no significa aquí poseedor del intelecto. Intelectual designa a una clase con funciones especiales en la vida social y económica, para las cuales se requiere muy particularmente tener formación universitaria. El intelecto, la buena comprensión, se encuentra en personas de todas clases, entre los capitalistas y los artesanos, entre los campesinos y los trabajadores. Lo que tienen los intelectuales no es una inteligencia superior, sino una especial capacidad para manejar abstracciones y fórmulas científicas, a menudo meramente de memorizadas y combinarlas, por lo común con una idea limitada de otros dominios de la vida. En su autocomplacencia aparece un estrecho intelectualismo ignorante de las muchas otras cualidades que desempeñan un importante papel en todas las actividades humanas. Hay en el hombre una rica y variada multitud de disposiciones, diferentes en su carácter y grado: en unos el poder teórico de abstracción, en otros la habilidad práctica, una aguda comprensión, rica fantasía, rapidez de captación, sesuda meditación, paciente perseverancia de propósitos, arrojada espontaneidad, indomable coraje en la acción y la lucha, filantropía ética de alcance universal. Todo esto es necesario en la vida social; a su turno, según las circunstancias, estas cualidades ocupan el lugar preponderante en las exigencias de la práctica y el trabajo. Sería tonto distinguir a algunas de ellas como superiores y a otras como inferiores. Su diferencia implica la predilección y calificación de las personas para los más variados tipos de actividad. Entre ellas la capacidad para los estudios abstractos o científicos, degenerada a menudo bajo el capitalismo en una formación limitada, toma su importante lugar en la atención y dirección de los procesos técnicos; pero sólo como una entre muchas otras capacidades. Por cierto, no hay motivo alguno para que estas personas miren desde arriba a las masas no intelectuales. ¿No habló el historiador Trevalyan, al tratar hechos de hace alrededor de tres siglos, de la riqueza de imaginación, la profundidad de emoción, el vigor y la variedad de intelecto que se podían encontrar entre los pobres ... una vez que despertaban al uso de su mente?
Por supuesto, algunas personas están más dotadas que otras de estas cualidades; hombres y mujeres de talento o genio sobresalen entre sus congéneres. Probablemente sean aún más numerosos de lo que parecen ahora: bajo el capitalismo, pues éste descuida, explota y abusa de las cualidades humanas. La humanidad libré empleará el talento de esos hombres para el mejor uso; y a ellos la conciencia de promover con sus mejores fuerzas la causa común les dará una mayor satisfacción que cualquier privilegio material que pueda obtenerse en un mundo de explotación.
Consideremos la pretensión de la clase intelectual, el predominio del trabajo espiritual sobre el trabajo manual. ¿No debe la mente dominar al cuerpo, a las actividades corporales? Sin duda alguna. La mente humana es el producto más excelso de la naturaleza; sus capacidades intelectuales elevan al hombre por encima de los animales. La mente es el capital más valioso del hombre; lo hace señor del universo. Lo que distingue el trabajo humano de las actividades de los animales es este dominio mismo de la mente, el pensar exhaustivamente los problemas, el meditar y planear antes de realizar. Este predominio de la teoría, de los poderes de la mente sobre el trabajo práctico, se vuelve cada vez más fuerte, a raíz de la creciente complicación de los procesos productivos y de su dependencia cada vez mayor respecto de la ciencia.
Esto no significa, sin embargo, que los trabajadores espirituales deban predominar sobre los trabajadores manuales. La contradicción entre trabajo espiritual y manual no se funda en la naturaleza, sino en la sociedad; es una distinción artificial nacida del sistema de clases. Todo trabajo. Aun el más simple, es tanto espiritual como manual. Para todos los tipos de trabajo, hasta que se vuelvan automáticos por la repetición, es necesario el pensamiento; esta combinación de pensamiento y acción constituye el encanto de toda actividad humana. También bajo la división natural del trabajo, como consecuencia de diferencias de predilección y capacidad, subsiste este encanto. El capitalismo, sin embargo, ha viciado estas condiciones naturales. Para aumentar la ganancia exageró la división del trabajo hasta llegar al extremo de la especialización unilateral. Hace tres siglos, a comienzos del sistema manufacturero, ya la incesante repetición de manipulaciones limitadas que eran siempre las mismas transformó el trabajo en una rutina monótona en la cual, a raíz de la indebida ejercitación de algunos miembros y facultades a costa de otros, se estropeó el cuerpo y la mente. De la misma manera, el capitalismo actual, para aumentar la productividad y la ganancia, ha separado la parte mental y la manual del trabajo e hizo de cada una de ellas el objeto de una formación especializada, a costa de las otras capacidades. Transformó los dos aspectos que juntos constituyen el trabajo natural, en tarea exclusiva de ocupaciones separadas y clases sociales diferentes. Los obreros manuales, fatigados por largas horas de trabajo, carentes de estímulo en ambientes sucios, no son capaces de desarrollar las capacidades de su mente. Los intelectuales, por otra parte, a raíz de su formación teórica, alejados del trabajo práctico y de la actividad natural del cuerpo, deben recurrir a sustitutos artificiosos. En ambos grupos se ha mutilado la plena dotación humana. Una de estas clases, suponiendo que esta degeneración capitalista es la naturaleza humana permanente, proclama ahora su superioridad y predominio sobre la otra.
Pero la pretensión de la clase intelectual, de ejercer el liderazgo espiritual y por ende social, se apoya además en otra línea de argumentación. Algunos eruditos han señalado que todo el progreso de la humanidad se debe a unos pocos genios. Fue este limitado número de descubridores, de inventores, de pensadores, el que construyó la ciencia, el que mejoró la técnica, el que concibió nuevas ideas y abrió nuevos caminos por los cuales luego las masas de sus congéneres los siguieron e imitaron. Toda la civilización está fundada en este pequeño número de cerebros eminentes. Así, el futuro de la humanidad, el posterior progreso de la cultura, depende de la crianza y selección de tales personas superiores, y correría peligro si se realizara un nivelamiento general.
Supongamos que esta afirmación fuera verdadera. Se podrá replicar, con apropiada ironía, que el resultado de estos cerebros superiores, este lamentable mundo nuestro, está en verdad de acuerdo con una base tan estrecha, y no es ningún motivo de orgullo. Si esos grandes precursores pudieran ver lo que se ha hecho con sus descubrimientos, no se sentirían muy orgullosos. Si no fuéramos capaces de hacer algo mejor, deberíamos desesperar de la humanidad.
Pero aquella afirmación no es cierta. Cualquiera que estudie detenidamente algunos de los grandes descubrimientos de la ciencia, la técnica o cualquier otra actividad, se sorprenderá por la gran cantidad de nombres vinculados con él. Sin embargo, en textos históricos posteriores abreviados y de difusión, fuente de tantas concepciones erróneas y superficiales, sólo se preservan y exaltan unos pocos nombres prominentes, como si tuvieran todo el crédito. De modo que estas personas habrían nacido con cualidades excepcionales de genialidad. En realidad, todo gran progreso ha procedido de un ambiente social que en cierto modo estaba preñado de él, donde por todas partes surgían las nuevas ideas, las sugerencias, las perspectivas penetrantes. Ninguno de los grandes hombres exaltados por la historia debido a los avances decisivos y sobresalientes que aportaron, podría haberlo hecho si no fuera por la obra de una gran cantidad de precursores en cuyos logros se basó. Y además, estos pensadores de gran talento, elogiados en siglos posteriores cómo autores del progreso del mundo, no fueron de ninguna manera los líderes espirituales de su tiempo. A menudo los desconocieron sus contemporáneos, y esos hombres trabajaron silenciosamente en el retiro: en su mayor parte pertenecían a la clase sometida y a veces incluso fueron perseguidos por los gobernantes. Sus equivalentes actuales no son esos ruidosos individuos que proclaman sus derechos al liderazgo intelectual, sino una vez más trabajadores silenciosos, casi desconocidos, burlados quizás o perseguidos. Sólo en una sociedad de libres productores, que sean capaces de apreciar la importancia de los logros espirituales y estén ansiosos de aplicarlos para el bienestar de todos, el genio creador será reconocido y estimado en su pleno valor por sus contemporáneos.
¿Por qué ocurre que toda una vida dedicada al trabajo por esos hombres de genio en el pasado no resultó nada mejor que el capitalismo actual? Lo que ellos lograron hacer fue establecer los fundamentos científicos y técnicos de una elevada productividad del trabajo. Por causas que estaban más allá de ellos, esto se transformó en la fuente de inmenso poder y riquezas para la minoría gobernante, que logró monopolizar los frutos de este progreso. Sin embargo, no puede instaurarse una sociedad de libertad y abundancia para todos valiéndose de la superioridad en algún aspecto de unos pocos individuos eminentes. Ello no depende del cerebro de unos pocos, sino del carácter de la mayoría. En la medida en que depende de la ciencia y de la técnica crear abundancia, éstos son ya suficientes. Lo que falta son las fuerzas sociales que vinculen a las masas de trabajadores en una sólida unidad de organización. La base de la nueva sociedad no consiste en qué conocimiento pueden adoptar y qué técnicas pueden imitar de otros, sino en qué sentimiento comunitario y qué actividad organizada pueden promover en sí mismos. Este nuevo carácter no lo pueden infundir otros, no puede proceder de la obediencia a ningún amo. Sólo puede brotar de la acción independiente, de la lucha por la libertad, de la rebelión contra los amos. Todo el genio de los individuos superiores no sirve de nada en este caso.
El gran paso decisivo en el progreso de la humanidad, la transformación de la sociedad que está ahora en ciernes, consiste esencialmente en una transformación de las masas trabajadoras. Sólo se la puede realizar mediante la acción, mediante la rebelión, por el esfuerzo de las masas mismas. Su naturaleza esencial es la autoliberación de la humanidad. Desde este punto de vista está claro que ningún liderazgo de una élite intelectual puede resultar útil en este caso. Cualquier intento de imponerlo sólo podría ser dañino al retardar, como lo hace, el necesario progreso, y, por ende, actuar como una fuerza reaccionaria. Las objeciones provenientes de los intelectuales, basadas en la actual inadecuación de la clase trabajadora, encontrarán en la práctica su refutación cuando las condiciones mundiales obliguen a las masas a asumir la lucha por la revolución mundial.

6. Las dificultades
Las dificultades más esenciales en la reconstrucción de la sociedad surgen de las diferencias de perspectiva que acompañan a las diferencias de desarrollo y tamaño de las empresas.
Desde el punto de vista técnico y económico la sociedad está dominada por las grandes empresas, por el gran capital. Sin embargo, los grandes capitalistas mismos sólo son una pequeña minoría de la clase propietaria. Tienen detrás de ellos, sin duda, a toda la clase de los rentistas y accionistas. Pero éstos, como meros parásitos, no pueden prestar un sólido apoyo en la lucha de clases. Así, el gran capital estaría en una posición embarazosa si no lo respaldara la pequeña burguesía, toda la clase de los comerciantes más pequeños. En su dominio de la sociedad, el gran capital extrae ventajas de las ideas y modos de sentir surgidos del mundo del pequeño comercio, que ocupan la mente tanto de los dueños como de los trabajadores consagrados a esas actividades. La clase trabajadora tiene que prestar atenta consideración a estas ideas, puesto que su tarea y su finalidad, concebidas sobre la base de los desarrollos del gran capitalismo, se conciben y juzgan en estos círculos según las condiciones que son familiares en el pequeño comercio.
En los pequeños negocios capitalistas el patrón es por lo general el dueño, y a veces dueño único; o si no, los accionistas son unos pocos amigos o parientes. El dueño es su propio director y habitualmente el mejor experto técnico. En su persona las dos funciones, de líder técnico y de capitalista lucrativo, no están separadas y casi no se distinguen. Su ganancia parece proceder no de su capital, sino de su trabajo, no de la explotación de los trabajadores, sino de las capacidades técnicas del empleador. Sus operarios, hayan sido tomados en pequeño número, como ayudantes especializados o como obreros comunes no especializados, se dan perfecta cuenta de la experiencia y de la capacidad técnica generalmente mayor del patrón. Lo que en la gran empresa, con su liderazgo técnico ejercido por funcionarios asalariados, es una medida obvia de la eficiencia práctica -la exclusión de todos los intereses propietarios-, tomaría en este caso la forma retrógrada de la eliminación del mejor experto técnico, con lo cual se confiaría el trabajo a los menos expertos o incompetentes.
Debe resultar claro que no se trata aquí de una real dificultad que amenaza a la organización técnica de la industria. Es casi inimaginable que los trabajadores de un pequeño taller deseen echar al mejor experto, aunque se trate del ex patrón, si éste desea honestamente cooperar en el trabajo con toda su capacidad en un pie de igualdad. ¿No es esto contrario a la base y la doctrina del nuevo mundo, la exclusión del capitalista? La clase trabajadora, cuando reorganiza la sociedad sobre una nueva base, no está sujeta a aplicar alguna doctrina teórica, sino que para orientar sus medidas prácticas posee un gran principio rector. El principio, que es la piedra de toque de la practicidad para una mente con clara visión, proclama que quienes hacen el trabajo deben reglamentario, y que todos los que colaboran prácticamente en la producción disponen de los medios de producción, excluyéndose todos los intereses de la propiedad o del capital. Sobre la base de este principio los trabajadores enfrentarán todos los problemas y dificultades en la organización de la producción y lograrán solucionarlos.
Sin duda las ramas técnicamente retrasadas de la producción, que practican el pequeño comercio, ofrecerán dificultades especiales pero no esenciales. El problema de cómo organizarlas mediante asociaciones que se autogobiernen y cómo vincularlas con el cuerpo principal de la organización social, deben resolverlo sobre todo los trabajadores ocupados en estas ramas, aunque puedan recibir la colaboración de otros sectores. Una vez que el poder político y social esté firmemente en manos de la clase trabajadora y sus ideas de reconstrucción dominen las mentes, parece obvio que quienes estén dispuestos a cooperar en la comunidad laboral serán bienvenidos y encontrarán el lugar y la tarea apropiados para sus capacidades. Además, como consecuencia del creciente sentimiento comunitario y del deseo de realizar con eficiencia el trabajo, las unidades de producción no se mantendrán aisladas como los diminutos talleres de tiempos anteriores.
Las dificultades esenciales residen en la disposición espiritual, en el modo de pensar producido por las características del pequeño comercio en todos lo que se ocupan en ese sector, tanto dueños como artesanos y trabajadores. Ese modo de pensar les impide ver el problema del gran capitalismo y de la gran empresa y percibir que es el verdadero y principal problema. Se entiende fácilmente, sin embargo, que las características del pequeño comercio, que constituyen la base de sus ideas, no pueden determinar una transformación de la sociedad que tenga su origen y su fuerza impulsora en el gran capitalismo. Pero está igualmente claro que tal disparidad de perspectiva general puede constituir una amplia fuente de discordia y de lucha, de incomprensiones y dificultades. Dificultades en la lucha, y dificultades en el trabajo constructivo. En las circunstancias que predominan en el pequeño comercio, las cualidades sociales y morales se desarrollan de modo distinto que en las grandes empresas; la organización no domina la mente en el mismo grado. Si bien los trabajadores pueden, ser más tercos y menos sometidos, también son menores los impulsos de camaradería y solidaridad. Por consiguiente, la propaganda tiene que desempeñar un papel más importante en este caso; no en el sentido de imponer una doctrina teórica, sino en su puro. Sentida de exponer puntos de vista más amplios sobre la sociedad en general, de modo que las ideas estén determinadas no por la estrecha experiencia de sus propias condiciones de trabajo, sino por las condiciones más amplias y esenciales del trabajo capitalista en general.
Esto vale aún más en el caso de la agricultura, donde es mayor el número e importancia de las pequeñas empresas. Además, hay una diferencia material, porque en este caso la extensión limitada de suelo ha dado vida a un parásito más. La absoluta necesidad del suelo como espacio vital y para la producción de alimentos permite que sus dueños saquen un tributo de todos los que quieran utilizarlo: lo que en economía política se llama renta. Así, tenemos aquí desde antiguos tiempos una propiedad no basada en el trabajo, y protegida por el poder y la ley del Estado; una propiedad que sólo consiste en certificados, en títulos, que aseguran pretensiones sobre una parte a menudo grande del trabajo de la sociedad. El campesino que paga las rentas al terrateniente o el interés al banco hipotecario, el ciudadano, sea capitalista o trabajador, que paga en su alquiler altos precios por terreno estéril, son todos explotados por los terratenientes. Hace un siglo, en tiempos del pequeño capitalismo, la diferencia entre las dos formas de renta -la renta ociosa del terrateniente en contraste con los ingresos del comerciante, el trabajador y el artesano, que los lograban con duro esfuerzo- se sentía tan fuertemente como un robo indebido, que se presentaron reiteradamente proyectos para abolir el primer tipo de renta mediante la nacionalización del suelo. Posteriormente, cuando la propiedad capitalista tomó cada vez más la misma forma de certificados que impone una renta sin trabajo, no se habló más de tales reformas. El antagonismo entre capitalista y terrateniente, entre ganancia y renta, desapareció; la propiedad de bienes raíces es ahora simplemente una de las múltiples formas de la propiedad capitalista.
El granjero que trabaja su propio suelo combina el carácter de tres clases, y sus ingresos se componen indiscriminadamente de los salarios por su propio trabajo, la ganancia que recibe al dirigir su granja y explotar a sus peones, y el alquiler de su propiedad. En las condiciones originales en las que vive aún en parte como tradición de un pasado idealizado, el granjero producía casi todos los bienes necesarios para él mismo y para su familia en su propio suelo o en terreno alquilado. En la época actual la agricultura tiene que proveer también alimentos para la población industrial, que en todas partes y cada vez más en los países capitalistas, va constituyendo gradualmente la mayoría. En recompensa las clases rurales reciben los productos de la industria, que necesitan para satisfacer necesidades cada vez mayores. Este no es del todo un asunto de política interna. El grueso de la necesidad de cereales del mundo lo abastecen grandes empresas, en suelo virgen de los nuevos continentes, según principios capitalistas, con lo cual agotaron la intacta fertilidad de esas vastas llanuras y deprimieron, con la competencia a menor precio, la renta de los bienes raíces europeos, hasta provocar crisis agrarias. Pero también en las viejas tierras de Europa la producción agraria es actualmente una producción de bienes para el mercado; los granjeros venden la parte principal de sus productos y compran lo que necesitan para vivir. De modo que están sujetos a las vicisitudes de la competición capitalista, unas veces oprimidos por los bajos precios, hipotecados o arruinados, y otras aprovechando las condiciones favorables. Puesto que todo aumento de la renta tiende a petrificarse en precios superiores de la tierra, los precios en ascenso del producto hacen del ex propietario un rentista, mientras que el próximo propietario, que comienza con expensas más onerosas, sufre la ruina en caso de que bajen los precios. Por consiguiente, se ha debilitado en general la posición de la clase agrícola. En conjunto, su condición y perspectiva respecto de la sociedad contemporánea es similar en cierto modo a la de los pequeños capitalistas o comerciantes independientes de la industria.
Hay diferencias, sin embargo, debido a que la extensión del suelo es limitada. Mientras que en la industria o el comercio cualquiera que tenga un pequeño capital puede aventurarse a comenzar una actividad y luchar contra sus competidores, el granjero no puede entrar a competir cuando otros ocupan la tierra que él necesita. Para poder producir debe tener primero el terreno necesario. En la sociedad capitalista la libre disposición del suelo es posible en forma de propiedad; si uno no es terrateniente sólo puede trabajar y aplicar su conocimiento y capacidad permitiendo que lo explote el poseedor del suelo. De modo que propiedad y trabajo están íntimamente vinculados en su mente; esto constituye la raíz del fanatismo propietario de los granjeros, tan a menudo criticado. La propiedad les permite ganarse la vida durante todo el tiempo mediante un pesado trabajo. Con el sistema de arriendo o de venta de su propiedad, y por lo tanto viviendo de la renta de propietario ocioso, la propiedad les permite también gozar en su ancianidad del sustento a que todo trabajador debería tener derecho después de una vida de esfuerzo. La continua lucha contra las versátiles fuerzas de la naturaleza y el clima, con técnicas que sólo están comenzando a ser dirigidas por la ciencia moderna, y por ende dependen en gran medida de métodos tradicionales y capacidad personal, se agrava por la presión creada por las condiciones capitalistas. Esta lucha ha producido un fuerte y obstinado individualismo que hace que los granjeros constituyan una clase especial con una mentalidad y una perspectiva peculiar, extraña a las ideas y propósitos de la clase trabajadora.
Además, el desarrollo contemporáneo ha producido también en este sector un considerable cambio. El poder tiránico de los grandes intereses capitalistas, de los bancos hipotecarios y de los magnates ferrocarrileros de los cuales dependen los granjeros para obtener crédito y transporte, los expoliaron y arruinaron, y a veces los llevaron hasta el borde de la rebelión. Por otra parte, la necesidad de asegurar algunas de las ventajas de la gran empresa para el comercio en pequeña escala contribuyó mucho a imponer la cooperación, tanto para la compra de fertilizantes y materiales como para procurar las sustancias alimenticias necesarias para la acumulada población urbana. En este sector, la demanda de un producto uniforme y estandarizado, por ejemplo, en la producción lechera, exige rígidas prescripciones y controles, a los cuales tienen que someterse las distintas granjas. De modo que los granjeros aprenden así un poco de sentimiento comunitario, y su áspero individualismo tiene que hacer muchas concesiones. Pero esta inclusión de su trabajo en una totalidad social supone la forma capitalista de sometimiento a un poder dominante extraño, y estimula así los sentimientos de independencia de este sector.
Todas estas condiciones determinan la actitud de la clase rural respecto de la reorganización de la sociedad por parte de los trabajadores. Los granjeros, aunque como directores independientes de sus propias empresas son comparables a los capitalistas industriales, toman habitualmente ellos mismos parte en el trabajo productivo, que depende, en gran medida, de su capacidad y conocimiento profesional. Aunque embolsan la renta como terratenientes, su existencia está ligada a su esforzada actividad productiva. Su (dirección y control) del suelo en su carácter de productores, de trabajadores, en común con los campesinos, está totalmente de acuerdo con los principios del nuevo orden. Su (control) sobre el suelo en su carácter de terratenientes es enteramente contrario a estos principios. Ellos nunca aprendieron, sin embargo, a distinguir entre estos aspectos totalmente diferentes de su posición. Además, la disposición del suelo como productores, de acuerdo con el nuevo principio, es una función social, un mandato de la sociedad, un servicio destinado a proveer a sus congéneres de sustancias alimenticias y materias primas, mientras la vieja tradición y el egoísmo capitalista tienden a considerarla como un derecho personal exclusivo.
Tales diferencias de perspectiva pueden originar muchas disensiones y dificultades entre las clases productoras de la industria y la agricultura. Los trabajadores deben adherirse con absoluta estrictez al principio de la exclusión de todos los intereses explotadores de la propiedad; sólo admiten intereses basados en el trabajo productivo. Además, para los trabajadores industriales, que constituyen la mayoría de la población, el hecho de ser privados de la producción agraria significa consunción, que ellos no pueden tolerar. Para los países muy industrializados de Europa el tráfico transoceánico, el intercambio con otros continentes productores de alimentos, desempeña por cierto un importante papel. Pero no cabe duda de que debe establecerse, de alguna manera, una organización común de la producción industrial y agrícola en cada país.
La cuestión consiste en que entre los trabajadores industriales y los granjeros, entre la ciudad y el campo, hay considerables diferencias de perspectiva e ideas, pero no diferencias reales o conflictos de interés. Por ende, habrá muchas dificultades e incomprensiones, fuentes de disenso y lucha, pero no se producirán guerras cruentas como entre la clase trabajadora y el capital. Aunque hasta ahora la mayoría de los granjeros, llevados por consignas políticas tradicionales y puntos de vista sociales estrechos, como defensores de los intereses propietarios han estado del lado del capital contra los trabajadores -y esto puede ser aún así en el futuro-, la lógica de sus propios intereses reales debe ubicados finalmente contra el capital. Sin embargo, esto no es suficiente. Como pequeños comerciantes pueden estar satisfechos de liberarse de la presión y explotación mediante una victoria de los trabajadores con o sin su ayuda. Pero entonces, de acuerdo con sus ideas, habrá una revolución que los hará poseedores absolutos, privados y libres del suelo, similar a las anteriores revoluciones de la clase media. Contra esta tendencia los trabajadores deben oponer en su intensa propaganda los nuevos principios: la producción como función social, la comunidad de todos los productores dueña de su trabajo, y también su firme voluntad de establecer esta comunidad de producción industrial y agrícola. Mientras los productores rurales serán sus propios dueños en lo que respecta a la regulación y dirección de su trabajo bajo su propia responsabilidad, la intervinculación que tendrán con la parte industrial de la producción será una causa común de todos los trabajadores y de sus consejos centrales. Su continuo y mutuo intercambio proporcionará a la agricultura todos los medios técnicos y científicos y los métodos de organización disponibles para acrecentar la eficiencia y productividad del trabajo.
Los problemas con que se enfrenta la organización de la producción agrícola son en parte de la misma clase que los de la industria. En las grandes empresas, tales como las extensas plantaciones de maíz, trigo y otros granos de producción masiva con ayuda de elementos motorizados, la regulación del trabajo la hará la comunidad de trabajadores y sus consejos. Cuando se requiera un cuidadoso tratamiento de detalle de pequeñas unidades de producción, la cooperación desempeñará un importante papel. El número y diversidad de las granjas en pequeña escala ofrecerá el mismo tipo de problemas que la industria en pequeña escala, y su manejo será tarea de asociaciones que se autogobiernen. Tales comunidades locales de granjas similares y sin embargo individualmente distintas, serán probablemente necesarias para facilitar el manejo social en conjunto aliviándolo de la tarea de tratar y llevar el control de cada unidad por separado. Ninguna de estas formas de organización puede imaginarse de antemano; se las ideará y construirá por la acción de los productores, cuando éstos se enfrenten en la práctica con las necesidades.

7. La organización de consejos
El sistema social que aquí consideramos podría denominarse como una forma de comunismo, salvo que ese nombre, por la propaganda del Partido Comunista a nivel mundial, se utiliza para designar un sistema de socialismo de Estado bajo la dictadura partidaria. Pero, ¿qué es un nombre? Siempre se abusa de los nombres para engañar a las masas, pues los sonidos familiares les impiden utilizar críticamente su cerebro y reconocer claramente la realidad. Más conveniente, por lo tanto, que buscar el nombre correcto, será examinar más de cerca las características principales del sistema constituido por la organización de consejos.
Los consejos obreros son la forma de autogobierno que en tiempos futuros reemplazará a las formas de gobierno del viejo mundo. Por supuesto, no para todo el futuro; ninguna forma de éstas se crea para la eternidad. Cuando la vida y el trabajo en la comunidad sean un hábito natural, cuando la humanidad controle enteramente su propia vida, la necesidad cederá el paso a la libertad y las reglas estrictas de la justicia establecidas con anterioridad se disolverán en formas de conducta espontánea. Los Consejos Obreros son la forma de organización durante el período de transición en el cual la clase trabajadora está luchando por el predominio, está destruyendo al capitalismo y organizando la producción social. Para conocer su verdadero carácter será conveniente comparados con las formas existentes de organización y gobierno, tal como están fijadas por la costumbre y resultan evidentes por sí mismas en la mente del pueblo.
Las comunidades que son demasiado grandes como para reunirse en una sola asamblea regulan siempre sus asuntos mediante representantes, delegados. Así, los burgueses de las ciudades medievales libres se gobernaban por consejos de ciudad, y la clase media de todos los países modernos, siguiendo el ejemplo de Inglaterra, tiene sus parlamentos. Cuando hablamos de administración de los asuntos por delegados elegidos pensamos siempre en parlamentos; por ende, tenemos que comparar especialmente con un parlamento a los consejos obreros para discernir los rasgos predominantes de éstos. Es razonable pensar que con las amplias diferencias existentes entre las clases y los propósitos que éstas persiguen, también sus cuerpos representativos deban ser esencialmente distintos.
La siguiente diferencia salta en seguida a la vista: los consejos obreros se ocupan del trabajo, tienen que regular la producción, mientras que los parlamentos son cuerpos políticos que examinan y deciden las leyes y los asuntos estatales. Sin embargo, la política y la economía no ocupan campos totalmente desvinculados entre sí. Bajo el capitalismo, el Estado y el parlamento tomaron las medidas y aprobaron las leyes necesarias para el curso sin tropiezos de la producción; entre ellas estaban las imprescindibles para asegurar el tráfico y los tratos comerciales, para proteger el comercio y la industria, los negocios y los viajes en el interior y el exterior de los países, para la administración de justicia, la acuñación de monedas y la adopción de pesas y medidas uniformes. Y también su trabajo político, que a primera vista no se vincula con la actividad económica, se ocupó de las condiciones generales de la sociedad, de las relaciones entre las diferentes clases, que constituyen el fundamento del sistema de producción. Así, la política, la actividad de los parlamentos, puede considerarse en un sentido más amplio como auxiliar de la producción.
¿Cuál es entonces bajo el capitalismo la distinción existente entre política y economía? Se comparan entre sí como la reglamentación general se compara con la práctica real. La tarea de la política es establecer las condiciones sociales y legales en que el trabajo productivo puede realizarse sin obstáculos; el trabajo productivo mismo es la tarea de los ciudadanos. Así, hay una división del trabajo. Las reglamentaciones generales, aunque constituyen fundamentos necesarios, forman sólo una parte menor de la actividad social, accesoria del trabajo propiamente dicho, y se las puede confiar a una minoría de políticos gobernantes. El trabajo productivo mismo, base y contenido de la vida social, consiste en las actividades separadas de numerosos productores y llena totalmente la vida de éstos. La parte esencial de la actividad social es la tarea personal. Si todo el mundo se ocupa de su propia actividad y realiza bien su tarea, la sociedad en su conjunto marchará bien. Cada tanto, a intervalos regulares, en días de elección parlamentaria, los ciudadanos tienen que prestar atención a las reglamentaciones generales. Sólo en tiempos de crisis social, de decisiones fundamentales y graves litigios, de guerra civil y revolución, la masa de los ciudadanos tiene que dedicar todo su tiempo y sus fuerzas a estas reglamentaciones generales. Una vez decididos los aspectos fundamentales, los ciudadanos podrían volver a su ocupación privada y dejar confiados una vez más estos asuntos generales a la minoría, a los jurisconsultos y los políticos, al parlamento y al gobierno.
Totalmente distinta es la organización de la producción común mediante los consejos obreros. La producción social no se divide en una cantidad de empresas separadas, cada una de las cuales constituye la tarea vital restringida de una persona o grupo; forma, en cambio, una totalidad intervinculada, un objeto de cuidado para todos los trabajadores, que ocupa sus mentes como tarea común de todos ellos. La reglamentación general no es una cuestión accesoria que queda a cargo de un pequeño grupo de especialistas; es la cuestión principal, que requiere la atención de todos en conjunto. No hay ninguna separación entre la política y la economía como actividades cotidianas de un cuerpo de especialistas y del grueso de los productores. Para la comunidad única de productores la política y la economía se han fundido en la unidad de reglamentación general y trabajo productivo práctico. Su carácter unitario es el objeto esencial para todos.
Este carácter se refleja en la práctica de todos los procedimientos. Los consejos no son políticos, no son gobierno. Son mensajeros, que transmiten e intercambian las opiniones, las intenciones, la voluntad de los grupos de trabajadores. No, en verdad, como los mensajeros indiferentes que llevan apáticos las cartas o mensajes de las que ellos mismos no saben nada. Los mensajeros de los obreros han tomado parte en las discusiones, se destacaron como los fogosos portavoces que representaban las opiniones predominantes. Así luego, como delegados del grupo, serán no sólo capaces de defenderlos en la reunión del consejo, sino, al mismo tiempo, tendrán la suficiente imparcialidad como para ser accesibles a los demás argumentos y para informar a su grupo acerca de las opiniones que recibieron mayor adhesión. Por lo tanto, ellos serán los órganos del intercambio y la discusión social.
La práctica de los parlamentos es exactamente la contraria. En este caso los delegados tienen que decidir sin pedir instrucciones a sus votantes, sin tener ningún mandato coactivo. Aunque el miembro del parlamento, para mantener su fidelidad, puede dignarse hablarle y exponerles su línea de conducta, lo hace como dueño de sus propias acciones. Vota como el honor y la conciencia se lo dictan, de acuerdo con sus propias opiniones, por supuesto, ya que él es el experto en política, el especialista en cuestiones legislativas, y no puede dejar que lo dirijan mediante instrucciones provenientes de personas ignorantes. Su tarea es la producción, los negocios privados, su tarea es la política, las reglamentaciones generales. Tiene que guiarse por elevados principios políticos y no debe dejarse influir por el estrecho egoísmo de sus intereses privados. De esta manera se hizo posible que en el capitalismo democrático los políticos, elegidos por una mayoría de trabajadores, puedan servir a los intereses de la clase capitalista.
En el movimiento laboral también lograron hacer pie los principios del parlamentarismo. En las organizaciones masivas de los sindicatos, o en organizaciones políticas gigantescas tales como el Partido Socialdemócrata alemán, los funcionarios de las juntas directivas, como una especie de gobierno, tomaron poder sobre los miembros, y sus congresos anuales asumieron el carácter de parlamentos. Los líderes los llamaban orgullosamente así, parlamentos de trabajo, para acentuar su importancia; y los observadores críticos señalaron la lucha de facciones, la demagogia de los líderes y la intriga por detrás del escenario. Como indicios de la misma degeneración que se observaba en los parlamentos reales. En verdad, eran parlamentos en su carácter fundamental. No en el comienzo, cuando los sindicatos eran pequeños, y miembros esforzados hacían todo el trabajo por sí mismos, en la mayoría de los casos gratuitamente. Pero con el aumento del número de miembros se produjo la misma división del trabajo que en la sociedad más amplia. Las masas trabajadoras tuvieron que prestar toda su atención a sus intereses personales separados, a la manera de conseguir y conservar su trabajo, que eran los principales contenidos de su vida y de su mente. Sólo de una manera muy general tuvieron además que decidir mediante el voto acerca de su clase común y sus intereses de grupo. La práctica de detalle quedó a cargo de los expertos, los funcionarios sindicales y líderes partidarios, que sabían cómo tratar con los patrones capitalistas y las secretarías de Estado. Y sólo una minoría de líderes locales estaba suficientemente familiarizada con estos intereses generales como para poder asistir con carácter de delegados a los congresos, donde pese a los mandatos a menudo categóricos, tenían en la realidad que votar según su propio juicio.
En la organización de consejos desaparece el predominio de los delegados sobre su electorado, porque también desaparece la base de ese predominio, que es la división de las tareas. La organización social del trabajo obliga a cada trabajador a prestar toda su atención a la causa común, a la totalidad de la producción. La producción de los bienes necesarios para la vida como base de ésta ocupa totalmente, como antes, la mente de los trabajadores. Pero ello no ocurre en la forma de preocupación por la propia empresa, el propio trabajo, la competencia con los demás. La vida y la producción sólo pueden asegurarse mediante la colaboración, el trabajo colectivo con los compañeros. Por consiguiente, este trabajo colectivo es lo predominante en el pensamiento de cada uno. La conciencia comunitaria es el fondo, la base de todo sentimiento y pensamiento.
Esto implica una revolución total en la vida espiritual del hombre. El hombre aprende a ver la sociedad, a conocer la comunidad. En épocas anteriores, bajo el capitalismo, su visión se concentraba en la pequeña parte relacionada con su negocio, su trabajo, él mismo y su familia. Esto era imperativo para su vida, para su existencia. La sociedad se asomaba por detrás de su pequeño mundo visible como un fondo oscuro y desconocido. El hombre experimentaba, sin duda, las poderosas fuerzas de ésta, que determinaban el éxito o el fracaso como resultado de su trabajo; pero guiado por la religión, las veía como la acción de Potencias Supremas sobrenaturales. Ahora, por el contrario, la sociedad está a plena luz, transparente y cognoscible, la estructura del proceso social del trabajo está expuesta ante los ojos de los hombres, la vista de éstos se dirige a la totalidad de la producción. Esto es imperativo para su vida, para su existencia. La producción social es objeto de reglamentación consciente. La sociedad es una cosa manejada, manipulada por el hombre, y por lo tanto comprendida en su carácter esencial. Así, el mundo de los consejos obreros transforma la mente.
Para el parlamentarismo, para el sistema político del negocio separado, el pueblo era una multitud de personas separadas, a lo sumo, en la teoría democrática, cada una supuestamente dotada de los mismos derechos naturales. Para elegir sus delegados se agrupaban de acuerdo con su residencia. En tiempos del pequeño capitalismo podía suponerse que los vecinos que habitaban en la misma ciudad o aldea tenían una cierta comunidad de intereses. En el capitalismo posterior este supuesto se transformó cada vez más en una ficción sin sentido. Los artesanos, los dueños de negocios, los capitalistas, los trabajadores que viven en el mismo barrio de una ciudad, tienen intereses distintos y opuestos, dan habitualmente su voto a diferentes partidos, y se imponen mayorías que se forman por azar. Aunque la teoría parlamentaria considera al hombre elegido como representante del electorado, es evidente que todos estos votantes no constituyen juntos un grupo que lo envía como delegado a representar sus deseos.
La organización de los consejos, en este respecto, es totalmente lo opuesto del parlamentarismo. En este caso los grupos naturales, los obreros que colaboran entre sí, el personal de las fábricas, actúan como unidades y designan a sus delegados. Puesto que tienen intereses comunes y participan en la praxis de la vida diaria, pueden enviar a algunos de ellos como representantes y portavoces reales. La democracia completa se realiza en este caso mediante los iguales derechos de cada uno de los que participan en el trabajo. Por supuesto, quien se excluye del trabajo no tiene voz en su reglamentación. No puede considerarse como una falta de democracia el hecho de que en este mundo de autogobiemo de los grupos que colaboran, todos los que no tengan ningún interés en el trabajo -el capitalismo dejará gran cantidad de ellos: explotadores, parásitos, rentistas-, no tomen parte en las decisiones.
Hace setenta años Marx señaló que entre el dominio del capitalismo y la organización final de una humanidad libre habría un tiempo de transición en el cual la clase trabajadora sería dueña de la sociedad, pero la burguesía no habría desaparecido aún. Marx llamaba a este estado de cosas dictadura del proletariado. En esa época esta palabra no tenía aún el sonido ominoso de los actuales sistemas despóticos, ni se la podía utilizar equívocamente para designar la dictadura de un partido gobernante, como ocurrió después en Rusia. Significaba simplemente que el poder dominante sobre la sociedad se transfería de los capitalistas a la clase trabajadora. Con posterioridad el pueblo, enteramente confinado dentro de las ideas del parlamentarismo, trataría de materializar esta concepción suprimiendo el derecho de las clases propietarias a integrar los cuerpos políticos. Es evidente que al violar, como lo hizo, el sentimiento instintivo de la igualdad de derechos, entraba en contradicción con la democracia. Vemos ahora que la organización de consejos pone en práctica lo que Marx anticipó teóricamente, salvo que en esa época no podía aún imaginarse la forma práctica. Cuando los productores mismos reglamentan la producción, la ex clase explotadora queda automáticamente excluida de tomar parte en las decisiones, sin necesidad de que esto se estipule artificialmente. La concepción de Marx de la dictadura del proletariado resulta ahora idéntica a la democracia laboral de la organización de consejos.
Esta democracia laboral es totalmente distinta de la democracia política del anterior sistema social. La así llamada democracia política bajo el capitalismo era una parodia, un sistema artificioso concebido para enmascarar el real dominio del pueblo por una minoría gobernante. La organización de consejos es una democracia real, la democracia del trabajo, que hace que quienes trabajan sean dueños de su trabajo. Bajo la organización de consejos desaparece la democracia política, porque la política misma desaparece y deja su lugar a la economía social. La actividad de los consejos, puesta en acción por los trabajadores como órganos de colaboración, guiada por el permanente estudio y la tensa atención a las circunstancias y necesidades, abarca todo el campo de la sociedad. Todas las medidas se toman en medio de constante intercambio, por la deliberación en los consejos y la discusión en los grupos y los talleres, por acciones en los talleres y decisiones en los consejos. Lo que se hace en tales condiciones nunca podría ser producto de órdenes venidas de arriba y proclamadas por la voluntad de un gobierno. Procede de la voluntad común de todas las personas interesadas, puesto que se funda en la experiencia laboral y el conocimiento de todos, e influye profundamente en la vida de todos. Las medidas sólo pueden ejecutarse de manera tal que las masas las pongan en práctica como su propia resolución y voluntad; la coerción externa no puede imponerlas, simplemente porque le falta esa fuerza. Los consejos no son un gobierno; ni siquiera los consejos más centrales tienen un carácter gubernamental. En efecto, no disponen de ningún medio para imponer su voluntad sobre las masas; no tienen órgano alguno de poder. Todo el poder social está en manos de los trabajadores mismos. Cuando se requiera el uso del poder contra perturbaciones o ataques que afecten al orden existente, éste procederá de las colectividades de trabajadores de las fábricas y se mantendrá bajo su control.
Los gobiernos eran necesarios, durante todo el período de la civilización hasta la actualidad, como instrumentos de la clase dominante para mantener oprimidas a las masas explotadas. Esos gobiernos se arrogaban también funciones administrativas en medida creciente, pero su carácter principal, como estructuras de poder, estaba determinado por la necesidad de mantener la dominación de clase. Una vez desvanecida esa necesidad, también desaparecerá el instrumento. Lo que subsistirá es administración, uno de los muchos tipos de trabajo, la tarea de clases especiales de trabajadores; lo que vendrá en su lugar, el espíritu vital de la organización, es la constante deliberación de los trabajadores en el pensamiento común que sirve a su causa común. Lo que impone el cumplimiento de las decisiones de los consejos es la autoridad moral de éstos. Pero la autoridad moral en tal sociedad tendrá un poder más imperativo que cualquier orden o medida coercitiva por parte de un gobierno.
Cuando en la época precedente de los gobiernos sobre el pueblo había que conceder poder político al pueblo y a sus parlamentos, se hacía una separación entre la parte legislativa y ejecutiva del gobierno, completada a veces con la judicial como tercer poder independiente. La confección de las leyes era tarea de los parlamentos, pero la aplicación, la ejecución, el gobierno diario quedaba reservado a un pequeño grupo privilegiado de gobernantes. En la comunidad laboral de la nueva sociedad desaparecerá esta distinción. La decisión y la realización estarán íntimamente vinculadas. Quienes tienen que hacer el trabajo deben decidir, y lo que ellos deciden en común ellos mismos tienen que ejecutarlo en común. En el caso de grandes masas, los consejos serán sus órganos de decisión. Cuando la tarea ejecutiva se confiaba a cuerpos centrales, éstos debían tener el poder de mando, debían ser los gobiernos. Como la tarea ejecutiva corresponderá a las masas mismas, este carácter estará ausente en los consejos. Además, de acuerdo con los variados problemas y objetos de reglamentación y decisión, se delegarán y reunirán diferentes personas en diferentes combinaciones. En el campo de la producción misma, todas las plantas tienen no sólo que organizar cuidadosamente su propio rango extensivo de actividades, sino también que vinculado horizontalmente con empresas similares y verticalmente con quienes los proveen de materiales o utilizan sus productos. En la dependencia e intervinculación mutua de las empresas, en su conjunción con las ramas de la producción, los consejos de discusión y decisión abarcarán dominios cada vez más amplios, hasta llegar a la organización central que agrupa a toda la producción. En cambio, la organización del consumo, la distribución de todos los artículos necesarios para el consumidor, requerirá sus propios consejos de delegados de todas las personas interesadas, y tendrá un carácter más local o regional.
Aparte de esta organización de la vida material de la humanidad hay un amplio sector de actividades culturales, y de otras no directamente productivas, que son de primera necesidad para la sociedad, tales como la educación de los niños o el cuidado de la salud de todos. En este dominio vale el mismo principio, el principio de la auto reglamentación de estos campos de trabajo por quienes trabajan en ellos. Parece totalmente natural que en el cuidado de la salud universal, así como en la organización de la educación, todos los que toman parte activamente, en un caso los médicos y en otro los maestros, reglamenten y organicen mediante sus asociaciones todos los servicios que prestan. Bajo el capitalismo, cuando éstos tenían que hacer profesión y vivir de la enfermedad humana o de instruir a los niños, su vinculación con la sociedad en general tomaba la forma de negocio competitivo o de reglamentación y órdenes por parte del gobierno. En la nueva sociedad, como consecuencia de la vinculación mucho más íntima existente entre salud y trabajo, y entre educación y trabajo, quienes se ocupen de esas tareas tendrán que reglamentarlas en estrecho contacto y permanente colaboración de sus órganos de intercambio, o sea de sus consejos, con otros consejos obreros.
Debe señalarse aquí que la vida cultural, el dominio de las artes y las ciencias, por su naturaleza misma está tan íntimamente vinculado a la inclinación y el esfuerzo individual, que sólo la libre iniciativa de las personas no abrumadas por el peso del trabajo incesante puede asegurar su florecimiento. Esta verdad no queda refutada por el hecho de que durante los siglos pasados de la sociedad clasista los príncipes y los gobiernos protegieran y dirigieran las artes y las ciencias, proponiéndose por supuesto utilizarlas como utensilios para su gloria y para la preservación de su dominio. Hablando en general, hay una disparidad fundamental tanto en lo que respecta a las actividades culturales como a todas las otras no productivas y productivas, entre la organización impuesta desde arriba por un cuerpo gobernante y la organización lograda mediante la libre colaboración de colegas y camaradas. La organización centralmente dirigida consiste en una reglamentación lo más uniforme posible sobre todo el dominio; de otro modo no podría supervisárselo y dirigirlo desde un centro. En el caso de la autor reglamentación realizada por todos los interesados, la iniciativa de numerosos expertos, todos los cuales escudriñan cuidadosamente su propio trabajo y lo perfeccionan emulándose, imitándose y consultándose entre sí en constante intercambio, debe dar por resultado una rica diversidad de modos y medios. Cuando la vida espiritual depende de las órdenes centrales de un gobierno, debe caer en una obtusa monotonía; cuando la inspira la libre espontaneidad del impulso humano masivo, debe desplegarse en brillante variedad. El principio de los consejos proporciona la posibilidad de descubrir las formas apropiadas de organización.
Por consiguiente, la organización de consejos teje una matizada red de cuerpos que colaboran a través de la sociedad regulando su vida y progreso de acuerdo con su propia y libre iniciativa; y todo lo que se discute y decide en los consejos adquiere su poder real por la comprensión, la voluntad, la acción de la humanidad trabajadora misma.

8. El desarrollo
Cuando la clase trabajadora obtenga su victoria en la difícil lucha contra el capital, en la cual surgieron y se desarrollaron los consejos obreros, deberá tomar a su cargo la tarea que le es propia, es decir, la organización de la producción.
Sabemos, por supuesto, que la victoria no consistirá en un acontecimiento único que ponga fin a la lucha e introduzca a renglón seguido un período de reconstrucción. Sabemos que la lucha social y la construcción económica no andarán separadas, sino que se asociarán como una serie de sucesos en la lucha y de comienzos de la nueva organización, interrumpidos quizá por períodos de estancamiento o reacción social. Los consejos obreros, desarrollados como órganos de lucha, serán al mismo tiempo los órganos de la reconstrucción. Sin embargo, para lograr una clara comprensión distinguiremos estas dos tareas como si fueran cosas separadas que vienen una después de otra. Para percibir el verdadero carácter de la transformación de la sociedad, debemos tratarlo, de una manera esquemática, como un proceso uniforme y continuo que comienza el día después de la victoria.
Tan pronto como los trabajadores sean dueños de las fábricas, dueños de la sociedad, pondrán las máquinas a trabajar. Ellos saben que esto no puede esperar; vivir es la primera necesidad, y su propia vida, la vida de la sociedad, depende de su trabajo. A partir del caos producido por el desmoronamiento del capitalismo, los consejos deben crear el primer orden laboral, innumerables dificultades se interpondrán en su camino: tendrán que vencer resistencias de toda clase, nacidas de la hostilidad, la incomprensión, la ignorancia. Pero habrán cobrado vida nuevas e insospechadas fuerzas, las fuerzas del entusiasmo, de la devoción, de la comprensión. Hay que batir a la hostilidad mediante una acción resuelta, a la incomprensión mediante la persuasión paciente, y a la ignorancia mediante una incesante propaganda y enseñanza. Haciendo que la vinculación entre las fábricas sea cada vez más estrecha, incluyendo dominios cada vez más amplios de la producción, haciendo evaluaciones y estimaciones cada vez más precisas en los planeamientos, la reglamentación de los procesos de producción progresará en forma continua. De esta manera, paso a paso, la economía social irá creciendo hasta constituir una organización conscientemente dominada, capaz de asegurar los bienes de la vida para todos los hombres.
Con la realización de este programa no termina la tarea de los consejos obreros. Por el contrario, esto constituye sólo la introducción a su verdadero trabajo, más amplio e importante. Comenzará en seguida un período de rápido desarrollo. Tan pronto como los trabajadores perciban que son dueños de su trabajo, libres para desenvolver sus propias fuerzas, su primer impulso será la decidida voluntad de eliminar toda la miseria y la perversidad, terminar con la escasez y los abusos, destruir toda pobreza y barbarie que como herencia del capitalismo constituyen la desgracia de la tierra. Hay que compensar un enorme retroceso; lo que las masas obtuvieron estuvo muy por debajo de lo que podían y debían obtener en las condiciones existentes. Al presentarse la posibilidad de satisfacer sus necesidades, éstas aumentarán a niveles más elevados; la altura de la cultura de un pueblo se mide por la extensión y calidad de sus exigencias vitales. Utilizando simplemente los medios y métodos de trabajo disponibles, la cantidad y calidad de las casas, del alimento y de la vestimenta para todos pueden elevarse a un nivel correspondiente a la productividad existente del trabajo. Toda la fuerza productiva que en la anterior sociedad se desperdiciaba o utilizaba para el lujo de los gobernantes, podrá emplearse para satisfacer las mayores necesidades de las masas. Así, como primera innovación de la sociedad, surgirá una prosperidad general.
Pero también el retraso en los métodos de producción recibirá desde el comienzo la atención de los trabajadores. Estos se rehusarán a ser atormentados y fatigados con herramientas primitivas y métodos anticuados de trabajo. Si los métodos técnicos y las máquinas mejoran mediante la aplicación sistemática de todos los inventos conocidos de los técnicos y de los descubrimientos de la ciencia, podrá aumentar considerablemente la productividad del trabajo. Esta técnica será accesible para todos; la inclusión en el trabajo productivo de las muchas personas que anteriormente tenían que desperdiciar sus fuerzas en las triquiñuelas del pequeño comercio, porque el capitalismo no tenía medios de utilizarlas, o en el servicio personal de la clase propietaria, ayudará a disminuir las horas necesarias de trabajo para todos. Así, esta será una época de suprema actividad creativa. Esto tiene que partir de la iniciativa de los productores expertos de las empresas, pero sólo tendrá lugar mediante la continua deliberación, la colaboración, la inspiración y emulación mutuas. Por consiguiente, los órganos de colaboración, los consejos, tienen que actuar en forma (incesante). En esta nueva construcción y organización de un aparato productivo cada vez más excelente, los consejos obreros, como vías nerviosas vinculadoras de la sociedad, llegarán a adquirir la plenitud de sus facultades. Mientras la abundancia de bienes necesarios para la vida, la prosperidad universal, representa el aspecto pasivo de la nueva vida, la innovación del trabajo mismo como su aspecto activo hace de la vida una delicia de espléndida experiencia creadora.
Cambiará todo el aspecto de la vida social, también en su apariencia exterior, en el ambiente y los utensilios, que mostrarán en su creciente armonía y belleza la nobleza del trabajo que los ha configurado. Lo que dijo William Morris al hablar de las técnicas de otros tiempos con sus simples herramientas: que la belleza de sus productos se debía a que el trabajo era motivo de goce para el hombre -por consiguiente, se extinguió en los aspectos repulsivos del capitalismo- se afirmará de nuevo, pero en el nivel más alto del dominio sobre las técnicas más perfectas. William Morris amaba la herramienta del artesano y odiaba la máquina del capitalista. Para el trabajador libre del futuro el manejo de la máquina perfectamente construida, al proporcionar una tensión de agudeza, será fuente de exaltación mental, de goce espiritual, de belleza intelectual.
La técnica hace que el hombre sea libre dueño de su propia vida y destino. La técnica, en un penoso proceso de crecimiento durante muchos millares de años de trabajo y lucha, se desarrolló hasta alcanzar las alturas actuales, y pondrá fin a toda el hambre y la pobreza, a todo trabajo agotador y a la esclavitud. La técnica puso todas las fuerzas de la naturaleza al servicio de la humanidad y de sus necesidades. El desarrollo de la ciencia de la naturaleza abre al hombre nuevas formas y posibilidades de vida, tan ricas y múltiples, que sobrepasan de lejos lo que podamos imaginar hoy. Pero la técnica por sí sola no lo logra. Sólo la técnica en manos de una humanidad que se haya vinculado conscientemente mediante estrechos lazos de hermandad en una comunidad trabajadora que controle su propia vida. Juntas e indisolublemente vinculadas, la técnica como base material y poder visible y la comunidad como base y conciencia ética, determinarán toda la renovación del trabajo.
Y con su trabajo el hombre mismo irá cambiando. Un nuevo sentimiento se apoderará de él, el sentimiento de seguridad. Llegará por fin el momento en que la inquietante solicitud por la vida deje de acosar a la humanidad. Durante todos los siglos pasados, desde el original estado de salvajismo hasta la civilización actual, la vida no fue segura. El hombre no era dueño de su subsistencia. Siempre, incluso en tiempos de prosperidad y aun en el caso de las personas más pudientes, por detrás de la ilusión del perpetuo bienestar, en la subconsciencia se asomaba una preocupación silenciosa por el futuro. Esta ansiedad estaba en lo profundo del corazón de los hombres como una permanente opresión, pesaba fuertemente sobre el cerebro y dañaba el desarrollo del libre pensamiento. Para nosotros, que también vivimos bajo esta presión, es imposible imaginar el profundo cambio de perspectiva, de cosmovisión, de carácter, la desaparición de toda ansiedad respecto de la vida, que se producirá. Los antiguos engaños y supersticiones que en épocas pasadas tenían que contribuir a sostener a la humanidad en su desesperanza espiritual, quedarán descartados. Cuando el hombre sienta con seguridad que es verdadero dueño de su vida, el lugar de esas supersticiones lo ocupará el conocimiento accesible a todos, la belleza intelectual de una cosmovisión científica que abarcará toda la realidad.
Aún más que en el trabajo mismo, la innovación de la vida aparecerá en la preparación del futuro trabajo, en la educación y formación de la generación próxima. Es claro que como cada organización de la sociedad tiene su sistema especial de educación adaptado a sus necesidades, este cambio fundamental en el sistema de producción debe ir inmediatamente acompañado por un cambio fundamental en la educación. En la economía originaria del pequeño comercio, en el mundo de los granjeros y los artesanos, la familia con su natural división del trabajo constituía el elemento básico de la sociedad y de la producción. En ese medio los niños crecían y aprendían los métodos de trabajo tomando gradualmente su parte en la tarea. Luego, bajo el capitalismo, la familia perdió su base económica porque el trabajo productivo se transfirió cada vez más a las fábricas. El trabajo se transformó en un proceso social con una base teórica más amplia. Hubo necesidad entonces de un conocimiento más vasto y de una educación más intelectual para todos. Por lo tanto, se fundaron escuelas, tal como nosotros las conocemos: masas de niños, educados en pequeñas casas aisladas sin ninguna vinculación con el trabajo, se concentran en las escuelas para aprender el conocimiento abstracto que necesita la sociedad, otra vez sin ningún contacto directo con la tarea viva y diferente, por supuesto, según las clases sociales. Para los hijos de la burguesía, para los futuros funcionarios e intelectuales, existe una buena educación teórica y científica que los capacita para dirigir y gobernar la sociedad. Para los hijos de los granjeros y de la clase trabajadora sólo hay un mínimo indispensable: lectura, escritura, cálculo, que necesitan para su trabajo, completados por historia y religión, para mantenerlos obedientes y respetuosos hacia sus amos y gobernantes. Eruditos autores de textos de pedagogía, no familiarizados con la base capitalista de estas condiciones que ellos suponen que serán duraderas, tratan vanamente de explicar y suavizar los conflictos que proceden de esta separación de trabajo productivo y educación, de la contradicción que existe entre el estrecho aislamiento familiar y el carácter social de la producción.
En el nuevo mundo de producción en colaboración desaparecerán estas contradicciones y se restablecerá la armonía entre la vida y el trabajo, sobre la amplia base de la sociedad en su conjunto. La educación de los jóvenes consistirá de nuevo en el aprendizaje de métodos de trabajo y de sus fundamentos mediante la participación gradual en el proceso productivo. No en el aislamiento familiar; cuando la provisión material de lo necesario para la vida sea algo asumido por la comunidad, aparte de su función como productora la familia perderá el carácter de unidad consumidora. La vida comunitaria, en correspondencia con los impulsos más fuertes de los niños mismos, tendrá un espacio mucho más amplio; fuera de los pequeños hogares los niños entrarán en la amplia atmósfera de la sociedad. La combinación híbrida de hogar y escuela cederá el paso a las comunidades de niños, que en gran parte regularán su propia vida bajo la cuidadosa guía de educadores adultos. La educación, en lugar de técnicas de absorción pasiva de materiales provenientes desde arriba, será sobre todo una actividad personal, dirigida hacia el trabajo social y en vinculación con éste. Los sentimientos sociales, como herencia de tiempos primigenios, vivos en todos los hombres pero extremadamente fuertes en los niños, podrán desarrollarse sin que los reprima la necesidad del egoísmo de la lucha capitalista por la vida.
Mientras las formas de educación estarán determinadas por la comunidad y la propia actividad, su contenido lo fijará el carácter del sistema de producción, para el cual esa educación prepara. Este sistema de producción se basó cada vez más, especialmente en el último siglo, en la aplicación de la ciencia a la técnica. La ciencia dio al hombre dominio sobre las fuerzas de la naturaleza; este dominio hizo posible la revolución social y proporciona la base de la nueva sociedad. Los productores sólo pueden ser dueños de su trabajo, de la producción, si dominan estas ciencias. Por consiguiente, la generación que ahora se desarrolla debe ser instruida, en primer lugar, en la ciencia de la naturaleza y su aplicación. La ciencia ya no será, como bajo el capitalismo, monopolio de una pequeña minoría de intelectuales, y las masas no instruidas no se limitarán a realizar actividades subordinadas. La ciencia en su plena extensión estará al alcance de todos. En lugar de la división entre trabajo manual unilateral y trabajo mental unilateral como especialidades de dos clases, se establecerá la combinación armoniosa de trabajo manual y mental para todos. Esto será también necesario para el mayor desarrollo de la productividad del trabajo, que depende del mayor progreso de sus fundamentos, es decir, de la ciencia y de la técnica. No habrá meramente una minoría de intelectuales instruidos, sino que la educación estará al alcance de todos los buenos cerebros del pueblo, preparados por la formación más cuidadosa, que se ocuparán de la creación de conocimientos y de su aplicación en el trabajo. Podemos esperar entonces una época de progreso en el desarrollo de la ciencia y la técnica, en comparación con la cual sólo fue un pobre comienzo el progreso tan cacareado del capitalismo.
Bajo el capitalismo hay una diferencia distintiva entre las tareas de los jóvenes y las de los adultos. La juventud tiene que aprender, los adultos tienen que trabajar. Es evidente que mientras el trabajo sea una pesada tarea al servicio ajeno (con un fin que se opone al bienestar y a la comodidad de los trabajadores), para producir la máxima ganancia en beneficio del capital, toda capacidad, una vez adquirida, debe utilizarse hasta el límite extremo de tiempo y esfuerzo. No debe emplearse el tiempo de un trabajador para que aprenda permanentemente cosas nuevas. Sólo un adulto excepcional tiene la posibilidad, y con menos frecuencia aún el deber de instruirse regularmente durante el resto de su vida. En la nueva sociedad esta diferencia desaparecerá. En la juventud, el aprendizaje consistirá en participar, en medida creciente según pasan los años, en el trabajo productivo. Y entonces, con el aumento de la productividad y la ausencia de la explotación, los adultos tendrán cada vez más tiempo libre disponible para actividades espirituales. Esto les permitirá mantenerse al tanto del rápido desarrollo de los métodos de trabajo. Esto es en verdad necesario para ellos. Tomar parte en las discusiones y decisiones sólo es posible cuando se pueden estudiar los problemas de la técnica que incitan y estimulan continuamente la atención. El gran desarrollo de la sociedad mediante el despliegue de técnicas y conocimientos científicos, de seguridad y abundancia, de poder sobre la naturaleza y vida, sólo podrá verificarse mediante el desarrollo de la capacidad y el conocimiento de todos los que participan en ella. Esto dará nuevos contenidos de excitante actividad a su vida, elevará la existencia y hará que la empeñosa participación en el progreso espiritual y práctico del nuevo mundo constituya un consciente deleite.
Agregadas a estas ciencias de la naturaleza estarán ahora las nuevas ciencias de la sociedad que faltan bajo el capitalismo. El rasgo distintivo especial del nuevo sistema de producción consiste en que el hombre dominará las fuerzas sociales que determinan sus ideas e impulsos. La dominación práctica debe encontrar su expresión en la dominación teórica, en el conocimiento de los fenómenos y de las fuerzas determinantes de la acción y la vida humana, del pensamiento y el sentimiento. En épocas anteriores, cuando a raíz de la ignorancia acerca de la sociedad se desconocían sus orígenes sociales, su poder se atribuía al carácter sobrenatural del espíritu, a un misterioso poder de la mente, y las disciplinas que las trataban, las así llamadas humanidades, se titulaban ciencias del espíritu: psicología, filosofía, ética, historia, sociología, estética. Como en el caso de todas las ciencias, sus comienzos estuvieron llenos de misticismo primitivo y de tradición; pero a diferencia de las ciencias de la naturaleza, su elevación a una altura realmente científica fue obstruida por el capitalismo. Estas ciencias no podían encontrar una base sólida porque bajo el capitalismo procedían del ser humano aislado con su mente individual, porque en esos tiempos de individualismo no se sabía que el hombre es esencialmente un ser social, que todas sus facultades emanan de la sociedad y están determinadas por ésta. Sin embargo, cuando la sociedad esté expuesta a la vista del hombre, como organismo de seres humanos mutuamente vinculados, y cuando la mente humana se entienda como su principal órgano de intervinculación, estas ciencias podrán desarrollarse hasta adquirir realmente ese carácter.
Y la importancia práctica de estas ciencias para la nueva comunidad no es menor que la de las ciencias de la naturaleza. Tratan de fuerzas que residen en el hombre y determinan sus relaciones con sus congéneres y con el mundo, instigan sus acciones en la vida social, aparecen en los eventos de la historia pasada y presente. Como poderosas pasiones y ciegos impulsos actuaron en las grandes luchas sociales de la humanidad, llevando unas veces al hombre a realizar vigorosas hazañas y manteniéndolo otras veces, por la acción de tradiciones igualmente ciegas, en una sumisión apática, siempre en forma espontánea, no regida, desconocida. La nueva ciencia del hombre y la sociedad revelará estas fuerzas y permitirá al hombre controlarlas mediante el conocimiento consciente. De dueñas que lo impulsan mediante instintos pasivos, se transformarán en servidoras, manejadas por la continencia, dirigidas por el hombre hacia sus propósitos bien concebidos.
La instrucción de la actual generación en el conocimiento de estas fuerzas sociales y espirituales, y su formación para que pueda dirigirlas conscientemente, será una de las principales tareas educacionales de la nueva sociedad. Así, los jóvenes estarán capacitados para desarrollar todas las dotes de pasión y capacidad de voluntad, de inteligencia y entusiasmo, y para aplicarlas en una actividad eficiente. Es una educación tanto del carácter como del conocimiento. Esta educación cuidadosa de la nueva generación, tanto teórica como práctica, en la ciencia natural y en la conciencia social, constituirá un elemento fundamental en el nuevo sistema de producción. Sólo de esta manera se asegurará una progresión sin deterioros de la vida social. Y también de esta manera el sistema de producción se desarrollará hasta alcanzar formas cada vez más elevadas. Así, mediante el dominio teórico de las ciencias de la naturaleza y de la sociedad, y mediante su aplicación práctica en el trabajo y la vida, los trabajadores harán de la tierra una feliz residencia para la humanidad libre.

Capítulo segundo: La lucha

1. El Sindicalismo
Debemos considerar ahora la tarea que espera a la clase trabajadora cuando tome en sus manos la producción y comience a organizarla. Para llevar a cabo la lucha es necesario ver el fin que perseguimos en forma clara y distinta. Pero la lucha, la conquista del poder sobre la producción, es la parte principal y más difícil de la tarea. Durante esta lucha se crearan los consejos obreros.
No podemos prever exactamente las formas futuras de la lucha que libraran los trabajadores por la libertad. Esas formas dependen de condiciones sociales y deben cambiar junto con el creciente poder de la clase trabajadora. Será necesario, por lo tanto, examinar cómo hasta ahora (ha) luchado abriéndose camino hacia arriba, adaptando sus modos de acción a la variación de las circunstancias. Sólo aprendiendo de la experiencia de nuestros predecesores y considerándola en forma crítica seremos capaces, a nuestro turno, de enfrentar las exigencias de la hora. En toda sociedad que depende de la explotación de una (clase) trabajadora por parte de una clase dirigente, hay una continua lucha acerca de la división del producto total del trabajo, o, en otras palabras: acerca del grado de explotación. Así, la época medieval y también los siglos posteriores están llenos de incesantes luchas y furiosas batallas entre terratenientes y granjeros. Al mismo tiempo, vemos la lucha de la naciente clase burguesa contra la nobleza y la monarquía, para conquistar el poder sobre la sociedad. Este era un tipo diferente de lucha de clases, vinculado con el surgimiento de un nuevo sistema de producción que procedía del desarrollo de la técnica, la industria y él comercio. Se libró entre los dueños de la tierra y los dueños del capital, entre el sistema feudal que declinaba y el sistema capitalista que surgía. En una serie de convulsiones sociales, de revoluciones y guerras políticas, en Inglaterra, en Francia y consecutivamente en otros países, la clase capitalista obtuvo el dominio completo sobre la sociedad.
La clase trabajadora bajo el capitalismo tiene que realizar ambos tipos de lucha contra el capital. Debe mantener una lucha continua para mitigar la pesada presión de la explotación, para aumentar los salarios, para ampliar o mantener su parte en el producto total. Además, al ir adquiriendo mayor fuerza, tiene que conquistar dominio sobre la sociedad para derrocar al capitalismo e instaurar un nuevo sistema de producción.
Cuando por primera vez, a comienzos de la Revolución Industrial en Inglaterra, se introdujeron las máquinas de hilar y luego de tejer, nos enteramos de que los trabajadores sublevados destruyeron las máquinas. No eran obreros en el sentido moderno, no eran asalariados. Eran pequeños artesanos, que antes vivían en forma independiente y luego se vieron reducidos a la inanición por la competencia de las máquinas que producían a bajo precio, y trataron en vano de eliminar la causa de su miseria. Con posterioridad, cuando ellos con sus hijos se transformaron en obreros asalariados que manejaban las máquinas, su posición fue diferente. Lo mismo ocurrió con una multitud de hombres provenientes del campo, que durante el siglo XIX, de creciente industrialización, se amontonaron en las ciudades, atraídos por lo que les parecía buenos salarios. En la época contemporánea son cada vez más los hijos de los trabajadores los que llenan las fábricas.
Para todos ellos es de inmediata necesidad la lucha por obtener mejores condiciones de trabajo. Los empleadores, bajo la presión de la competencia, para aumentar sus ganancias, tratan de rebajar los salarios y de aumentar las horas de trabajo en la medida de lo posible. Al comienzo los trabajadores, indefensos por la coacción del hambre, tuvieron que someterse en silencio. Luego estalló la rebelión en la única forma posible, que era rehusarse al trabajo, es decir, la huelga. En la huelga los trabajadores descubren por primera vez su fuerza, en la huelga surge su poder de lucha. De la huelga nace la asociación de todos los trabajadores de la fábrica, de la rama de industria, del país. De la huelga brota la solidaridad, el sentimiento de fraternidad con los camaradas de trabajo, de unidad con toda la clase: el primer despuntar de lo que algún día será el sol dador de vida de la nueva sociedad. La ayuda mutua, que al comienzo aparece en colectas de dinero espontáneas y esporádicas, toma pronto la forma duradera del sindicato .
Para que haya un buen desarrollo del sindicalismo se requieren ciertas condiciones. El áspero terreno de la ilegalidad, de la arbitrariedad policial y de las prohibiciones, heredadas en su mayor parte de épocas precapitalistas, debe alisarse antes de poder erigir en él sólidos edificios. Habitualmente los trabajadores mismos tuvieron que procurarse estas condiciones. En Inglaterra fue la campaña revolucionaria del Cartismo; en Alemania, medio siglo después, fue la lucha de la Socialdemocracia, que al imponer el reconocimiento social de los trabajadores echó los fundamentos del desarrollo de los sindicatos.
En la actualidad se constituyen fuertes organizaciones que incluyen a los trabajadores del mismo ramo en todo el país y tienen conexiones con otros ramos, e internacionalmente con sindicatos de todo el mundo. El pago regular de elevadas cuotas proporciona considerables fondos que permiten apoyar a los huelguistas, cuando hay que forzar a los capitalistas, poco dispuestos a ello, a conceder condiciones decentes de trabajo. Se designa como funcionarios asalariados a los más capaces de los compañeros, a veces víctimas de la cólera del enemigo a raíz de batallas anteriores que libraron, y éstos, como portavoces independientes y externos de los trabajadores, pueden negociar con los empleadores capitalistas. Mediante la huelga realizada en el momento oportuno y apoyada por todo el poder del sindicato, y mediante las negociaciones subsiguientes, pueden lograrse acuerdos para obtener salarios mejores y más uniformes y horarios de trabajo más llevaderos, en la medida en que estos últimos no estén aún fijados por la ley.
Así, los trabajadores ya no son individuos inermes, forzados por el hambre a vender su fuerza de trabajo a cualquier precio. Están ahora protegidos por su sindicato, por el poder de su propia solidaridad y cooperación. En efecto, cada miembro no sólo da parte de sus ingresos para los compañeros, sino que está también dispuesto a arriesgar su trabajo para defender la organización, o sea, su comunidad. Por consiguiente, se alcanza un cierto equilibrio entre el poder de los empleadores y el de los trabajadores. Las condiciones de trabajo ya no están dictadas por intereses capitalistas todopoderosos. Se reconoce gradualmente a los sindicatos como representantes de los intereses obreros; aunque siempre es necesario volver a luchar, los sindicatos se transforman en un poder que participa en las decisiones. No en todos los ramos de la industria, seguramente, y no a la vez en todas partes. Habitualmente los artesanos especializados son los primeros en constituir sus sindicatos. Las masas no especializadas de las grandes fábricas, que se enfrentan con empleadores más poderosos, ocupan en general el segundo lugar; sus sindicatos comenzaron a menudo con súbitos estallidos de grandes luchas. Y contra los dueños monopolistas de empresas gigantescas los sindicatos tienen pocas posibilidades; estos capitalistas todopoderosos desean ser dueños absolutos, y en su arrogancia difícilmente permiten ni siquiera los sindicatos amarillos serviles.
Aparte de esta restricción, y aun suponiendo que el sindicalismo esté plenamente desarrollado y controle toda la industria, esto no significa que se ha abolido la explotación, que se ha reprimido al capitalismo. Lo que se ha reprimido es la arbitrariedad del capitalista individual; lo que se ha abolido son los peores abusos de la explotación. Y esto interesa además a los grupos capitalistas -para protegerlos de una competencia desleal- y al capitalismo en general. Mediante el poder de los sindicatos se normaliza el capitalismo; se establece universalmente una cierta norma de explotación. Una norma de salarios, que satisfaga las exigencias vitales más modestas, de modo que los trabajadores no se vean empujados una y otra vez a rebelarse por hambre, es cosa necesaria para que la producción no se interrumpa. Una norma de horas de trabajo que no sea totalmente agotadora de la vitalidad de la clase trabajadora -aunque la reducción de horario se neutraliza en gran medida por la aceleración del ritmo y el esfuerzo más intenso-, es cosa necesaria para el capitalismo mismo, para preservar en condiciones de uso a una clase trabajadora como base de la explotación futura. Fue la clase trabajadora la que mediante su lucha contra la mezquina avidez del capitalista tuvo que establecer las condiciones del capitalismo normal. Y tiene que volver a luchar sin cesar para preservar ese incierto equilibrio. En esta lucha los sindicatos son los instrumentos. Por lo tanto, los sindicatos cumplen una función indispensable en el capitalismo. Los empleadores de mentalidad limitada no perciben este hecho, pero sus líderes políticos, de más amplias miras, saben perfectamente que los sindicatos son un elemento esencial del capitalismo, que sin ellos como normalizador el capitalismo no está completo. Aunque los sindicatos son producto de la lucha de los trabajadores y se mantienen mediante el sufrimiento y los esfuerzos de éstos, son al mismo tiempo órganos de la sociedad capitalista.
Con el desarrollo del capitalismo, sin embargo, las condiciones se volvieron gradualmente más desfavorables para los trabajadores. El gran capital crece, siente su poder y desea ser dueño en su casa. Los capitalistas también han aprendido a percibir el poder de la asociación; se organizan en sindicatos de empleadores. Así, en lugar de la igualdad de fuerzas surge un nuevo influjo del capital. Las huelgas (se contrarrestan) con paros patronales (lock-outs) que drenan los fondos de los sindicatos obreros. El dinero de los trabajadores no puede competir con el de los capitalistas. En las negociaciones acerca de salarios y condiciones de trabajo los sindicatos constituyen más que nunca la parte más débil, porque tienen que temer, y por ende deben tratar de evitar las grandes luchas que agotan las reservas y con ello ponen en peligro la existencia segura de la organización y de sus funcionarios. En las negociaciones los funcionarios sindicales tienen que aceptar a menudo una disminución de sus exigencias para evitar la lucha. Para ellos esto es inevitable y evidente por sí mismo, porque comprenden que al cambiar las condiciones ha disminuido el poder relativo de lucha de su organización.
Sin embargo, para los trabajadores no es evidente que tengan que aceptar en silencio condiciones más duras de trabajo y de vida. Los trabajadores desean luchar. Así surge una contradicción de puntos de vista. Los funcionarios parecen tener de su lado el sentido común; saben que los sindicatos están en posición desventajosa y que la lucha debe dar por resultado la derrota. Pero los trabajadores sienten por instinto que hay aún ocultos en las masas grandes poderes de lucha; bastaría con que supieran hacer uso de ellos. Comprenden correctamente que al ceder una y otra vez su posición tiene que empeorar, que esto sólo puede impedirse luchando. Deben surgir entonces conflictos en los sindicatos entre los funcionarios y los miembros. Los miembros protestan contra los nuevos (laudos) salariales, favorables a los empleadores; los funcionarios defienden los acuerdos logrados mediante largas y difíciles negociaciones y tratan de hacerlos ratificar. Por lo tanto, tienen que actuar a menudo como portavoces de los intereses capitalistas contra los intereses de los trabajadores. Y puesto que son quienes influyen en el manejo de los sindicatos al volcar de su lado todo el peso del poder y la autoridad, puede decirse que en sus manos los sindicatos se transforman en órganos del capital.
El desarrollo del capitalismo, el aumento del número de trabajadores, la urgente necesidad de asociación, hacen que los sindicatos se transformen en organizaciones gigantescas que requieren un equipo cada vez mayor de funcionarios y líderes. Estos llegan a constituir una burocracia que administra todo el negocio, un poder dominante sobre los miembros, porque tienen en sus manos todos los factores de poder. Como expertos preparan y manejan todos los asuntos, administran las finanzas y la inversión del dinero con diferentes propósitos, son directores de los diarios sindicales, mediante los cuales pueden imponer sus propias ideas y puntos de vista a los miembros. Prevalece una democracia formal: los miembros en sus asambleas, los delegados elegidos en los congresos, tienen que decidir, así como el pueblo decide la política en el parlamento y el Estado. Pero las mismas influencias que hacen que el parlamento y el Estado se transformen en señores del pueblo, operan también en estos parlamentos del trabajo. Estos transforman a la burocracia alerta de funcionarios expertos en una especie de gobierno sindical, que maneja a los miembros absorbidos por su trabajo y preocupaciones diarias. A éstos se les pide no solidaridad, que es la virtud proletaria, sino disciplina y obediencia a las decisiones. Así surge una diferencia de punto de vista, un contraste de opiniones respecto de diversas cuestiones. Ese contraste se ve fortalecido por la diferencia que existe en lo que respecta a condiciones de vida: la inseguridad de trabajo de los obreros, siempre amenazado por las fuerzas de la depresión y por el desempleo, en contraste con la seguridad que necesitan los funcionarios para manejar adecuadamente los asuntos sindicales.
Fue tarea y función del sindicalismo, mediante su lucha mancomunada, sacar a los trabajadores de su desesperada miseria y conquistar para ellos un lugar reconocido en la sociedad capitalista. El sindicalismo tuvo que defender a los trabajadores contra la explotación cada vez mayor por parte del capital. Ahora, cuando el gran capital se consolida más que nunca en un poder monopolista de los bancos y de los intereses industriales, esta función anterior del sindicalismo (ha terminado). Su poder resulta escaso en comparación con el formidable poder del capital. Los sindicatos son ahora organizaciones gigantes, con su lugar reconocido en la sociedad; su posición está reglamentada por la ley, y los acuerdos de las comisiones que laudan acerca de los salarios tienen fuerza legal coactiva para toda la industria. Sus líderes aspiran a formar parte del poder que rige las condiciones industriales. Ellos son el aparato mediante el cual el capital monopolista impone sus condiciones a toda la clase trabajadora. Para este capital, ahora todopoderoso, es normalmente mucho más preferible disfrazar su dominio en formas democráticas y constitucionales, que mostrado en la desnuda brutalidad de la dictadura. Las condiciones de trabajo que el capital considera adecuadas para los trabajadores serán aceptadas y obedecidas mucho más fácilmente en forma de acuerdos celebrados por los sindicatos que en forma de dictados impuestos con arrogancia. En primer lugar, porque a los trabajadores les queda la ilusión de que son dueños de sus propios intereses. En segundo lugar, porque todos los vínculos de adhesión, que como su propia creación, la creación de sus sacrificios, de su lucha, de su exaltación, hacen que los sindicatos sean queridos para los trabajadores, están ahora al servicio de los dueños. Así, en las condiciones actuales los sindicatos se han transformado más que nunca en órganos del dominio del capital monopolista sobre la clase trabajadora.

2. La acción directa
Como instrumento de lucha de la clase trabajadora contra el capital, los sindicatos están perdiendo su importancia. Pero la lucha misma no puede cesar. Las tendencias represivas se hacen más fuertes bajo el gran capitalismo, y por lo tanto la resistencia de los trabajadores también debe ser más enérgica. Las crisis económicas se hacen cada vez más destructivas y socavan un progreso aparentemente asegurado. La explotación se intensifica, para retrasar la disminución de la tasa de beneficio que percibe el capital, en rápido aumento. Así se provoca una y otra vez a los trabajadores a que opongan resistencia. Pero contra el poder grandemente acrecentado del capital ya no pueden servir los viejos métodos de lucha. Se requieren nuevos métodos, y muy pronto comienzan a aparecer por sí mismos. Brotan espontáneamente en la huelga (ilegal) salvaje, en la acción directa.
La acción directa significa acción de los trabajadores mismos sin intermediación de los funcionarios sindicales. Una huelga se llama salvaje (ilegal o no oficial), por contraste con la huelga declarada por el sindicato de acuerdo con las disposiciones y reglamentaciones. Los trabajadores saben que esta última no produce ningún efecto, pues los funcionarios se ven forzados a declararla contra su propia voluntad y punto de vista, pensando quizá que una derrota será una lección saludable para los insensatos trabajadores, y tratando, en todo caso, de ponerle término lo antes posible. Así, cuando la presión es demasiado intensa, cuando las negociaciones con los directores se prolongan sin ningún resultado, al final en grupos más pequeños o más grandes irrumpe la exasperación y se desencadena la huelga salvaje.
La lucha de los trabajadores contra el capital no es posible sin organización. Y la organización surge en forma espontánea, inmediata. No por supuesto en la forma en que se funda un nuevo sindicato, con una junta elegida y reglamentos formulados en párrafos ordenados. A veces, sin duda, se lo ha hecho de esta manera; al atribuir la ineficacia a deficiencias personales de los viejos líderes, y en su amargura contra el viejo sindicato, los trabajadores fundaron uno nuevo y pusieron a su frente a sus hombres más capaces y enérgicos. Entonces sí que al comienzo todo fue energía y febril acción; pero a la larga el nuevo sindicato, si sigue siendo pequeño carece de poder no obstante su actividad, y si crece y se agranda, desarrolla necesariamente las mismas características que el sindicato anterior. Luego de tales experiencias los trabajadores seguirán al final el camino inverso, de mantener enteramente en sus propias manos la dirección de su lucha.
La dirección en las propias manos, llamada también su propio liderazgo, significa que toda iniciativa, todas las decisiones, proceden de los trabajadores mismos. Aunque haya un comité de huelga, porque todo no lo pueden hacer siempre juntos, lo que se hace lo deciden los huelguistas; continuamente en contacto entre sí distribuyen el trabajo, planean todas las medidas y deciden directamente todas las acciones. Decisión y acción, ambas colectivas, son una sola cosa.
La primera y más importante tarea es la propaganda para ampliar la huelga. Debe intensificarse la presión sobre el capital. Contra el enorme poder del capital están inermes no sólo los obreros individuales, sino también los grupos separados. El único poder que equipara al capital es la firme unidad de toda la clase trabajadora. Los capitalistas saben o sienten esto perfectamente bien, y así lo único que los induce a hacer concesiones es el temor de que la huelga pueda difundirse y llegar a ser general. Cuanto más manifiestamente decidida sea la voluntad de los trabajadores, cuanto mayor sea el número de ellos que toma parte en la huelga, tanto más probable será el éxito.
Tal extensión es posible porque no se trata de la huelga de un grupo retrasado, en peores condiciones que otro, que trata de elevarse al nivel general. En las nuevas circunstancias el descontento será universal; todos los obreros se sentirán oprimidos bajo la superioridad capitalista; el combustible de las explosiones se habrá acumulado por todas partes. Si los obreros se unen a la lucha no será para otros sino para sí mismos. Mientras se sientan aislados, temerosos de perder su trabajo, inseguros respecto de lo que harán sus camaradas, sin firme unidad, se abstendrán de la acción. Sin embargo, asumirán nuevamente la lucha, cambiarán su vieja personalidad por una nueva; el miedo egoísta retrocederá al último plano y saldrán a la luz las fuerzas de la comunidad, la solidaridad y la abnegación, alentando el coraje y la perseverancia. Estas son contagiosas; el ejemplo de la actividad combativa provoca en otros, que sienten en sí idénticas fuerzas, el espíritu de la confianza recíproca y en sí mismos. Así, la huelga espontánea como el incendio de una pradera puede propagarse a las otras empresas y envolver masas cada vez más grandes de trabajadores.
Esto no puede ser trabajo de un pequeño número de líderes, se trate de funcionarios sindicales o de nuevos portavoces que se impongan por sí mismos, aunque el empuje de unos pocos camaradas intrépidos, por supuesto, puede dar fuerte impulso a los demás. Tiene que ser la voluntad y el trabajo de todos, en iniciativa común. Los trabajadores deben no sólo hacer, sino también idear, meditar cuidadosamente, decidido todo por sí mismos. No pueden derivar la decisión y la responsabilidad a un cuerpo a un sindicato, que se ocupe de ellas. Ellos son los enteramente responsables de su lucha, y el éxito o fracaso depende de ellos mismos. De pasivos se han transformado en seres activos, que toman con decisión su destino en sus propias manos. De individuos separados que se preocupan cada uno por sí mismo, se han transformado en una unidad sólida firmemente aglutinada.
Tales huelgas espontáneas presentan además otro aspecto importante; se borra la división de los trabajadores en sindicatos diferentes y separados. En el mundo sindical las tradiciones provenientes de la anterior época pequeño-capitalista desempeñan un importante papel en la separación de los trabajadores en corporaciones que a menudo compiten entre sí, se tienen celos y polemizan. En algunos países las diferencias religiosas y políticas actúan como planos de fractura en el establecimiento de sindicatos separados de tendencia liberal, católica, socialista u otras. En el taller, los miembros de los diferentes sindicatos están uno junto a otro. Pero incluso en las huelgas se los mantiene separados como para que no se infecten con demasiadas ideas de unidad, y la concordancia en la acción y en la negociación sólo se mantiene por obra de las juntas y los funcionarios sindicales. Sin embargo, en el caso de las acciones directas, estas diferencias de afiliación a sindicatos distintos se vuelven irreales y son como etiquetas meramente exteriores. Para tales luchas espontáneas lo primero que se requiere es la unidad; y hay unidad, pues de otra manera no se podría luchar. Todos los que están juntos en una fábrica, en la misma posición, como asociados directos sometidos a la misma explotación, contra el mismo dueño, se mantienen juntos en la acción común. Su comunidad real es el taller; son personal de la misma empresa, forman una unión natural de trabajo común, suerte común e intereses comunes. Como espectros del pasado, las viejas distinciones de diferentes afiliaciones pierden nitidez, casi olvidadas en la nueva realidad viviente de los camaradas que libran una lucha común. La vívida conciencia de la nueva unidad realza el entusiasmo y el sentimiento de poder.
Así, en estas huelgas espontáneas aparecen algunas características de las próximas formas que asumirá la lucha: primero, la acción por propia iniciativa, manteniendo en las propias manos toda la actividad y la decisión; y luego la unidad, sin distinción de antiguas afiliaciones, de acuerdo con el agrupamiento natural de las empresas. Estas formas se presentan no por un cuidadoso planeamiento, sino en forma espontánea, irresistible, impuestas por el pesado poder superior del capital contra el cual las viejas organizaciones ya no pueden luchar seriamente. Por consiguiente, esto no significa que ahora se haya dado vuelta la tortilla, que ahora ganen los trabajadores. También las huelgas salvajes terminan generalmente en una derrota. Su ámbito es demasiado estrecho. Sólo en algunos casos favorables tienen éxito, cuando se proponen impedir una degradación en las condiciones de trabajo. Su importancia consiste en que demuestran un nuevo espíritu de lucha que no puede ser reprimido. De los más profundos instintos de auto conservación, de deber frente a la familia y a los camaradas surge reiteradamente la voluntad de afirmarse a sí mismo. Hay una ventaja en el aumento de la confianza en sí mismo y en el sentimiento de clase. Tales disposiciones de ánimo presagian luchas de mayor alcance, cuando las grandes emergencias sociales, al ejercer una mayor presión y producir una desazón más profunda, impulsen a las masas a actuar con mayor energía.
Cuando irrumpen huelgas salvajes en gran escala, que incluyen grandes masas de trabajadores, ramas enteras de la industria, ciudades o distritos, la organización tiene que tomar nuevas formas. Es imposible deliberar en una sola asamblea; pero más que nunca es necesaria la comprensión mutua para la acción común. Se forman comités de huelga sobre la base de los delegados del personal de todas las fábricas, para que examinen continuamente todas las circunstancias. Tales comités de huelga son por completo distintos de las comisiones directivas de funcionarios de los sindicatos; ya muestran las características de los consejos obreros. Surgen de la lucha, para darle unidad de dirección. Pero no son líderes en el viejo sentido, no tienen ningún poder directo. Los delegados, que son a menudo personas diferentes, se reúnen para expresar la opinión y la voluntad de los (grupos) de personal que los han enviado. En efecto, ese personal defiende la acción en que se manifiesta la voluntad. Sin embargo, los delegados no son simples mensajeros de sus grupos mandantes; toman una parte preponderante en la discusión, encarnan las convicciones predominantes. En las asambleas de comité se discuten las opiniones y se las somete a la prueba de las circunstancias del momento; los delegados vuelven a llevar los resultados y las resoluciones a las asambleas de (grupos) de personal. A través de estos intermediarios los personales de las fábricas participan en las deliberaciones y decisiones. Así, se asegura la unidad de acción de grandes masas de trabajadores.
Esto no ocurre, sin duda, de modo que cada grupo se incline obediente ante las decisiones del comité. No hay ningún párrafo que le confiera tal poder sobre los grupos. La unidad en la lucha colectiva no es el resultado de una juiciosa reglamentación de competencias, sino de las necesidades espontáneas que surgen en una esfera de apasionada acción. Los trabajadores mismos deciden, no porque se les acuerde tal derecho en reglamentaciones aceptadas, sino porque deciden realmente, mediante sus acciones. Puede ocurrir que un grupo no logre convencer a otros grupos por medio de argumentos, pero que lo arrastre mediante su acción y su ejemplo. La autodeterminación de los trabajadores acerca de la acción de lucha no es un requerimiento planteado por la teoría, por argumentos de practicidad, sino afirmación de un hecho que surge de la práctica. Ocurrió a menudo en grandes movimientos sociales -y ocurrirá sin duda de nuevo- que las acciones no se compadecieron con las decisiones. A veces los comités centrales llamaron a una huelga general y sólo los siguieron, aquí y allá, pequeños grupos. En otros casos, los comités pesaron escrupulosamente la situación sin aventurarse a una decisión, y los trabajadores desencadenaron una lucha masiva. Puede ser incluso posible que los mismos trabajadores que resolvieron con entusiasmo declarar la huelga retrocedan cuando se enfrentan con los hechos. O, inversamente, que una prudente vacilación rija las decisiones y, sin embargo, estalle irresistiblemente una huelga no resuelta, impulsada por fuerzas internas. Mientras en su pensamiento consciente viejas consignas y teorías desempeñan un papel y determinan argumentos y opiniones, en el momento de la decisión, de la cual depende el bienestar o el infortunio, se abre paso una fuerte intuición de las condiciones reales, y determina las acciones. Esto no significa que tal intuición guíe siempre a los trabajadores en forma correcta; la gente puede equivocarse en su impresión acerca de las condiciones externas. Pero esa intuición decide; no se la puede reemplazar por un liderazgo externo, por guardianes que dirijan a los trabajadores, por más sagaces que aquéllos sean. Con sus propias experiencias en la lucha, en el éxito y la adversidad, los trabajadores deben adquirir la capacidad necesaria para cuidar correctamente de sus intereses.
Así, las dos formas de organización y lucha están en contraste, la antigua de los sindicatos y las huelgas reglamentarias, y la nueva de la huelga espontánea y los consejos obreros. Esto no significa que el mecanismo anterior sea simplemente sustituido, en algún momento, por el otro, como única alternativa. Pueden concebirse formas intermedias, intentos de corregir los males y la debilidad del sindicalismo y preservar sus principios correctos, de evitar el liderazgo de una burocracia de funcionarios, de evitar la separación por obra de un estrecho criterio según las especialidades y los intereses comerciales, y de preservar y utilizar las experiencias adquiridas en luchas anteriores. Esto podría hacerse manteniendo unido, después de una gran lucha, a un núcleo de los mejores luchadores, en un único sindicato general. Cuando una huelga estalle espontáneamente, este sindicato se presentará con sus propagandistas y organizadores fogueados, para ayudar a las masas inexpertas con su consejo, para instruirlas, organizadas y defenderlas. De esta manera cada lucha significará un progreso de organización, no en el sentido de conjunto de miembros que pagan una cuota, sino en el sentido de una creciente unidad de clase.
Un ejemplo de tal sindicato podría encontrarse en el gran sindicato norteamericano Industrial Workers of the World . A fines del siglo pasado, en contraste con los sindicatos conservadores de obreros especializados bien pagados, unidos en la American Federation of Labor , se desarrolló aquella organización debido a las especiales condiciones que reinaban en los Estados Unidos, en parte a raíz de encarnizadas luchas de mineros y leñadores, pioneros independientes en las tierras vírgenes del Lejano Oeste, contra el gran capital que había monopolizado las riquezas en madera y suelo productivo apoderándose de ellas, y en parte por las huelgas de hambre de las masas miserables de inmigrantes que provenían de Europa oriental y Europa del sur, apiñadas y explotadas en las fábricas de las ciudades del Este y en las minas de carbón, despreciadas y descuidadas por los viejos sindicatos. La I. W. W. les proporcionó líderes y organizadores expertos en huelgas que les mostraron cómo enfrentar el terrorismo policial, que los defendieron ante la opinión pública y los tribunales, que les enseñaron la práctica de la solidaridad y la unidad y les abrieron perspectivas más amplias acerca de la sociedad, el capitalismo y la lucha de clases. En tales luchas de gran importancia decenas de millares de nuevos miembros se afiliaron a la I. W. W., de los cuales sólo se mantuvo en ella una pequeña fracción. Este gran sindicato único se adaptaba al desenfrenado desarrollo del capitalismo norteamericano en los días en que éste construyó su poder sometiendo a las masas de pioneros independientes.
Formas similares de lucha y organización pueden propagarse y surgir en todas partes, cuando los trabajadores se levantan en grandes huelgas, sin tener aún la completa confianza en sí mismos como para tomar enteramente las cosas en sus propias manos. Pero sólo como formas temporarias de transición. Hay una fundamental diferencia entre las condiciones de la lucha futura en la gran industria y las de los Estados Unidos en el pasado. En este último caso se trataba del surgimiento, y ahora del ocaso del capitalismo. Antes, la ruda experiencia de los pioneros o el egoísmo primitivo de la lucha por la existencia de los inmigrantes eran la expresión de un individualismo de la clase media al que había que doblegar bajo el yugo de la explotación capitalista. Ahora, las masas entrenadas en la disciplina durante toda su vida por las máquinas y el capital, vinculadas por fuertes lazos técnicos y espirituales con el aparato productivo, organizarán su utilización sobre la nueva base de la colaboración. Estos trabajadores son cabalmente proletarios, pues todo remanente del individualismo de clase media fue desgastado y borrado desde hace largo tiempo por el hábito del trabajo en colaboración. Las fuerzas de la solidaridad y la devoción ocultas en ellos sólo esperan a que aparezca la perspectiva de grandes luchas para transformarse en un principio predominante de la vida. Además, incluso las capas más reprimidas de la clase trabajadora, que sólo se unen a sus camaradas en forma vacilante deseando apoyarse en su ejemplo, sentirán pronto que también crecen en ellas las nuevas fuerzas de la comunidad, y percibirán también que la lucha por la libertad les pide no sólo su adhesión sino el desarrollo de todos los poderes de actividad autónoma y confianza en sí mismos de que dispongan. Así, superando todas las formas intermedias de autodeterminación parcial, el progreso seguirá decididamente el camino de la organización de consejos.

3. La ocupación de las fábricas
En las nuevas condiciones del capitalismo surgió una nueva forma de lucha para lograr mejores condiciones de trabajo: la ocupación de las fábricas, llamada generalmente huelga de brazos caídos, pues los trabajadores abandonan la tarea pero no se retiran de la fábrica. Esa actitud no es un invento teórico, sino que surgió en forma espontánea de las necesidades prácticas; la teoría no puede sino explicar a posteriori sus causas y consecuencias. En la gran crisis mundial de 1930 el desempleo fue tan universal y duradero que surgió una especie de antagonismo de clase entre el privilegiado número de gente con empleo y las masas desocupadas. Se hizo imposible cualquier huelga regular contra las reducciones de salarios, porque después que los huelguistas abandonaban los talleres éstos eran invadidos de inmediato por las masas de desocupados. Así, el rechazo a trabajar en peores condiciones debía combinarse, necesariamente, con la permanencia en el lugar de trabajo mediante la ocupación de la fábrica.
Sin embargo, al haber surgido en estas circunstancias especiales, la huelga de brazos caídos muestra algunas características que vale la pena considerar más atentamente como expresión de una forma más desarrollada de lucha. Manifiesta la formación de una unidad más sólida. En la antigua forma de huelga la comunidad trabajadora del personal se disolvía cuando éste abandonaba la fábrica. Los obreros dispersados por las calles y en sus hogares y entre otras personas, estaban separados en individuos aislados. Para discutir y decidir como un cuerpo tenían entonces que reunirse en salones de asamblea, en las calles y en las plazas. Por más que a menudo la policía y las autoridades trataran de obstaculizar, o incluso de prohibir esas reuniones, los operarios defendían con firmeza su derecho a realizarlas, a causa de la conciencia que tenían de que estaban luchando con medios legítimos para fines legítimos. La legalidad de la práctica sindical era en general reconocida por la opinión pública.
Sin embargo, cuando esta legalidad no se reconoce, cuando el creciente poder del gran capital sobre las autoridades estatales discute el uso de salones y plazas para realizar asambleas, los trabajadores, si desean luchar, tienen que afirmar sus derechos tomándoselos. En los Estados Unidos todas las grandes huelgas fueron acompañadas en general por una continua lucha con la policía por el uso de las calles y lugares cerrados para las reuniones. La huelga de brazos caídos libera a los trabajadores de esta necesidad, pues se toman el derecho de reunirse en el lugar adecuado, es decir, en el taller. Al mismo tiempo la huelga se hace realmente eficaz debido a la imposibilidad en que se encuentran los rompehuelgas de tomar los lugares de aquéllos.
Por supuesto, esto trae consigo una nueva y difícil lucha. Los capitalistas, como dueños de la fábrica, consideran que la ocupación por los huelguistas es una violación de su derecho de propiedad, y basados en este argumento jurídico llaman a la policía para expulsar a los trabajadores. En verdad, desde el punto de vista estrictamente jurídico la ocupación de una fábrica está en conflicto con la ley formal. Exactamente como la huelga está en conflicto con la ley formal. Y de hecho el empleador apeló regularmente a esta ley formal como arma de lucha estigmatizando a los huelguistas por violar las cláusulas del contrato, lo cual le da derecho a designar nuevos obreros en lugar de los rebeldes. Pero contra esta lógica jurídica han persistido y se han desarrollado las huelgas como forma de lucha, porque eran necesarias.
La ley formal no representa, en verdad, la realidad intima del capitalismo, sino sólo sus formas exteriores, a las que se atiene la clase media y la opinión jurídica. El capitalismo no es en realidad un mundo de individuos iguales que celebran contratos, sino un mundo de clases en lucha. Cuando el poder de los trabajadores era demasiado pequeño prevalecía la opinión de la clase media basada en la ley formal, y los huelguistas eran desalojados por haber roto sus contratos y reemplazados por otros. En cambio, cuando la lucha sindical hubo conquistado su lugar, se afirmó una concepción jurídica nueva y más verdadera: una huelga no es una interrupción ni una cesación, sino una suspensión temporaria del contrato de trabajo, para resolver una disputa acerca de condiciones de trabajo. Los legisladores pueden no aceptar teóricamente este punto de vista, pero la sociedad lo acepta prácticamente.
De la misma manera, la ocupación de las fábricas se afirmó como método de lucha cuando fue necesario y en los casos en que los trabajadores fueron capaces de tomar esa actitud. Los capitalistas y los legisladores podían seguir charlando acerca de la violación de los derechos de propiedad. Para los trabajadores, sin embargo, era una acción que no atacaba los derechos de propiedad, sino que suspendía temporariamente sus efectos. La ocupación de una fábrica no equivale a su expropiación. Es sólo una suspensión momentánea de la disposición de la propiedad por parte del capitalista. Después de resuelto el conflicto, éste es dueño y propietario indiscutido como antes.
Sin embargo, al mismo tiempo, la ocupación es algo más. En ella, como en un relámpago que brilla en el horizonte, surge un atisbo del desarrollo futuro. Mediante la ocupación de las fábricas los trabajadores demuestran, involuntariamente, que su lucha ha entrado en una nueva fase. Cuando toman esa actitud aparece clara su firme y recíproca unión como organización de fábrica, en una unidad natural que no se disuelve en individuos aislados. Los trabajadores cobran conciencia de su íntima vinculación con la fábrica. Para ellos no es el edificio de otro donde sólo van a trabajar a las órdenes de éste y para él, hasta que los echa. Para ellos la fábrica con sus máquinas es un aparato productivo que ellos manejan, un órgano que sólo forma parte viviente de la sociedad gracias a su trabajo. No es nada que les sea extraño; se sienten como en su casa, mucho más que los propietarios jurídicos, que los accionistas, que ni siquiera saben dónde queda la fábrica. En el taller los obreros cobran conciencia del contenido de su vida, de su trabajo productivo, de su comunidad laboral como una colectividad que se convierte en un organismo vivo, en un elemento de la totalidad de la sociedad. Con la ocupación de las fábricas surge un vago sentimiento de que los obreros deberían ser dueños totales de la producción, que deberían expulsar a los ajenos indignos, a los capitalistas que dan las órdenes, que abusan de ella derrochando las riquezas de la humanidad y devastando la tierra. Y en la encarnizada lucha que será necesaria, los talleres desempeñarán nuevamente un rol principal como unidades de organización, de acción común y quizá como apoyos y baluartes, ejes de fuerza y objetivos de lucha. Comparada con la vinculación natural de los trabajadores con los talleres, el mando del capital aparece como una dominación artificial y externa, aún poderosa pero con los pies en el aire, mientras que el creciente dominio de los trabajadores está firmemente enraizado en la tierra. Así, en la ocupación de las fábricas el futuro proyecta su luz en la progresiva conciencia de que las fábricas pertenecen a los trabajadores, de que junto con ellos constituyen una armoniosa unidad, y de que la lucha por la libertad se librará en las fábricas y por medio de ellas.

4. Las huelgas políticas
No todas las grandes huelgas de los trabajadores ocurridas en el siglo pasado se libraron por motivos de salarios y condiciones de trabajo. Aparte de las llamadas huelgas económicas, ocurrieron huelgas políticas. Su objetivo era la promoción o la prevención de una medida política. No estaban dirigidas contra los empleadores sino contra el gobierno estatal, para inducido a conceder a los trabajadores más derechos políticos, o para disuadirlo de actos dañinos. Así, podía ocurrir que los empleadores coincidieran con los propósitos y promovieran la huelga.
En el capitalismo es necesario un cierto monto de igualdad social y de derechos políticos para la clase trabajadora. La producción industrial contemporánea se basa en una intrincada técnica, producto de un conocimiento muy desarrollado, y requiere una cuidadosa colaboración y capacidad personal por parte de los trabajadores. El ejercicio más extremo de las fuerzas no puede, como en el caso de los culis o los esclavos, imponerse por medio de la brutal compulsión física, con el látigo o la violencia; ello provocaría la venganza, que se traduciría en un maltrato igualmente rudo de las máquinas y herramientas. La obligación debe provenir de motivos internos, de medios morales de presión basados en la responsabilidad individual. Los trabajadores no deben sentirse como esclavos impotentes y amargados; deben tener los medios para oponerse a las injusticias que se les infligen. Tienen que sentirse como libres vendedores de su capacidad de trabajo, que ponen en juego todas sus fuerzas, porque formal y aparentemente están determinando su propia suerte en la competición general. Para mantenerse como clase trabajadora necesitan no sólo la libertad personal y la igualdad legal proclamadas por las leyes de la clase media, sino también derechos y libertades especiales que aseguren estas posibilidades: el derecho de asociación, el de reunión, el de agremiación, la libertad de pensamiento y de prensa. Y todos estos derechos políticos deben protegerse mediante el sufragio universal, para que los trabajadores afirmen su influencia sobre el parlamento y la ley.
El capitalismo comenzó negando estos derechos, asistido para ello por el despotismo heredado y el carácter retrógrado de los gobiernos existentes, y trató de hacer de los trabajadores víctimas impotentes de su explotación. Sólo en forma gradual, como consecuencia de encarnizada lucha contra la opresión inhumana, se fueron conquistando algunos derechos. Puesto que en su primera etapa el capitalismo temía la hostilidad de las clases más bajas, de los artesanos empobrecidos por su competencia y de los trabajadores hambreados por los bajos salarios, el sufragio se mantuvo restringido a las clases adineradas. Sólo en épocas posteriores, cuando el capitalismo echó firmes raíces, cuando sus ganancias fueron grandes y su dominio quedó asegurado, se eliminaron gradualmente las restricciones al derecho electoral. Pero sólo bajo una fuerte presión, y a menudo con dura lucha por parte de los trabajadores. La lucha por la democracia llena la historia de la política interna de los países durante el siglo XIX, primero en Inglaterra y luego en todos los países donde se introdujo el capitalismo.
En Inglaterra el sufragio universal fue uno de los principales puntos del pliego de exigencias presentado por los trabajadores ingleses en el movimiento Cartista, su primero y más glorioso período de lucha. Su agitación había sido poderoso motivo de persuasión de la clase terrateniente dominante para que ésta cediera a la presión del movimiento simultáneo de Reforma, nacido de los capitalistas industriales que iban surgiendo. Así, por la Ley de Reforma de 1832 los empleadores industriales obtuvieron su parte en el poder político, pero los trabajadores tuvieron que volver a sus casas con las manos vacías y continuar su esforzada lucha. Luego, en el período culminante del Cartismo se proyectó un mes sagrado, en 1839, en que se detendría todo el trabajo hasta que se concedieran las demandas. De esa manera, los trabajadores ingleses fueron los primeros en proclamar la huelga política como arma de lucha. Pero no pudieron llevarla a cabo, y en ocasión de un estallido (1842) tuvieron que interrumpirla sin éxito; no se podía doblegar por ese medio el poder superior de la clase de los terratenientes y la de los propietarios de fábricas, que se habían combinado para ejercer su dominio. Hubo que esperar una generación, y cuando después de un período de prosperidad y expansión industrial sin precedentes se reanudó una vez más la propaganda, en este caso por acción combinada de los sindicatos en la Asociación Internacional de Trabajadores (la Primera Internacional de Marx y Engels), la opinión pública de la clase media se mostró dispuesta a extender, en etapas consecutivas, el sufragio a la clase trabajadora.
En Francia el sufragio universal formó parte, desde 1848, de la constitución republicana, pues tal gobierno dependió siempre del apoyo de los trabajadores. En Alemania la fundación del Imperio, en los años 1866-70, producto de un febril desarrollo capitalista que impulsó a toda la población, trajo consigo el sufragio universal como garantía de contacto continuado con las masas populares. Pero en muchos otros países la clase propietaria, y a menudo sólo una parte privilegiada de ésta, se mantuvo aferrada a su monopolio de la influencia política. En este caso la campaña en favor de los derechos electorales, que constituirían obviamente la puerta de acceso al poder y la libertad política, movió a sectores cada vez más amplios de la clase trabajadora a participar, organizarse y realizar actividad política. Inversamente, el temor de las clases propietarias, que veían con aprensión el dominio político del proletariado, agudizó su resistencia. Formalmente la cuestión parecía desesperada para las masas; el sufragio universal tenía que imponerlo legalmente un parlamento elegido por la minoría privilegiada, e invitado, por lo tanto, a destruir sus propios fundamentos. Esto implica que sólo por medios extraordinarios, por la presión ejercida desde afuera y finalmente mediante huelgas políticas masivas podía lograrse tal fin. Puede comprenderse lo que ocurrió con el ejemplo clásico de la huelga que se declaró en Bélgica, en 1893, en favor de la extensión de los derechos electorales.
En Bélgica, mediante un sistema de empadronamiento limitado el gobierno se encontraba perpetuamente en manos de una pequeña camarilla de conservadores del partido clerical. Las condiciones de trabajo en las minas de carbón y en las fábricas se encontraban notoriamente entre las peores de Europa y llevaron a explosiones que se tradujeron en frecuentes huelgas. La extensión del sufragio como un modo de reforma social, propuesta frecuentemente por unos pocos parlamentarios liberales, fue derrotada, una y otra vez, por la mayoría conservadora. Entonces el Partido Obrero, que conducía la agitación, se organizaba y preparaba desde hacía muchos años, decidió declarar una huelga general. Tal huelga tenía que ejercer presión política durante la discusión parlamentaria acerca de una nueva propuesta electoral. Debía demostrar el intenso interés y la obstinada voluntad de las masas, que abandonaron su trabajo para prestar toda su atención a este problema fundamental. Tenía que mover a todos los elementos indiferentes que había entre los trabajadores y los pequeños comerciantes, para que tomaran parte en lo que era para todos ellos un interés vital. Tenía que mostrar a los gobernantes de estrechas miras el poder social de la clase trabajadora, para que se persuadieran de que esa clase se rehusaba a seguir permaneciendo bajo tutela. Al principio, por supuesto, la mayoría parlamentaria tomó una actitud, se rehusó a que la obligaran por la presión ejercida desde afuera, pues deseaba decidir según su propia voluntad y conciencia; y así eliminó de los asuntos a tratar la ley de sufragio y comenzó ostensiblemente a discutir otras cuestiones. Pero entretanto prosiguió la huelga y se extendió cada vez más, hasta que la producción se detuvo, cesó el tráfico e incluso se produjo inquietud entre el personal de servicios públicos esenciales. El aparato gubernamental mismo se vio dañado en sus funciones y en el mundo comercial, con el creciente sentimiento de incertidumbre, se expresaba en voz alta la opinión de que conceder la demanda era menos peligroso que provocar una catástrofe. Así comenzó a tambalear la determinación de los parlamentarios; éstos percibieron que tenían que elegir entre ceder o aplastar la huelga con el empleo de fuerzas militares. Pero, ¿podía confiarse en tal caso en los soldados? Así, los parlamentarios debieron ceder; hubo que revisar la voluntad y conciencia, y aceptar y aprobar finalmente las propuestas. Los trabajadores, mediante una huelga política, habían logrado su propósito y conquistado un derecho político fundamental.
Después de tal éxito muchos trabajadores y sus portavoces supusieron que esta nueva y poderosa arma podía utilizarse más a menudo para lograr importantes reformas. Pero en esto se vieron defraudados; la historia del movimiento laboral conoce más fracasos que éxitos en las huelgas políticas. Tal huelga trata de imponer la voluntad de los trabajadores sobre un gobierno de la clase capitalista. Es una especie de revuelta, una revolución, y despierta en esa clase los instintos de autodefensa y los impulsos de represión. Estos instintos estuvieron reprimidos cuando parte de la burguesía misma se sintió molesta por el carácter retrógrado de las instituciones políticas y percibió la necesidad de reformas novedosas. Entonces la acción masiva de los obreros fue un instrumento de modernización del capitalismo. Puesto que los trabajadores estaban unidos y plenos de entusiasmo, mientras que la clase propietaria en todo caso estaba dividida, la huelga tuvo éxito. Pudo tenerlo no debido a la debilidad de la clase capitalista, sino a causa de la fortaleza del capitalismo. El capitalismo se robustece cuando sus raíces, por obra del sufragio universal que asegura por lo menos la igualdad política, se hunden más profundamente en la clase trabajadora. El sufragio de los trabajadores pertenece al capitalismo desarrollado, porque los trabajadores necesitan del sufragio, así como de los sindicatos, para mantenerse en su función dentro del capitalismo.
Sin embargo, si bien en puntos menores deben suponerse capaces de imponer su voluntad contra los reales intereses de los capitalistas, esta clase constituye un sólido (bloque) contra ellos. Los trabajadores lo sienten como por instinto, y mientras no son arrastrados por un gran propósito inspirador que neutralice todas las vacilaciones, siguen en la incertidumbre y divididos. Cada grupo, al ver que la huelga no es universal, vacila a su vez. Los voluntarios de las otras clases se ofrecen para los servicios y el tráfico más necesarios; aunque no sean realmente capaces de sostener la producción, su actividad por lo menos desalienta a los huelguistas. La prohibición de las asambleas, el despliegue de fuerzas armadas, la ley marcial pueden demostrar aún más el poder del gobierno y la voluntad de utilizado. Así, la huelga comienza a tambalear y hay que interrumpirla, a menudo con pérdidas considerables y desilusión para las organizaciones derrotadas. En experiencias como éstas los trabajadores descubrieron que por su solidez interna el capitalismo es capaz de resistir incluso ataques bien organizados y masivos. Pero al mismo tiempo se sintieron seguros de que en las huelgas masivas, siempre que se las realizara en el momento debido, los trabajadores poseen una poderosa arma.
Este punto de vista se vio confirmado en la primera Revolución Rusa de 1905. En esa ocasión se mostró un carácter enteramente nuevo en las huelgas de masas. En Rusia sólo se manifestaban en esa época los comienzos del capitalismo: unas pocas fábricas grandes en las ciudades importantes, apoyadas sobre todo por el capital foráneo con subsidios del Estado, donde campesinos agotados se apiñaban para trabajar como obreros industriales. Estaban prohibidos los sindicatos y las huelgas; el gobierno era primitivo y despótico. El Partido Socialista, que se componía de intelectuales y obreros, tenía que luchar para conquistar lo que las revoluciones de la clase media ya habían establecido en Europa occidental: la destrucción del absolutismo y la introducción de derechos constitucionales y de leyes. Por consiguiente, la lucha de los trabajadores rusos estaba destinada a ser espontánea y caótica. La lucha se manifestó primero con huelgas de protesta contra las miserables condiciones de trabajo, con severa represión por parte de los cosacos y la policía, y luego adquirió un carácter político, con manifestaciones y el despliegue de banderas rojas en las calles. Cuando la guerra ruso-japonesa de 1905 debilitó al movimiento zarista y mostró su podredumbre interna, irrumpió la revolución como una serie de huelgas salvajes a escala gigantesca. Se encendió la llamarada que se propagó como un relámpago de una fábrica a otra, de una ciudad a otra, hasta que produjo la detención de toda la industria; luego las huelgas se disolvieron en conflictos de carácter menor, hasta que se extinguieron después de algunas concesiones por parte de los empleadores, o siguieron latentes hasta el momento en que se produjeron nuevos estallidos. Había a menudo manifestaciones callejeras y luchas contra la policía y los soldados. Llegaron días de victoria, en que los delegados de las fábricas se reunieron sin que nadie los molestara para examinar la situación, y luego se unieron con delegaciones de otros grupos, incluso de soldados rebeldes, que les expresaban su simpatía, mientras las autoridades mantenían una actitud pasiva. Después el gobierno hizo de nuevo un movimiento y arrestó a todo el cuerpo de delegados, y la huelga terminó en la apatía. Hasta que al final, en una serie de luchas de barricada, en las ciudades capitales, el movimiento fue aplastado por la fuerza militar.
En Europa occidental las huelgas políticas habían constituido acciones cuidadosamente premeditadas para fines especialmente indicados, y las habían dirigido líderes sindicales o pertenecientes al Partido Socialista. En Rusia el movimiento huelguista fue la revolución de una humanidad gravemente ultrajada, no se lo pudo controlar y se abrió paso por la fuerza como una tormenta o un torrente. No fue la lucha de trabajadores organizados que reclaman un derecho que les fue negado durante largo tiempo; fue el surgimiento de una masa oprimida que se elevó al nivel de la conciencia humana, en la única forma posible de lucha. En este caso no podía ser cuestión de éxito o fracaso, pues el hecho de un estallido ya era una victoria que no se rectificaría, el comienzo de una nueva época. En su apariencia exterior el movimiento fue aplastado y el gobierno zarista recuperó el dominio. Pero en la realidad estas huelgas habían asestado al zarismo un golpe del cual éste no se pudo recuperar. Se introdujeron algunas reformas, políticas, industriales y agrarias. Pero no podía modernizarse toda la estructura del Estado con su despotismo arbitrario de mandarines incapaces y tuvo que desaparecer. Esta revolución preparó la siguiente, en la cual se destruiría toda la vieja Rusia bárbara.
La primera Revolución Rusa influyó profundamente sobre las ideas de los trabajadores de Europa central y occidental. En esas regiones se había desarrollado un nuevo capitalismo que hizo sentir la necesidad de nuevos y más poderosos métodos de lucha, tanto para la defensa como para el ataque. La prosperidad económica que comenzó en la década de 1890 y duró hasta la Primera Guerra Mundial, produjo un aumento sin precedentes de la producción y la riqueza. Se expandió la industria, especialmente la del hierro y el acero, se abrieron nuevos mercados, se construyeron ferrocarriles y fábricas en países extranjeros y en otros continentes; por primera vez el capitalismo se difundió por toda la tierra. Los Estados Unidos y Alemania fueron escena del más rápido desarrollo industrial. Se elevaron los salarios, casi desapareció la desocupación, los sindicatos evolucionaron hasta transformarse en organizaciones de masa. Los trabajadores estaban plenos de esperanzas de progreso continuo en lo que respecta a prosperidad e influencia y se entreveía la proximidad de una época de democracia industrial.
Pero entonces, en el otro bando de la sociedad, vieron otra imagen. El gran capital concentró la producción y las finanzas, la riqueza y el poder en unas pocas manos y construyó fuertes intereses industriales y asociaciones capitalistas. Su necesidad de expansión, de disponer de mercados extranjeros y materias primas, inauguró la política del imperialismo, una política de vínculos más fuertes con las viejas colonias y la conquista de nuevas -una política de creciente antagonismo entre las clases capitalistas de diferentes países y de creciente armamentismo-. Los viejos ideales pacíficos del movimiento de los Little Englanders que se oponían a la política imperial, fueron ridiculizados y cedieron el paso a nuevos ideales de grandeza y poder nacional. Estallaron guerras en todos los continentes, en el Transvaal, en China, Cuba y las Filipinas, en los Balcanes. Inglaterra consolidó su Imperio, y Alemania, que reclamaba su parte en el poder mundial, se preparaba para la guerra mundial. El gran capital con su creciente poder determinaba cada vez más el carácter y las opiniones de toda la burguesía llenándola con su espíritu antidemocrático de violencia. Aunque algunas veces trató de engatusar a los trabajadores con la perspectiva de hacerlos participar de los despojos, mostró en general menos inclinación que en épocas anteriores a hacer concesiones a la fuerza de trabajo. Todas las huelgas por mejores salarios, declaradas para poder alcanzar a los precios que iban subiendo, encontraron una resistencia más tenaz. Se apoderaron de la clase dominante tendencias reaccionarias y aristocráticas. Ya no se hablaba de extensión sino de restricción de los derechos populares, y se escuchaban amenazas, especialmente en los países de Europa continental, de reprimir el descontento de los trabajadores por medios violentos.
De modo que las circunstancias habían cambiado y estaban cambiando cada vez más. El poder de la clase trabajadora se había acrecentado por su organización y su acción política. Pero el poder de la clase capitalista había aumentado aún más. Esto significa que podían esperarse choques más graves entre las dos clases. Así, los trabajadores tenían que buscar otros métodos de lucha, más eficaces que los anteriores. ¿Qué podían hacer si lo regular era que aun las huelgas más justificadas se enfrentaran con grandes lock-outs, o si sus derechos parlamentarios se reducían o burlaban, o si el gobierno capitalista quería hacer la guerra pese a sus vehementes protestas?
Se ve fácilmente que en tales condiciones los elementos más avanzados de la clase trabajadora pensaban y discutían a fondo la acción masiva y la huelga política, y que la huelga general se propagó como un medio de lucha contra el estallido de la guerra. Estudiando los ejemplos de acciones tales como la huelga belga y la rusa, los trabajadores tenían que considerar las condiciones, las posibilidades y las consecuencias de las acciones masivas y de las huelgas políticas en los países capitalistas más desarrollados con gobiernos fuertes y clases capitalistas poderosas. Era evidente que las posibilidades resultaban francamente adversas. Lo que no podía haber ocurrido en Bélgica y en Rusia sería, en este caso, el resultado inmediato: la aniquilación de sus organizaciones. Si la combinación de sindicatos con los partidos socialistas o los partidos obreros proclamaran una huelga general el gobierno, seguro del apoyo de toda la clase dirigente y de la clase media, lograría sin duda encarcelar a los líderes, perseguir a las organizaciones por poner en peligro la seguridad del Estado, reprimir a sus periódicos, impedir con el estado de sitio todos los contactos mutuos de los huelguistas, y afirmar con la movilización de fuerzas militares su indiscutido poder público. Contra este despliegue de poder los trabajadores, aislados, expuestos a las amenazas y calumnias, descorazonados por la información distorsionada de la prensa, no tendrían posibilidad alguna. Sus organizaciones serían disueltas y se desintegrarían. Y una vez perdidas las organizaciones, se destruirían todos los frutos de años de empecinada lucha.
Esto es lo que afirmaban los líderes políticos y los sindicatos. En verdad, para ellos, con su enfoque totalmente limitado a los confines de las formas actuales de organización, las cosas debían ser de esa manera. Por ese motivo se oponían fundamentalmente a las huelgas políticas. Esto significa que en esta forma, como acciones premeditadas y bien decididas de las organizaciones existentes, dirigidas por sus líderes, tales huelgas políticas no son posibles. Tan imposibles como una tormenta eléctrica en una atmósfera plácida. Puede ser cierto que para fines especiales enteramente dentro del sistema capitalista, una huelga política siga estando por entero dentro de los límites del orden legal, de modo que después que ésta termine el capitalismo reanude su curso ordinario. Pero esta verdad no impide que la clase dominante sienta aguda cólera contra todo despliegue de poder de los trabajadores, ni que las huelgas políticas tengan consecuencias que van mucho más allá de sus propósitos inmediatos. Cuando las condiciones sociales se tornan intolerables para los trabajadores, cuando las crisis sociales o políticas los amenazan con la ruina, es inevitable que se abran paso espontáneamente acciones masivas y huelgas gigantescas como la forma natural de lucha, pese a las objeciones y la resistencia de los sindicatos existentes, de un modo arrollador, como tormentas eléctricas que surgen de una pesada tensión de la atmósfera. Y una vez más los trabajadores enfrentan el problema de saber si tienen alguna chance contra el poder del Estado y del capital.
No es cierto que con una represión hecha por la fuerza contra sus organizaciones todo se pierda. Estas son sólo la forma exterior de lo que vive en su esencia dentro de ellas. ¡Cómo creer que por tales medidas gubernamentales los trabajadores se transformarán repentinamente en los individuos egoístas, de estrechas miras, aislados, de los viejos tiempos! En su corazón todos los poderes de la solidaridad, de la camaradería, de la devoción a su clase siguen viviendo, se vuelven cada vez más intensos ante las condiciones adversas; y se afirmarán en otras formas. Si estos poderes son suficientemente sólidos no hay fuerza de arriba que pueda quebrar la unidad de los huelguistas. Cuando sufran una derrota, ello ocurrirá sobre todo por desaliento. Ningún poder gubernamental puede forzarlos a trabajar; sólo puede prohibir acciones abiertas; no puede hacer más que amenazarlos y tratar de intimidarlos, intentar disolver su unidad por medio del temor. El éxito de la acción de los trabajadores depende de su energía íntima, del espíritu de organización que haya en ellos. Por cierto que esto plantea duras exigencias a las cualidades sociales y morales, pero justamente por esa razón estas cualidades se forzarán hasta el tono más elevado posible y se endurecerán como el acero en el fuego.
No es cosa de una sola acción, de una sola huelga. En toda contienda de esta clase se pone a prueba la fuerza de los trabajadores, para saber si su unidad es suficientemente fuerte y puede resistir los intentos de los poderes dominantes que pretenden quebrantarla. Toda contienda suscita nuevos y acentuados esfuerzos para fortalecer esa unidad de modo que no se quiebre. Y cuando los trabajadores se mantienen realmente firmes, cuando pese a todos los actos de intimación, de represión, de aislamiento, se sostienen sin cejar, cuando ningún grupo se rinde, es en el otro bando donde se hacen manifiestos los efectos de la huelga. La sociedad se paraliza, la producción y el tráfico se detienen o se reducen a un mínimo, se deteriora el funcionamiento de toda vida pública, las clases medias se alarman y pueden comenzar a aconsejar que se hagan concesiones. Está conmovida la autoridad del gobierno, incapaz de restablecer el viejo orden. Su poder siempre consistió en la sólida organización de todos los funcionarios y empleados, dirigidos por la unidad de propósitos encarnada en una sola voluntad segura de sí misma, todos ellos acostumbrados por deber y convicción a seguir las intenciones e instrucciones de las autoridades centrales. Sin embargo, cuando esa autoridad se enfrenta con la masa del pueblo, se siente cada vez más como lo que realmente es, una minoría gobernante, que sólo inspira temor mientras parece todopoderosa, sólo es poderosa mientras nadie le discute su poder, mientras es el único cuerpo sólidamente organizado en un océano de individuos desorganizados. Pero si la mayoría también está sólidamente organizada, no en formas exteriores sino en su unidad interna, el gobierno, enfrentado con la tarea imposible de imponer su voluntad sobre una población rebelde, cae en la incertidumbre, se divide, actúa con nerviosidad y prueba diferentes caminos. Además, la huelga impide la intercomunicación de las autoridades en todo el país, aísla a los jefes locales y los hace depender de sus propios recursos. Así comienza a perder su fuerza y solidez interna la organización del poder estatal. Tampoco el uso de las fuerzas armadas puede ayudar de otro modo que por medio de amenazas más violentas. En última instancia, el ejército está integrado por trabajadores, con diferente traje y bajo la amenaza de una ley más estricta, pero no destinados a que se los utilice contra sus camaradas; o lo compone una minoría que se opone a todo el pueblo. Si se lo somete a la tensión de tener que disparar sobre ciudadanos y camaradas desarmados, es fatal que a la larga desaparezca la disciplina impuesta. Y entonces el poder estatal, aparte de su autoridad moral, habría perdido su arma material más poderosa para mantener la obediencia de las masas.
Tales consideraciones acerca de las importantes consecuencias de la huelga masiva una vez que grandes crisis sociales excitan a las masas a una lucha desesperada, podrían no significar nada más, por supuesto, que la visión de un posible futuro. Por el momento, bajo los efectos enervantes de la prosperidad industrial, no había fuerzas bastante sólidas como para impulsar a los trabajadores a realizar tales acciones. Contra la amenaza de guerra , sus sindicatos y partidos se limitaron a manifestar su pacifismo y sus sentimientos internacionales, sin tener la voluntad ni la osadía necesaria como para llamar a las masas a una resistencia desesperada. De esta manera, la clase dominante pudo forzar a los trabajadores a su acción masiva capitalista, es decir, a la guerra mundial. Fue el colapso de las apariencias e ilusiones del poder de la clase trabajadora de la época, que por debajo de su autocomplacencia mostró su íntima debilidad e insuficiencia.
Uno de los elementos de debilidad fue la ausencia de una meta precisa. No había, y no podía haber, ninguna idea clara acerca de lo que vendría después de las acciones masivas exitosas. Los efectos de las huelgas masivas parecían entonces solamente destructivas, no constructivas. Esto no era cierto, sin duda; cualidades íntimas decisivas, que son la base de una nueva sociedad, se desarrollan por medio de las luchas. Pero no se conocían las formas exteriores en que esas cualidades tomarían forma; nadie había oído hablar de los consejos obreros en el mundo capitalista de esos tiempos. Las huelgas políticas sólo pueden ser una forma pasajera de lucha; después de la huelga, el trabajo constructivo tiene que satisfacer la necesidad de permanencia.

5. La Revolución Rusa
La Revolución Rusa fue un episodio muy importante en el desarrollo del movimiento de la clase trabajadora. En primer lugar, como ya hemos mencionado, por medio del despliegue de nuevas formas de huelga política, instrumentos de la revolución. Además, en mayor medida, por la primera aparición de nuevas formas de autoorganización de los trabajadores en lucha, conocidas con el nombre de soviets, es decir, consejos. En 1905 sólo se los conocía como fenómeno especial y desaparecieron junto con la actividad revolucionaria misma. En 1917 reaparecieron con mayor poder; los trabajadores de Europa occidental reconocieron su importancia, y los soviets desempeñaron entonces un papel en las luchas de clase después de la Primera Guerra Mundial.
Los soviets eran esencialmente simples comités de huelga, como surgen siempre en las huelgas salvajes. Puesto que las huelgas en Rusia se produjeron en grandes fábricas y se extendieron rápidamente por ciudades y distritos, los trabajadores tenían que mantenerse en continuo contacto. En las fábricas se reunían los trabajadores y discutían regularmente una vez terminado su trabajo, o incluso en forma continua, durante todo el día, en épocas de tensión. Enviaban sus delegados a otras fábricas y a los comités centrales, donde se tomaban decisiones y se planeaban nuevas tareas.
Pero las tareas resultaron de mayor alcance que en las huelgas ordinarias. Los trabajadores tenían que deshacerse de la pesada opresión del zarismo; sentían que por medio de su acción la sociedad rusa iba cambiando en sus fundamentos. Debían considerar no sólo los salarios y las condiciones de trabajo que reinaban en sus talleres, sino todas las cuestiones vinculadas con la sociedad en sentido amplio. Tenían que encontrar su propio camino en estos dominios y tomar decisiones en cuestiones políticas. Cuando la huelga estalló, se extendió a todo el país, detuvo a toda la industria y el tráfico y paralizó las funciones del gobierno, los soviets se enfrentaron con nuevos problemas. Tenían que regular la vida pública, atender a la seguridad y el orden, proveer a la marcha de las empresas de servicios públicos indispensables. Debían cumplir funciones gubernamentales; lo que ellos decidían lo ejecutaban los trabajadores, mientras el gobierno y la policía se mantenían apartados, conscientes de su impotencia contra las masas sublevadas. Entonces los delegados de otros grupos, de los intelectuales, de los campesinos, de los soldados, que vinieron a unirse a los soviets centrales, tomaron parte en las discusiones y decisiones. Pero todo este poder fue como un relámpago, como un meteoro que pasa. Cuando al final el movimiento zarista concentró sus fuerzas militares y derrotó al movimiento, desaparecieron los soviets.
Así ocurrió en 1905. En 1917 la guerra había debilitado al gobierno a raíz de las derrotas que éste sufrió en el frente de batalla y del hambre que acosaba a las ciudades, y los soldados, en su mayoría campesinos, tomaron entonces parte en la acción. Aparte de los consejos obreros que se formaron en las ciudades, también se constituyeron consejos de soldados en el ejército; los oficiales eran fusilados cuando no estaban de acuerdo con que los soviets tomaran todo el poder en sus manos para impedir el desorden total. Después de medio año de vanas tentativas por parte de los políticos y comandantes militares para imponer nuevos gobiernos, los soviets, apoyados por los partidos socialistas, se hicieron dueños de la sociedad.
Entonces se encontraron ante una nueva tarea. Se habían transformado de órganos de la revolución en órganos de la reconstrucción. Las masas eran dueñas y, por supuesto, comenzaron a construir la producción de acuerdo con sus necesidades e intereses vitales. Lo que ellas deseaban e hicieron no estaba determinado, como siempre ocurre en tales casos, por doctrinas inculcadas, sino por su propio carácter de clase, por sus condiciones de vida. ¿Cuáles eran estas condiciones? Rusia era un país agrario primitivo que sólo comenzaba su desarrollo industrial. Las masas populares estaban formadas por campesinos no civilizados e ignorantes, dominados espiritualmente por una iglesia que resplandecía de oro, e incluso los trabajadores industriales estaban estrechamente vinculados con sus antiguas aldeas. Los soviets de las aldeas, que surgían por todas partes, fueron comités de campesinos que se gobernaban a sí mismos. Se apoderaron de vastos establecimientos rurales que antes estaban en poder de grandes terratenientes, y los dividieron. El desarrollo se orientó hacia la distribución con carácter de propiedad privada de pequeños dominios, y ya presentaba las distinciones entre propiedades mayores y menores, entre granjeros influyentes y adinerados y otros pobres y más humildes.
En las ciudades, en cambio, no podía haber desarrollo alguno hacia la industria capitalista privada porque no había ningún sector burgués que tuviera alguna importancia. Los trabajadores deseaban alguna forma de producción socialista, la única posible en estas condiciones. Pero por su mentalidad y carácter, como sólo los había rozado superficialmente el comienzo del capitalismo, era difícil que fueran adecuados para la tarea de regular ellos mismos la producción. Así, sus líderes más destacados, los socialistas del Partido Bolchevique, organizados y endurecidos por años de denodada lucha, sus guías en la revolución, se transformaron en los líderes de la reconstrucción. Además, para que estas tendencias de la clase trabajadora no se ahogaran en la marejada de aspiraciones hacia la propiedad privada que venían del campo, era preciso constituir un fuerte gobierno central, capaz de frenar las tendencias de los campesinos. En esta pesada tarea de organizar la industria, de organizar la guerra defensiva contra los ataques contrarrevolucionarios, de doblegar la resistencia de las tendencias capitalistas entre los campesinos y de educarlos para que adoptaran ideas científicas modernas en lugar de sus viejas creencias, todos los elementos capaces que había entre los trabajadores -los intelectuales, con el agregado de los ex funcionarios y los ex oficiales que estaban dispuestos a cooperar- tuvieron que combinarse dentro del Partido Bolchevique como cuerpo directivo. Este formó el nuevo gobierno. Los soviets fueron eliminados gradualmente como órganos de autogobierno, y reducidos al nivel de órganos subordinados del aparato gubernamental. Sin embargo, se preservó como camuflaje el nombre de República Soviética, y el partido gobernante retuvo el nombre de Partido Comunista.
El sistema de producción desarrollado en Rusia es el socialismo de Estado. Es la producción organizada con el Estado como el empleador universal, dueño de todo el aparato de producción. Los trabajadores no son más dueños de los medios de producción que bajo el régimen capitalista occidental. Reciben sus salarios y son explotados por el Estado que es el único mamut capitalista. De modo que el nombre de capitalismo de Estado puede aplicarse exactamente con el mismo significado. La totalidad de la burocracia que manda y dirige, compuesta por los funcionarios, es la dueña real de la fábrica, o sea la clase poseedora. No separadamente, cada uno como una parte, sino juntos, colectivamente, son los poseedores del conjunto. Su función y tarea consistía en hacer lo que la burguesía hizo en Europa occidental y los Estados Unidos: desarrollar la industria y la productividad del trabajo. Tenían que transformar a Rusia convirtiéndola de un país primitivo y bárbaro de campesinos en un país moderno y civilizado de gran industria. Y antes de que transcurriera mucho tiempo, en una lucha de clases librada a menudo con crueldad entre los campesinos y los gobernantes, las grandes empresas agrarias controladas por el Estado reemplazaron a las pequeñas granjas atrasadas.
Por lo tanto, la revolución no hizo de Rusia, como pretende una propaganda engañosa, una tierra donde los trabajadores son dueños y donde reina el comunismo. Sin embargo, implicó un progreso de enorme significación. Se la puede comparar con la gran Revolución Francesa: destruyó el poder del monarca y de los terratenientes feudales, comenzó otorgando la tierra a los campesinos y convirtió a los dueños de la industria en gobernantes del Estado. Así como en aquella oportunidad en Francia las masas se transformaron de una canaille despreciada, en ciudadanos libres reconocidos incluso en su pobreza y dependencia económica como personalidades con posibilidad de surgir y elevarse, también en Rusia las masas se elevaron de un barbarismo no evolutivo a una corriente de progreso mundial, donde los hombres podían actuar como personalidades. La dictadura política como forma de gobierno no puede impedir este desarrollo una vez que ha comenzado, como tampoco la dictadura militar de Napoleón lo coartó en Francia. Tal como entonces en Francia de los ciudadanos y campesinos surgieron los capitalistas y los comandantes militares, en una lucha ascendente de competencia mutua, por buenos y malos medios, mediante la energía y el talento, con intrigas y engaño, así ocurrió también en Rusia. Todos los buenos cerebros existentes entre los hijos de los trabajadores y de los campesinos se precipitaron a las escuelas técnicas y agrícolas, llegaron a ser ingenieros, oficiales del ejército, jefes técnicos y militares. El futuro estaba abierto ante ellos y suscitó inmensas tensiones de energía; mediante el estudio y el tenaz esfuerzo, con la astucia y la intriga se ingeniaron para afirmar su lugar en la nueva clase gobernante -que gobernaba, también en este caso, sobre una clase miserable y explotada de proletarios-. Y tal como en aquel tiempo en Francia surgió un fuerte nacionalismo que proclamó la necesidad de llevar la nueva libertad a toda Europa, como un breve ensueño de eterna gloria, también Rusia proclamó orgullosamente su misión, de liberar a todos los pueblos del capitalismo por medio de la revolución mundial.
Para la clase trabajadora la significación de la Revolución Rusa debe buscarse en direcciones por completo diferentes. Rusia mostró a los trabajadores europeos y norteamericanos, confinados dentro de sus ideas y su práctica reformista, cómo una clase trabajadora industrial es capaz, mediante una gigantesca acción masiva de huelgas salvajes, de socavar y destruir a un poder estatal obsoleto; y además, cómo en tales acciones los comités de huelga se transforman en consejos obreros, órganos de lucha y de autogobierno que asumen tareas y funciones políticas. Para comprender la influencia que ejerció el ejemplo ruso sobre las ideas y las acciones de la clase trabajadora después de la Primera Guerra Mundial, tenemos que retroceder un poco.
El estallido de la guerra de 1914 significó una quiebra inesperada del movimiento laboral en toda la Europa capitalista. La aquiescencia obediente de los trabajadores bajo los poderes militares, la vehemente adhesión, en todos los países, de los líderes sindicales y de los del partido socialista a sus gobiernos como cómplices en la represión de los obreros, la ausencia de toda protesta significativa, había llevado a un profundo desaliento a todos los que antes pusieron sus esperanzas de liberación en el socialismo proletario. Pero gradualmente los más avanzados de los trabajadores llegaron a cobrar conciencia de que lo que se había quebrado era sobre todo la ilusión de una fácil liberación por medio de la reforma parlamentaria. Esos obreros veían que las masas desangradas y explotadas se iban rebelando bajo los sufrimientos de la opresión y la carnicería, y, en alianza con los revolucionarios rusos, esperaban que la revolución mundial destruyera al capitalismo como consecuencia del caos de la guerra. Rechazaron el vergonzoso nombre de socialismo y se llamaron comunistas, que era el viejo título de los revolucionarios de la clase trabajadora.
Entonces, como una brillante estrella en el cielo oscuro, la Revolución Rusa se encendió y brilló sobre la Tierra. Y en todas partes las masas se sintieron henchidas de presentimientos y comenzaron a inquietarse, al oír el llamado de los revolucionarios en favor de la terminación de la guerra, de la hermandad de los trabajadores de todos los países, de la revolución mundial contra el capitalismo. Aún apegados a sus viejas doctrinas socialistas y a sus organizaciones las masas, inseguras bajo la marea de calumnias que derramaba la prensa, se quedaron esperando, vacilantes, para ver si el cuento se convertía en realidad. Grupos más pequeños, especialmente entre los trabajadores jóvenes, se reunían en todas partes para formar un movimiento comunista cada vez más amplio. Constituían la vanguardia en los movimientos que después de la terminación de la guerra irrumpieron en todos los países, y en forma más acentuada en Europa central, derrotada y exhausta.
Era una nueva doctrina, un nuevo sistema de ideas, una nueva táctica de lucha, este comunismo que con los poderosos medios de propaganda gubernamental, que eran entonces nuevos, se propagó desde Rusia. Se refería a la teoría de Marx, de la destrucción del capitalismo mediante la lucha de clase de los obreros. Llamaba a una lucha contra el capital mundial, concentrado sobre todo en Inglaterra y los Estados Unidos, que explotaba a todos los pueblos y a todos los continentes. Convocaba no sólo a todos los trabajadores industriales de Europa y de Norteamérica, sino también a los pueblos sometidos de Asia y África, para que se levantaran en una lucha común contra el capitalismo. Como toda guerra, ésta sólo podía ganarse por medio de la organización, mediante la concentración de poderes y por una buena disciplina. En los partidos comunistas, incluidos los luchadores más gallardos y capaces, ya había los núcleos y los equipos dirigentes: éstos tenían que asumir la guía, y a su llamado las masas debían levantarse y atacar a los gobiernos capitalistas. En la crisis política y económica del mundo no podemos esperar hasta que las masas, mediante una paciente enseñanza se hayan vuelto todas comunistas. Tampoco es esto necesario; si están convencidas de que sólo el comunismo es la salvación, si depositan su confianza en el Partido Comunista, siguen sus directivas, lo llevan al poder, el Partido, que será el nuevo gobierno, establecerá el nuevo orden. Así lo hizo en Rusia, y este ejemplo debe seguirse en todas partes. Pero entonces, en respuesta a la pesada tarea y a la devoción de los líderes, son imperativas una estricta obediencia y disciplina de las masas, de éstas hacia el partido y de los miembros del partido hacia los líderes. Lo que Marx había llamado la dictadura del proletariado sólo puede realizarse como la dictadura del Partido Comunista. En el Partido está encarnada la clase trabajadora, el Partido es su representante.
En esta forma de doctrina comunista era claramente visible el origen ruso. En Rusia, con su pequeña industria y su clase trabajadora no desarrollada, sólo había que derrotar a un despotismo asiático ya muy descompuesto. En Europa y en los Estados Unidos una clase trabajadora numerosa y muy desarrollada, entrenada por una poderosa industria, se enfrenta con una poderosa clase capitalista que dispone de todos los recursos del mundo. Por ende, la doctrina de la dictadura del partido y de la obediencia ciega encontró en esos países una fuerte oposición. Si en Alemania los movimientos revolucionarios después de la terminación de la Primera Guerra hubieran llevado a una victoria de la clase trabajadora y ese país se hubiera unido a Rusia, la influencia de esta clase, producto del desarrollo capitalista e industrial más elevado, habría sobrepasado rápidamente las características rusas. Grande habría sido su influencia sobre los trabajadores ingleses y norteamericanos, y habría arrastrado a Rusia misma hacia nuevos caminos. Pero en Alemania la revolución fracasó; las masas se mantuvieron apartadas por acción de sus líderes socialistas y sindicales, mediante relatos de atrocidades y promesas de felicidad socialista bien ordenada, mientras eran exterminadas sus vanguardias y asesinados sus mejores portavoces por las fuerzas militares bajo la protección del gobierno socialista. Así, los grupos opositores de comunistas alemanes no pudieron ejercer influencia alguna; fueron expulsados del partido. En su lugar, los grupos socialistas descontentos fueron inducidos a unirse a la Internacional moscovita, atraídos por la nueva política oportunista de ésta al apoyar al parlamentarismo, con lo cual esperaba conquistar el poder en los países capitalistas.
De este modo la revolución mundial se transformó de grito de guerra en una mera expresión verbal. Los líderes rusos imaginaban la revolución mundial como una extensión e imitación en gran escala de la Revolución Rusa. Sólo conocían al capitalismo en su forma rusa, como un poder explotador foráneo que empobrecía a los habitantes y se llevaba todos los beneficios fuera del país. No conocían al capitalismo como el gran poder organizador, que con su riqueza producía la base de un nuevo mundo aún más rico. Como resulta claro por sus escritos, no conocían el enorme poder de la burguesía, frente al cual todas las capacidades de líderes abnegados y de un partido disciplinado resultan insuficientes. No conocían las fuentes de energía que yacen ocultas en la clase trabajadora de hoy. De ahí las formas primitivas de ruidosa propaganda y terrorismo partidario, no sólo espiritual, sino también físico, contra los puntos de vista disidentes. Fue un anacronismo que Rusia, que recién entraba en la era industrial saliendo de su primitiva barbarie, tomara el mando de la clase trabajadora de Europa y los Estados Unidos, enfrentada con la tarea de transformar a un capitalismo industrial muy desarrollado en una forma aún superior de organización.
La vieja Rusia ha sido esencialmente, en lo que respecta a su estructura económica, un país asiático. En toda Asia vivían millones de campesinos que practicaban una agricultura primitiva en pequeña escala, restringidos a su aldea, bajo señores despóticos muy distantes con los cuales no tenían vinculación alguna, salvo el pago de los impuestos. En la época contemporánea estos impuestos se transformaron en un tributo cada vez más pesado en favor del capitalismo occidental. La Revolución Rusa, al repudiar las deudas zaristas, significó la liberación de los campesinos rusos de esta forma de explotación que beneficiaba al capital occidental. Con ello excitó a todos los pueblos reprimidos y explotados de Oriente a seguir su ejemplo, a unirse a la lucha y arrojar el yugo de sus déspotas, instrumentos del rapaz capital mundial. Y el llamado se oyó a lo largo y lo ancho del mundo, en China y Persia, en la India y África. Se formaron partidos comunistas, compuestos de intelectuales radicalizados, de campesinos rebelados contra los terratenientes feudales, de jornaleros y artesanos, que llevaron a centenares de millones de hombres el mensaje de liberación. Como en Rusia, significó para todos estos pueblos la apertura del camino hacia el desarrollo industrial moderno, y a veces, como en China, en alianza con una burguesía industrial progresista. De esta manera la Internacional moscovita más aún que institución europea, llegó a ser una institución asiática. Esto acentuó su carácter de movimiento de la clase media, e hizo revivir en sus seguidores europeos las viejas tradiciones de las revoluciones de las clases medias, con la preponderancia de grandes líderes, de sonoras consignas, de conspiraciones, complots y revueltas militares.
La consolidación del capitalismo de Estado en Rusia misma fue la base decisiva que determinó el carácter del Partido Comunista. Aunque en su propaganda exterior el partido siguió hablando de comunismo y revolución mundial, vituperando al capitalismo, convocando a los trabajadores a unirse a la lucha por la libertad, los obreros en Rusia constituían una clase sometida y explotada, que vivía en su mayor parte en condiciones laborales miserables, bajo un dominio dictatorial duro y opresivo, sin libertad de expresión, de prensa, de asociación, mucho más esclavizada que sus hermanos bajo el capitalismo occidental. Así, una falsedad esencial debía ser característica de la política y las enseñanzas de ese partido. Aunque era un instrumento del gobierno ruso en su política exterior, logró mediante su verbalismo revolucionario captar todos los impulsos rebeldes surgidos en jóvenes entusiastas del mundo occidental, acosado por las crisis. Pero sólo lo hizo para volcarlos en simulacros abortados de lucha o en una política oportunista -unas veces contra los partidos socialistas tildados de traidores o social fascistas, y otras buscando su alianza en los denominadas frente rojo o frente popular-, lo que hizo que los mejores adherentes lo abandonaran disgustados. La doctrina que el partido enseñó bajo el nombre de marxismo no era la teoría del derrocamiento de un capitalismo muy desarrollado por obra de una clase trabajadora muy desarrollada, sino su caricatura, producto de un mundo de primitivismo bárbaro, donde la lucha contra las supersticiones religiosas era progreso espiritual y el industrialismo modernizado era progreso económico -con el ateísmo como filosofía, el dominio partidario como objetivo y la obediencia a la dictadura como máximo imperativo-.
El Partido Comunista no se proponía hacer de los trabajadores luchadores independientes, capaces por su fuerza de penetración mental de construir por sí mismos su nuevo mundo, sino de convertirlos en obedientes seguidores prontos a poner al partido en el poder.
Así se oscureció la luz que había iluminado al mundo; las masas que habían saludado su llegada quedaron en una noche más negra, y por desaliento se alejaron de la lucha o siguieron combatiendo para encontrar nuevos y mejores caminos. La Revolución Rusa había dado al comienzo un poderoso impulso a la lucha de la clase trabajadora, por sus acciones masivas directas y sus nuevas formas de organización sobre la base de los consejos -esto se expresó en el amplio surgimiento del movimiento comunista en todo el mundo-. Pero cuando luego la Revolución se asentó y se tradujo en un nuevo orden, un nuevo dominio de clase, una nueva forma de gobierno, el capitalismo de Estado bajo la dictadura de una nueva clase explotadora, el Partido Comunista asumió necesariamente un carácter ambiguo. Así, en el curso de los eventos siguientes se convirtió en algo muy ruinoso para la lucha de la clase trabajadora, que sólo puede vivir y crecer en la pureza del pensamiento claro, los hechos desembozados y los tratos honestos. Con su vana charla acerca de la revolución mundial, el partido obstaculizó la nueva orientación de medios y fines, que tan urgente era. Promoviendo y enseñando bajo el nombre de disciplina el vicio de la sumisión -el principal vicio de que deben despojarse los trabajadores-, suprimiendo todo rastro de pensamiento crítico independiente, impidió el desarrollo de un poder real de la clase trabajadora. Al usurpar el nombre de comunismo para su sistema de explotación de los trabajadores y su política de persecución de los adversarios, a menudo cruel, hizo de este nombre, que hasta entonces había sido expresión de elevados ideales, un objeto de oprobio, aversión y odio incluso entre los trabajadores. En Alemania, donde las crisis políticas y económicas habían agudizado al máximo los antagonismos de clase, el partido redujo la dura lucha de clases a una pueril escaramuza de jóvenes armados contra bandas nacionalistas similares. Y entonces, cuando la marea del nacionalismo alcanzó gran altura y resultó muy fuerte, gran parte de ellos, sólo educados para derrotar a los adversarios de sus líderes, cambiaron simplemente de bando. Así, el Partido Comunista contribuyó grandemente, con su teoría y práctica, a preparar la victoria del fascismo.

6. La revolución de los trabajadores
La revolución por la cual la clase trabajadora ganará el dominio y la libertad no es un solo evento de duración limitada. Es un proceso de organización, de auto educación, en el cual los trabajadores desarrollan en forma gradual, a veces en ascenso progresivo y otras por pasos y saltos, la fuerza necesaria para vencer a la burguesía, destruir al capitalismo y construir su sistema de producción colectiva. Este proceso llenará una época de la historia de desconocida longitud, en cuyos inicios nos encontramos ahora. Aunque los detalles de su curso no pueden preverse, algunas de sus condiciones y circunstancias pueden ser tema actual de discusión.
Esta lucha no es comparable con una guerra regular entre potencias antagónicas similares. ¡Las fuerzas de los trabajadores son como un ejército que se reúne durante la batalla! Deben crecer por obra de la lucha misma, no se las puede determinar de antemano, y sólo pueden plantearse y alcanzar metas parciales. Si observamos retrospectivamente la historia, discernimos una serie de acciones que como intentos de toma del poder parecen constituir otros tantos fracasos: desde el Cartismo, pasando por 1848, por la Comuna de París, hasta llegar a las revoluciones en Rusia y Alemania en 1917-1918. Pero hay una línea de progreso; cada intento sucesivo muestra un estadio superior de conciencia y fuerza. Sin embargo, si observamos la historia del movimiento obrero, vemos que en la lucha continua de la clase trabajadora hay altibajos, relacionados en su mayor parte con cambios en lo que respecta a la prosperidad industrial. Cuando comenzó a surgir la industria, cada crisis produjo miseria y movimientos de rebelión. La Revolución de 1848 en el continente europeo fue consecuencia de una grave depresión comercial combinada con malas cosechas. La depresión industrial de 1867 produjo una resurrección de la acción política en Inglaterra. La larga crisis de la década de 1880, con sus dramáticas cifras de desempleo, provocó acciones masivas, el surgimiento de la socialdemocracia en el continente europeo y el nuevo sindicalismo en Inglaterra. Pero en los años intermedios de prosperidad industrial, como son los períodos de 1850-70 y de 1895-1914, desapareció todo este espíritu de rebelión. Cuando florece el capitalismo y extiende su dominio en febril actividad, cuando abunda el trabajo y la actividad sindical es capaz de hacer elevar los salarios, los trabajadores no piensan en introducir ningún cambio en el sistema social. La clase capitalista va aumentando su riqueza y poder y está llena de confianza en sí misma, prevalece sobre los trabajadores y logra imbuirlos de su espíritu de nacionalismo. Formalmente los trabajadores pueden atenerse a las viejas consignas revolucionarias, pero en su subconsciente están contentos con el capitalismo, su visión se ha limitado; por lo tanto, aunque su número aumente, su poder declina. Esto continúa hasta que una nueva crisis los encuentra desprevenidos y tiene que volver a estimularlos a la lucha.
Así se plantea el problema de si la sociedad y la clase trabajadora estarán alguna vez maduras para la revolución, visto que el poder de lucha adquirido previamente se deteriora una y otra vez por el contentamiento que producen las sucesivas prosperidades. Para responder a esta pregunta es necesario examinar más detenidamente el desarrollo del capitalismo.
La alternancia de depresión y prosperidad en la industria no es una simple oscilación de aquí para allá. Cada movimiento oscilatorio va acompañado por una expansión. Después de cada quebranto en una crisis, el capitalismo fue capaz de rehacerse de nuevo expandiendo su dominio, sus mercados, su masa de producción y el producto. Mientras el capitalismo pueda expandirse aún más por el mundo y aumentar su volumen, será capaz de dar empleo a la masa de la población. Y mientras pueda satisfacer la primera demanda de un sistema de producción, o sea procurar medios de vida a sus miembros, logrará mantenerse, porque la dura necesidad no obligará a los trabajadores a ponerle término. Si el capitalismo pudiera seguir prosperando en su estadio más elevado de extensión, la revolución sería imposible y también innecesaria, pues sólo habría entonces la esperanza de que un aumento gradual de la cultura general corrigiera sus deficiencias.
Sin embargo, el capitalismo no es un sistema de producción normal o, en todo caso, estable. El capitalismo europeo, y luego el norteamericano, pudo aumentar la producción en forma tan continua y rápida porque estaba rodeado por un amplio mundo exterior no capitalista de producción en pequeña escala, fuente de materias primas y de mercados para sus productos. Se trataba de un estado de cosas artificial en el que había una separación entre un núcleo capitalista activo y un entorno dependiente y pasivo. Pero el núcleo se ha ido expandiendo cada vez más. La esencia de la economía capitalista es el crecimiento, la actividad, la expansión; toda pausa significa colapso y crisis. La razón consiste en que las ganancias se acumulan continuamente y forman nuevo capital, y éste busca invertirse para producir nuevas ganancias, de modo que la masa del capitalismo y la masa de los productos aumentan cada vez más rápidamente y se buscan febrilmente mercados. El capitalismo es entonces el gran poder revolucionador, que subvierte en todas partes las viejas condiciones de vida y va cambiando el aspecto de la tierra. Cada vez son más los millones de personas que salen de su producción doméstica aislada, autosuficiente, que se repitió durante largos siglos sin cambios notables, y entran en el remolino del comercio mundial. El capitalismo mismo, la explotación industrial, se introdujo en esas regiones, y pronto los clientes se volvieron competidores. En el siglo XIX de Inglaterra avanzó hacia Francia, Alemania, los Estados Unidos, Japón, y luego, en el siglo XX, invadió los grandes territorios asiáticos. Y primero como individuos en competencia, luego como Estados nacionales organizados, los capitalistas emprendieron la lucha por los mercados, las colonias y el poder mundial. Así se van incorporando al proceso y revolucionando dominios cada vez más amplios.
Pero la tierra es un globo, de extensión limitada. El descubrimiento de su dimensión finita acompañó al surgimiento del capitalismo hace cuatro siglos, y la comprensión de su dimensión finita marca ahora el fin del capitalismo. La población a someter es limitada. Una vez incorporados a los confines del capitalismo los centenares de millones de seres humanos que pueblan las fértiles llanuras de China y la India, la tarea principal de éste está terminada. Luego no quedarán grandes masas humanas que puedan ser objeto de sumisión. Quedan, sí, vastas zonas desiertas que hay que incorporar a los dominios del cultivo humano. Pero su explotación requiere la colaboración consciente de la humanidad organizada; los duros métodos de rapiña del capitalismo -el saqueo de la tierra que destruyó la fertilidad- no sirven de nada en este caso. Su expansión posterior queda entonces detenida. No en forma de un impedimento súbito, sino gradualmente, como una dificultad creciente de vender sus productos e invertir capital. El ritmo del desarrollo se relaja, la producción va disminuyendo, el desempleo se transforma en una enfermedad vergonzosa. Entonces la lucha mutua de los capitalistas por el dominio mundial se hace más encarnizada, con guerras mundiales en ciernes.
De modo que difícilmente haya dudas de que cabe excluir una expansión ilimitada del capitalismo, que ofrezca posibilidades de vida duraderas para la población, debido al carácter económico mismo del sistema. Y de que llegará un tiempo en que el mal de la depresión, las calamidades del desempleo y los terrores de la guerra sean cada vez más fuertes. Entonces la clase trabajadora, aunque aún no se rebele, deberá despertar y luchar. Entonces los trabajadores deberán elegir entre sucumbir inertes o luchar con energía para conquistar la libertad. Entonces tendrán que asumir su tarea de crear un mundo mejor partiendo del caos del capitalismo en decadencia.
¿Lucharán? La historia humana es una serie incesante de luchas; y Clausewitz, el conocido teórico alemán de la guerra, afirmaba sobre la base de la historia que el hombre es, en su íntima naturaleza, un ser guerrero. Pero otros, tanto escépticos como esforzados revolucionarios, ante la timidez, la sumisión y la indiferencia de las masas, desesperan a menudo del futuro. De modo que tendremos que examinar un poco más profundamente las fuerzas y efectos psicológicos.
El impulso dominante y más profundo del hombre, como de todo ser viviente, es el de conservación. Este lo obliga a defender su vida con todas sus fuerzas. El temor y la sumisión son también efecto de este instinto, pues ofrecen las mejores posibilidades de conservación frente a dueños poderosos. Entre las variadas disposiciones del hombre, las más adecuadas para preservar la vida en las circunstancias existentes serán las que prevalecerán y se desarrollarán. En la vida diaria del capitalismo es impráctico, e incluso peligroso, que un trabajador abrigue sentimientos de independencia y orgullo. Cuanto más los reprima y obedezca en silencio, tanto menos difícil le resultará encontrar trabajo y conservado. Las normas de conducta enseñadas por los servidores de la clase dominante estimulan esta disposición. Y sólo unos pocos espíritus independientes desafían estas tendencias y están dispuestos a enfrentar las dificultades consiguientes.
Sin embargo, cuando en tiempos de crisis y peligro social toda esta sumisión, este buen comportamiento, no sirven para preservar la vida, cuando sólo puede ayudar la lucha, aquella actitud se cambia en su contraria y deja paso al espíritu de rebelión y a la valentía. Los osados dan el ejemplo y los tímidos descubren con sorpresa de qué hechos heroicos son capaces. En ellos despierta entonces la confianza en sí mismos y la gallardía, que se van desarrollando porque de ellas dependen sus posibilidades de vida y felicidad. Y en seguida, por instinto y por experiencia, comprenden que sólo la colaboración y la unión pueden robustecerlos como masa. Cuando perciben luego qué fuerzas existen en ellos mismos y en sus camaradas, cuando sienten la felicidad de este despertar del orgullo nacido del respeto de sí y de la abnegada hermandad, cuando anticipan un futuro de victoria, cuando ven surgir ante ellos la imagen de la nueva sociedad que ayudan a construir, el entusiasmo y el ardor van adquiriendo un poder irresistible. Entonces la clase trabajadora comienza a estar madura para la revolución. Entonces el capitalismo comienza a estar maduro para el colapso.
Así va surgiendo una nueva humanidad. Los historiadores se asombran a menudo cuando observan los rápidos cambios que ocurren en el carácter del pueblo en época de revolución. Parece un milagro; pero simplemente muestra cuántos rasgos residen ocultos en las masas, reprimidos porque no servían de nada. Ahora irrumpen, quizá sólo temporariamente; pero si su utilidad es duradera, se transforman en cualidades dominantes que transforman al hombre adaptándolo a las nuevas circunstancias y requerimientos.
El cambio primero y más notable es el desarrollo del sentimiento comunitario. Sus primeras manifestaciones surgieron con el capitalismo mismo, a partir del trabajo común y la lucha común. Se robusteció con la conciencia y la experiencia de que el trabajador aislado es impotente contra el capital, y de que sólo una firme solidaridad puede asegurar condiciones tolerables de vida. Cuando la lucha se vuelve más amplia y encarnizada, y se agranda para transformarse en una lucha por el dominio sobre el trabajo y la sociedad, del cual dependen la vida y el futuro, la solidaridad debe transformarse en una unidad indisoluble que lo abarque todo. El nuevo sentimiento comunitario, al extenderse sobre toda la clase trabajadora, suprime el viejo egoísmo del mundo capitalista.
Esto no es totalmente nuevo. En los tiempos primigenios, en la tribu con sus formas simples y en su mayoría comunistas de trabajo, predominaba el sentimiento comunitario. El hombre estaba completamente ligado a la tribu; separado de ella no era nada. En todas sus acciones el individuo se sentía como nada en comparación con el bienestar y el honor de la comunidad. El hombre primitivo, que formaba una unidad inextricable con la tribu, aún no había llegado a desarrollarse para constituir una personalidad. Cuando luego los hombres se separaron y se transformaron en productores independientes en pequeña escala, se esfumó el sentimiento comunitario y dejó su lugar al individualismo, que hace de la propia persona el centro de todos los intereses y sentimientos. En los muchos siglos de surgimiento de la clase media, de producción de bienes y de capitalismo, el sentimiento de personalidad individual despertó y se fue transformando cada vez más acentuadamente en un nuevo carácter. Se trata de una adquisición que ya no puede perderse. Sin duda, también en esta época el hombre era un ser social, dominado por la sociedad, y en los momentos críticos de revolución y guerra se imponía temporariamente el sentimiento comunitario como un deber moral inusitado. Pero en la vida ordinaria quedaba reprimido bajo la orgullosa fantasía de la independencia personal.
Lo que ahora se está desarrollando en la clase trabajadora no es un cambio a la inversa, como tampoco las condiciones de vida son un retorno a formas pretéritas. Es la fusión del individualismo y el sentimiento comunitario para formar una unidad superior. Es la subordinación consciente de todas las fuerzas personales al servicio de la comunidad. En su manejo de las poderosas fuerzas productivas los trabajadores, como dueños más poderosos de éstas, desarrollan su personalidad para alcanzar un estadio aún más alto. La conciencia de su íntima conexión con la sociedad une al sentimiento de personalidad con el todopoderoso sentimiento social, para constituir una nueva aprehensión vital basada en la comprensión de que la sociedad es la fuente de todo el ser del hombre.
El sentimiento comunitario es desde el comienzo la fuerza principal que hace progresar la revolución. Este progreso es el desarrollo de la solidaridad, de la vinculación mutua, de la unidad de los trabajadores. Su organización, su nuevo y creciente poder, es un nuevo carácter adquirido mediante la lucha, es un cambio en su ser íntimo, es una nueva moralidad. Lo que los tratadistas de temas militares pueden decir acerca de la guerra ordinaria, es decir, que las fuerzas morales desempeñan en ella un papel predominante, es aún más cierto en el caso de la guerra de clases. En esta guerra están en juego cuestiones de mayor categoría. Las guerras fueron siempre contiendas entre potencias similares en competencia, y la estructura más profunda de la sociedad siguió siendo la misma, ganara uno u otro bando. Las contiendas de clases son luchas por nuevos principios y la victoria de la clase en surgimiento transfiere a la sociedad a un estadio superior de desarrollo. Por ende, en comparación con la guerra real, las fuerzas morales son de un tipo superior: la colaboración abnegada y voluntaria en lugar de la obediencia ciega, la fe en los ideales en lugar de la fidelidad a los comandantes, el amor por los compañeros de clase, por la humanidad, en lugar del patriotismo. Su práctica esencial no es la violencia armada, el asesinato, sino el mantenerse firmes, el soportar, perseverar, persuadir, organizar; su propósito no consiste en aplastar cráneos sino en abrir cerebros. Con seguridad, la acción armada desempeñará también un papel en la lucha de las clases; la violencia armada de los señores no podrá vencerse a la manera tolstoiana, mediante el sufrimiento paciente. Hay que derrotada por la fuerza, pero por una fuerza animada por una profunda convicción moral.
Ha habido guerras que tuvieron algo de este carácter. Tales guerras fueron un tipo de revolución o formaron parte de revoluciones, en la lucha por la libertad de la clase media. Cuando la burguesía naciente luchó por el predominio contra los poderes feudales internos y externos de la monarquía y los terratenientes -como ocurrió en Grecia en la antigüedad, en Italia y Flandes en la Edad Media, en Holanda, Inglaterra y Francia en siglos posteriores-, el idealismo y el entusiasmo, nacidos de profundos sentimientos de las necesidades de clase, produjeron grandes hechos de heroísmo y auto sacrificio. Estos episodios, tales como los que en tiempos modernos encontramos en la Revolución Francesa, o en la liberación de Italia por los partidarios de Garibaldi, cuentan entre las páginas más hermosas de la historia humana. Los historiadores los glorificaron y los poetas los cantaron como épocas de grandeza, idas para siempre, porque la secuela de la liberación, la práctica de la nueva sociedad, el dominio del capital, el contraste entre el lujo desvergonzado y la pobreza miserable, la avaricia y codicia de los comerciantes, la caza de empleos de los funcionarios, todo este espectáculo de bajo egoísmo cayó como un frío desaliento sobre la siguiente generación. En las revoluciones de la clase media el egoísmo y la ambición de las personalidades fuertes desempeñan un importante rol; por regla general, se sacrifica a los idealistas y los personajes deleznables llegan a la riqueza y al poder. En la burguesía todo el mundo debe tratar de elevarse pisoteando a los otros. Las virtudes del sentimiento comunitario eran una necesidad sólo temporaria, para conquistar el dominio para su clase; una vez alcanzado este fin, dejan paso a la despiadada lucha competitiva de todos contra todos.
Tenemos aquí la diferencia fundamental entre las anteriores revoluciones de la clase media y la revolución de los obreros que ahora se aproxima. Para los trabajadores el fuerte sentimiento comunitario que nace de su lucha por el poder y la libertad es, al mismo tiempo, la base de su nueva sociedad. Las virtudes de la solidaridad y la abnegación, el impulso hacia la acción común en firme unidad, generados en la lucha social, son los fundamentos del nuevo sistema económico de trabajo común y se perpetuarán e intensificarán mediante su práctica. La lucha configurará a la nueva humanidad, necesitada del nuevo sistema de trabajo. El fuerte individualismo del hombre encontrará una manera mejor de afirmarse que en el anhelo de poder personal sobre otros. Al aplicar su plena fuerza a la liberación de la clase, se desplegará más plenamente y en forma más noble que en la prosecución de fines personales.
El sentimiento comunitario y la organización no bastan para derrotar al capitalismo. El dominio espiritual de la burguesía, al mantener sometida a la clase trabajadora, tiene la misma importancia que su poder físico. La ignorancia es un impedimento para la libertad. Los viejos pensamientos y tradiciones presionan fuertemente los cerebros, aunque éstos estén ya tocados por las nuevas ideas. Entonces los fines se ven en su forma más limitada, se aceptan consignas rimbombantes sin ningún espíritu crítico, la ilusión de un éxito fácil y las medidas tibias y las falsas promesas orientan hacia un camino errado. Así queda en evidencia la importancia que tiene para los trabajadores el poder intelectual. El conocimiento y la perspicacia constituyen un factor esencial en el surgimiento de la clase obrera.
La revolución de los trabajadores no será el resultado del poder físico bruto, sino una victoria de la mente. Será producto del poder masivo de los trabajadores, sin duda, pero este poder es ante todo espiritual. Los trabajadores no triunfarán porque tengan puños fuertes; los puños son dirigidos fácilmente por los cerebros astutos de otros, incluso contra la propia causa. Tampoco ganarán porque sean la mayoría. Las mayorías ignorantes y desorganizadas se mantuvieron regularmente sometidas, impotentes, por obra de minorías bien instruidas y organizadas. La mayoría sólo triunfará porque robustas fuerzas morales e intelectuales la hacen surgir por encima del poder de sus señores. Las revoluciones en la historia tuvieron éxito porque nuevas fuerzas espirituales habían despertado en las masas. La fuerza física bruta y estúpida no puede hacer nada sino destruir. Las revoluciones, sin embargo, son las épocas constructivas en la evolución de la humanidad. Y más que cualquier otra anterior, la revolución que hará a los trabajadores dueños del mundo requiere las más elevadas cualidades morales e intelectuales.
¿Pueden responder los trabajadores a estos requerimientos? ¿Cómo pueden adquirir el conocimiento necesario? No en las escuelas, donde se empapa a los niños de todas las ideas falsas acerca de la sociedad que la clase dominante desea que tengan. No en los diarios, en manos de los capitalistas que los poseen y dirigen, o de grupos que están tratando de alcanzar el liderazgo. No por la prédica desde el púlpito, escuela de servilismo donde son extremadamente raros los hombres como John Ball . No por la radio, donde -a diferencia de las discusiones públicas de épocas anteriores, que fueron para los ciudadanos un poderoso medio de formar su mente en los asuntos públicos- las asignaciones unilaterales de los espacios tienden a embrutecer a los oyentes pasivos, y con su incesante y agresivo ruido no permiten pensar con calma. No a través del cine que -a diferencia del teatro, que fue en los primeros días para la clase burguesa en ascenso un medio de instrucción y a veces incluso de lucha- sólo apela a la impresión visual, nunca al pensamiento o a la inteligencia. Todos éstos son poderosos instrumentos de la clase dominante para mantener espiritualmente esclavizada a la clase obrera. Con instintiva astucia y consciente deliberación se los usa para ese propósito. Y las masas trabajadoras se someten sin sospecharlo a su influencia. Se dejan engañar por artificiosas palabras y apariencias externas. Aun quienes conocen su clase y la lucha dejan los asuntos a los líderes y hombres de Estado, y los aplauden cuando éstos pronuncian las viejas y queridas palabras de la tradición. Las masas pasan su tiempo libre persiguiendo pueriles placeres, sin darse cuenta de los grandes problemas sociales de los que depende su existencia y la de sus hijos. Parece un problema insoluble el de cómo llegará alguna vez a producirse y triunfar una revolución de trabajadores, cuando a raíz de la sagacidad de los gobernantes y de la indiferencia de los gobernados siguen ausentes las condiciones espirituales que la posibilitarán.
Pero las fuerzas del capitalismo están trabajando en las profundidades de la sociedad, agitando las viejas condiciones y empujando a la gente adelante, aun contra su voluntad. Sus efectos incitadores son reprimidos mientras es posible, para salvar las viejas posibilidades de seguir viviendo, y almacenados en el subconsciente sólo intensifican las tensiones íntimas, hasta que al final, en la crisis, en el punto más alto de necesidad irrumpen y se traducen en acción, en rebelión. La acción no es el resultado de una intención deliberada, sino que se produce como un hecho espontáneo, irresistiblemente. En tal acción espontánea el hombre se revela a sí mismo de qué es capaz, y queda sorprendido. Y puesto que la acción es siempre acción colectiva, le revela a cada uno que las fuerzas que oscuramente siente en sí están presentes en todos. El descubrimiento de las sólidas fuerzas de la clase unida en una voluntad común suscita confianza y coraje, y esos sentimientos estimulan y arrastran a masas cada vez más amplias.
Las acciones irrumpen espontáneamente, impuestas por el capitalismo a los trabajadores que no desearían realizadas. No son tanto resultado como punto de partida del desarrollo espiritual de éstos. Una vez que los trabajadores emprenden la lucha deben seguir atacando y defendiéndose, empleando todas sus fuerzas al máximo. Se borra entonces la indiferencia, que era sólo una forma de resistencia ante requerimientos que se sentían incapaces de satisfacer. Comienza un período de intenso esfuerzo mental. Al enfrentarse a las poderosas fuerzas del capitalismo, los trabajadores ven que sólo mediante sus máximos esfuerzos, desarrollando todas sus potencias, pueden tener esperanza de triunfar. Lo que en toda lucha aparece en sus primeros rastros se despliega entonces ampliamente; despiertan y se ponen en movimiento todas las fuerzas ocultas en las masas. Este es el trabajo creador de la revolución. La necesidad de una firme unidad se graba en su conciencia, a cada momento sienten la necesidad del conocimiento. Cualquier clase de ignorancia, de ilusión acerca del carácter y fuerza del enemigo, de debilidad en la resistencia a las artimañas de éste, de incapacidad de refutar sus argumentos y calumnias, se castiga con el fracaso y la derrota. El deseo activo, mediante fuertes impulsos nacidos de dentro, incita entonces a los trabajadores a utilizar su cerebro. Las nuevas esperanzas, las nuevas visiones del futuro inspiran la mente, la transforman en un poder viviente que no rehúye ningún sufrimiento si se trata de buscar la verdad, de adquirir conocimiento.
¿Dónde encontrarán los trabajadores el conocimiento que necesitan? Las fuentes abundan; ya existe una amplia literatura científica de libros y folletos que explican los hechos y las teorías básicas de la sociedad y el trabajo, y les seguirán otros más. Pero esos libros muestran la máxima diversidad de opinión con respecto a lo que hay que hacer, y los trabajadores mismos tienen que elegir y distinguir lo que es verdadero y correcto. Deben usar su propio cerebro en laborioso pensamiento e intentar el debate, pues enfrentan nuevos problemas, una vez más, para los cuales los viejos libros no pueden dar ninguna solución. Esos libros sólo pueden proporcionar un conocimiento general acerca de la sociedad y el capital, presentar principios y teorías que abarcan la experiencia anterior. Aplicarlos a situaciones siempre nuevas es nuestra tarea.
La penetración mental que se requiere no puede obtenerse en forma de instrucción de una masa ignorante por maestros instruidos, poseedores de la ciencia, como si se tratara de instilar conocimiento en alumnos pasivos. Sólo se la puede adquirir mediante la auto educación, con una actividad propia, esforzada, que tensiona el cerebro en un denodado deseo de entender el mundo. Sería muy fácil si la clase trabajadora sólo tuviera que aceptar la verdad establecida de quienes la conocen. Pero la verdad que los trabajadores necesitan no existe en ninguna parte del mundo fuera de ellos; deben construirla dentro de sí mismos. Por ende, lo que de esto resulta no pretende ser la verdad final establecida que hay que aprender de memoria. Es un sistema de ideas conquistado mediante una atenta experiencia de la sociedad y del movimiento obrero, formulado para inducir a otros a meditar y discutir los problemas del trabajo y de su organización. Hay centenares de pensadores que abren nuevos puntos de vista, hay millares de trabajadores inteligentes que, una vez que presten atención a ellos, serán capaces, basados en su íntimo conocimiento, de concebir mejor y más detalladamente la organización de su lucha y la de su trabajo. Lo que aquí se dice puede ser la chispa que encienda el fuego en su mente.
Hay grupos y partidos que pretenden estar en exclusiva posesión de la verdad, que tratan de conquistar a los trabajadores mediante su propaganda con exclusión de las demás opiniones. Por medio de la coacción moral y, cuando pueden, física, tratan de imponer sus puntos de vista a las masas. Debe estar claro que la enseñanza unilateral de un solo sistema de doctrinas sólo puede servir, y en verdad sólo sirve, para criar seguidores obedientes, y por lo tanto para defender la vieja dominación o preparar la nueva. La autoliberación de las masas trabajadoras implica pensamiento autónomo, conocimiento autónomo, reconocimiento de la verdad y el error mediante el propio esfuerzo mental. Ejercitar el cerebro es mucho más difícil y fatigoso que ejercitar los músculos. Pero hay que hacerla, porque el cerebro rige a los músculos; si no lo hace el cerebro de uno, lo harán los de otros.
Por lo tanto, una ilimitada libertad de discusión, de expresión de las opiniones, es el aire vital de la lucha de los trabajadores. Hace más de un siglo que contra un gobierno despótico Shelley, el más grande poeta de Inglaterra en el siglo XIX, el amigo del pobre sin amigos, reivindicó para todos el derecho de libre expresión de sus opiniones. Un hombre tiene derecho a la libertad sin restricciones para la discusión. Un hombre tiene no sólo derecho a expresar sus pensamientos, sino que es su deber hacerlo..., ningún acto de legislación puede destruir ese derecho. Shelley procedía de una filosofía que proclamaba los derechos naturales del hombre. En nuestro caso, proclamamos la libertad de expresión y de prensa porque es necesaria para la liberación de la clase obrera. Restringir la libertad de discusión equivale a impedir que los trabajadores adquieran el conocimiento que necesitan. Todo viejo despotismo, toda dictadura contemporánea comenzó persiguiendo o prohibiendo la libertad de prensa. Toda restricción de esta libertad es el primer paso para poner a los trabajadores bajo el dominio de alguna clase de señores, ¿No es necesario entonces que las masas estén protegidas contra las falsedades, las representaciones erróneas, la seductora propaganda de sus enemigos? Así como en la educación el mantener cuidadosamente apartadas las influencias malignas no sirve para desarrollar la facultad de resistirla y vencerlas, tampoco se puede educar a la clase obrera para la libertad mediante la tutela espiritual. Cuando los enemigos se presentan bajo el disfraz de amigos, y en la diversidad de opiniones cada sector se inclina a considerar a los otros como un peligro para la clase, ¿quién decidirá? Los trabajadores, por cierto; deben luchar para abrirse camino también en este dominio. Pero los trabajadores de hoy podrían, con honesta convicción, condenar como dañinas opiniones que luego resultarán ser la base del nuevo progreso. Sólo permaneciendo abierta a todas las ideas que el surgimiento de un nuevo mundo genera en la mente de los hombres, probándolas y seleccionándolas, juzgándolas y aplicándolas con su propia capacidad mental, podrá la clase trabajadora obtener la superioridad espiritual necesaria para suprimir el poder del capitalismo y erigir la nueva sociedad.
Toda revolución en la historia fue una época de la más ferviente actividad espiritual. Por centenares y millares los folletos y periódicos políticos aparecieron como agentes de una intensa auto educación de las masas. En la revolución proletaria que se avecina no ocurrirá de otra manera. Es una ilusión pensar que, una vez despiertas de la sumisión, las masas serán dirigidas por un solo modo de ver común y claro y recorrerán su camino sin vacilaciones, en unanimidad de opinión. La historia muestra que en tal despertar brota en el hombre una abundancia de nuevos pensamientos de máxima diversidad, expresión del nuevo mundo, como una errante búsqueda de la humanidad en el terreno de posibilidades recién abierto, como floreciente riqueza de vida espiritual. Sólo en la lucha mutua de todas estas ideas cristalizarán los principios rectores que son esenciales para las nuevas tareas. Los primeros grandes éxitos, resultado de la acción espontánea y unida, al destruir los impedimentos previos, no hacen sino abrir de golpe las puertas de la prisión; los trabajadores, mediante su propio esfuerzo, deben descubrir luego la nueva orientación hacia un mayor progreso.
Esto significa que estos grandes tiempos estarán llenos del ruido de las luchas partidarias. Quienes tienen las mismas ideas formarán grupos para discutirlas entre ellos y propagarlas para ilustración de sus camaradas. Tales grupos de opinión común pueden llamarse partidos, aunque su carácter será enteramente distinto del de los partidos políticos del mundo anterior. Bajo el parlamentarismo estos partidos eran los órganos de intereses de clase diferentes y opuestos. En el movimiento de la clase obrera fueron organizaciones que asumieron el liderazgo de la clase, actuaron como sus portavoces y representantes y aspiraron a la guía y el dominio. Ahora su función será sólo de lucha espiritual. La clase trabajadora no tiene aplicación alguna que darles en su acción práctica. Ella ha creado sus nuevos órganos de acción, los consejos. En la organización de fábrica, en la organización basada en los consejos, son todos los trabajadores los que actúan, los que dicen lo que hay que hacer. En las asambleas de fábrica y en los consejos se exponen y defienden opiniones diferentes y opuestas, y de la contienda entre éstas debe proceder la decisión y la acción unánime. La unidad de propósito sólo puede lograrse mediante la contienda espiritual entre puntos de vista disidentes. La función importante de los partidos consiste entonces en organizar la opinión, dar forma concisa a las nuevas ideas que van surgiendo mediante su discusión mutua, esclarecerlas, exhibir los argumentos en una forma comprensible y, mediante su propaganda, llevarlos a conocimiento de todos. Sólo de esta manera los trabajadores en sus asambleas y consejos podrán juzgar su verdad, sus méritos, su practicidad en cada situación, y tomar la decisión sobre la base de una comprensión clara. Así las fuerzas espirituales de las nuevas ideas que brotan al acaso en todas las cabezas, se organizarán y configurarán de modo de ser utilizables como instrumentos de la clase. Esta es la gran tarea de la contienda partidaria en la lucha de los trabajadores por la libertad, mucho más noble que el empeño de los viejos partidos, de conquistar el dominio para sí mismos.
La transición de la supremacía de una clase a otra, que como en todas las revoluciones anteriores es la esencia de la revolución de los trabajadores, no depende de las oportunidades al azar de acontecimientos accidentales. Aunque sus detalles, sus altibajos, dependan del albur de diversas condiciones y acontecimientos que no podemos prever, con visión panorámica se observa un curso decididamente progresivo, que puede ser objeto de consideración por anticipado. Se trata del aumento de poder social de la clase en surgimiento y de la pérdida de poder social de la clase que va declinando. Los cambios rápidos y visibles en lo que respecta al poder constituyen el carácter esencial de las revoluciones sociales. De modo que tenemos que considerar un poco más detenidamente los elementos, los factores que constituyen el poder de cada una de las clases que contienden entre sí.
El poder de la clase capitalista consiste ante todo en la posesión del capital. Es dueña de todas las fábricas, las máquinas, las minas, dueña de todo el aparato productivo de la sociedad, de modo que la sociedad depende de esa clase para trabajar y vivir. Con su poder monetario puede comprar no sólo servidores para su atención personal; cuando está amenazada puede comprar un número ilimitado de jóvenes vigorosos que defiendan su dominio, organizarlos en grupos de combate bien armados y darles una posición social. Puede comprar, asegurándoles posiciones destacadas y buenos salarios, artistas, escritores e intelectuales, no sólo para entretener y servir a los señores, sino también para alabarlos y glorificar su dominio, y para defender, con la astucia y la erudición, su dominio contra las críticas.
Sin embargo, el poder espiritual de la clase capitalista tiene raíces más profundas que el intelecto que ella puede comprar. La clase media, de la cual surgieron los capitalistas como su capa superior, fue siempre una clase ilustrada, confiada en sí misma por su amplia concepción del mundo, basada, tanto en lo referente a sí como a su trabajo y al sistema de producción, en la cultura y el conocimiento. Sus principios de propiedad y responsabilidad personal, de progreso por el propio esfuerzo y energía individual, están difundidos por toda la sociedad. Estas ideas los trabajadores las han traído consigo, de su origen a partir de los estratos empobrecidos de la clase media; y se ponen en funcionamiento todos los medios espirituales y físicos disponibles para preservar e intensificar las ideas de la clase media en las masas. Así, la dominación de la clase capitalista está firmemente enraizada en el pensamiento y el sentimiento de la mayoría dominada.
Sin embargo, el más sólido factor de poder de la clase capitalista es su organización política, el poder estatal. Sólo mediante una firme organización puede una minoría gobernar a una mayoría. La unidad y continuidad de plan y voluntad en el gobierno central, la disciplina de la burocracia de funcionarios que se difunde por la sociedad como el sistema nervioso recorre el cuerpo, y está animada y dirigida por un espíritu común, la disposición, además, en caso necesario, de una fuerza armada, aseguran su incuestionado dominio sobre la población. Tal como la solidez de una fortaleza consolida las fuerzas físicas de una guarnición y les confiere poder indomable sobre un país, así también el poder estatal consolida las fuerzas físicas y espirituales de la clase gobernante y les confiere una inexpugnable solidez. El respeto que los ciudadanos sienten hacia las autoridades, por un sentimiento de necesidad, por costumbre y educación, aseguran regularmente el funcionamiento sin tropiezos del aparato. Y aunque el descontento haga rebelar a la gente, ¿qué puede hacer ésta, inerme y desorganizada, centra las fuerzas armadas del gobierno, firmemente organizadas y disciplinadas? Con el desarrollo del capitalismo, cuando el poder de una clase media numerosa se concentró cada vez más en un pequeño número de grandes capitalistas, el Estado también concentró su poder y con el aumento de sus funciones adquirió un dominio cada vez mayor sobre la sociedad.
¿Qué tiene la clase trabajadora para oponer a estos formidables factores de poder?
La clase trabajadora constituye cada vez más la mayoría, y en los países más avanzados la gran mayoría de la población, concentrada, en este caso, en enormes empresas industriales. No legal sino realmente tiene en sus manos las máquinas, el aparato productivo de la sociedad. Los capitalistas son los propietarios y dueños, sin duda, pero no pueden hacer más que mandar. Si la clase trabajadora no atiende a sus órdenes, ellos no pueden hacer funcionar las máquinas. Los trabajadores sí pueden. Los trabajadores son los dueños directos y reales de las máquinas; como quiera que actúen, por obediencia o por propia voluntad, pueden hacerlas funcionar y detenerlas. La suya es la función económica más importante: su trabajo sostiene a la sociedad.
Este poder económico es un poder dormido mientras los trabajadores están atrapados en el pensamiento de la clase media. Se transforma en poder real mediante la conciencia de clase. Por la práctica de la vida y el trabajo los obreros descubren que son una clase especial, explotada por el capital, que tienen que luchar para liberarse de la explotación. Su lucha los obliga a comprender la estructura del sistema económico, a adquirir conocimiento de la sociedad. Pese a toda la propaganda en contrario, este nuevo conocimiento disipa las ideas de clase media heredadas porque se basa en la verdad de la realidad cotidiana experimentada, mientras que las viejas ideas expresan las realidades pasadas de un mundo pretérito.
El poder económico y espiritual se vuelve activo mediante la organización. Liga a todas las diferentes voluntades en una unidad de propósitos y combina las fuerzas individuales en una poderosa unidad de acción. Sus formas exteriores pueden diferir y cambiar según las circunstancias, pero su esencia es su nuevo carácter moral, la solidaridad, el fuerte sentimiento comunitario, la abnegación y el espíritu de sacrificio, la disciplina que uno mismo se impone. La organización es el principio vital de la clase trabajadora, la condición de la liberación. Una minoría que gobierna mediante su sólida organización sólo puede ser vencida, y por cierto lo será, mediante la organización de la mayoría.
Así, los elementos que constituyen el poder de las clases en conflicto se enfrentan entre sí. Los de la burguesía son grandes y poderosos, como que son fuerzas existentes y dominadoras, mientras los de la clase obrera deben desarrollarse a partir de pequeños comienzos, como una nueva vida que va creciendo. El número y la importancia económica aumentan automáticamente por acción del capitalismo, pero los otros factores, la comprensión y la organización, dependen de los esfuerzos de los trabajadores mismos. Puesto que son las condiciones para una lucha eficiente, son resultado de la lucha; todo retroceso tensa los nervios y los cerebros que tratan de remediarlo, todo éxito inunda los corazones de nueva y esforzada confianza. El despertar de la conciencia de clase, el creciente conocimiento de la sociedad y de su desarrollo, significa la liberación de la servidumbre espiritual, el despertar del embotamiento a la fuerza espiritual, la ascensión de las masas a una verdadera humanidad. Su unión para una lucha común significa ya, fundamentalmente, liberación social; los trabajadores, confinados en la servidumbre del capital, recobran su libertad de acción. Es el despertar de la sumisión a la independencia, colectivamente, en una unión organizada que desafía a los dominadores. El progreso de la clase obrera significa el progreso en lo que respecta a estos factores de poder. Lo que puede ganarse en lo referente a mejoramiento de las condiciones de trabajo y de vida depende del poder que los trabajadores hayan adquirido. Cuando por insuficiencia de sus acciones, por falta de penetración o de esfuerzo, o por inevitables cambios sociales su poder declina en comparación con el poder capitalista, esto repercute en sus condiciones de trabajo. No hay más que un solo criterio para juzgar toda forma de acción, de táctica, los métodos de lucha y las formas de organización: ¿acrecientan éstas el poder de los trabajadores? ¿Para el presente, pero aún más esencial, para el futuro, para la meta suprema de la aniquilación del capitalismo? En el pasado, el sindicalismo dio forma a los sentimientos de solidaridad y unidad, y robusteció el poder de lucha de los trabajadores mediante una organización eficiente. Sin embargo, cuando en épocas posteriores tuvo que reprimir el espíritu de lucha, y planteó la demanda de disciplina hacia los líderes contra el impulso de la solidaridad de clase, se impidió el desarrollo de ese poder. El trabajo de los partidos socialistas en el pasado contribuyó sobremanera a acrecentar la comprensión y el interés político de las masas. Sin embargo, cuando trató de restringir su actividad a los límites del parlamentarismo y las ilusiones de la democracia política, se transformó en una fuente de debilidad.
A partir de estas debilidades pasajeras la clase trabajadora tiene que elevar su poder en las acciones de los tiempos venideros. Aunque debemos esperar una época de crisis y lucha, ésta puede alternar con tiempos más tranquilos de recaída o consolidación. Entonces las tradiciones y las ilusiones podrán actuar temporariamente como influencias debilitadoras. Pero también entonces, tomando a estos períodos como tiempos de preparación, las nuevas ideas de autogobierno y de organización por consejos prenderán mejor en los trabajadores mediante una propaganda permanente. En ese momento, como ahora, habrá una tarea para cada trabajador una vez que se apodere de éste la visión de la liberación de su clase, que consistirá en propagar estos pensamientos entre sus camaradas, despertarlos de la indiferencia, abrirles los ojos. Tal propaganda es esencial para el futuro. La realización práctica de una idea no es posible mientras no haya penetrado en la mente de las masas con suficiente profundidad.
Sin embargo, la lucha es siempre la fuente inagotable de poder para una clase en surgimiento. No podemos prever ahora qué formas tomará esta lucha de los trabajadores por su libertad. Según los tiempos y lugares puede tomar la áspera forma de la guerra civil, tan común en anteriores revoluciones, cuando de ella dependían las decisiones. En este caso las probabilidades contra los trabajadores son muy grandes, puesto que el gobierno y los capitalistas, con su dinero y autoridad, pueden reclutar fuerzas armadas en número ilimitado. En verdad, la fuerza de la clase trabajadora no está en este plano, en la contienda sangrienta de las masacres y asesinatos. Su fuerza real reposa en el dominio del trabajo, en su tarea productiva, y en su superioridad mental y de carácter. No obstante, aun en la contienda armada la superioridad capitalista no es inconcusa. La producción de armas está en manos de los trabajadores; las tropas mercenarias dependen de su trabajo. Si tales tropas son limitadas en número, cuando toda la clase trabajadora unida y sin temor se yerga contra ellas, serán impotentes y las superará la mera cantidad. Y si son numerosas, se compondrán también de trabajadores reclutados, accesibles al llamado de la solidaridad de clase.
La clase trabajadora tiene que descubrir y desarrollar las formas de lucha adaptadas a sus necesidades. La lucha significa que la clase sigue su propio camino de acuerdo con su libre elección, dirigida por sus intereses de clase, independiente de sus antiguos amos y, por lo tanto, opuesta a ellos. En la lucha se afirman sus facultades creadoras encontrando vías y medios. Tal como en el pasado esa clase ideó y practicó espontáneamente sus formas de acción -la huelga, el voto, las manifestaciones callejeras, los mítines de masa, los volantes de propaganda, la huelga política-, también lo hará en el futuro. Cualesquiera sean las formas, el carácter, el propósito y el efecto serán los mismos para todos: realzar los propios elementos de poder, debilitar y disolver el poder del enemigo. La experiencia muestra que hasta ahora las huelgas políticas masivas tienen los efectos más fuertes, y en el futuro pueden ser aún más poderosas. En estas huelgas, nacidas de crisis agudas y fuertes tensiones, los impulsos son demasiado violentos, los problemas son demasiado profundos como para que puedan dirigirlas los sindicatos o los partidos, o comités, o los cuadros de funcionarios. Tienen el carácter de acciones directas de las masas. Los trabajadores no se declaran en huelga individualmente, sino como fábrica, como personal que decide colectivamente su acción. Inmediatamente se instalan comités de huelga, donde se reúnen los delegados de todas las empresas, que asumen ya el carácter de consejos obreros. Estos tienen que unificar la acción, y, en la medida de lo posible, las ideas y métodos, mediante una interacción continua entre los impulsos en pugna de las asambleas de fábrica y las discusiones en las reuniones de consejo. Así los trabajadores crean sus propios órganos en oposición a los órganos de la clase gobernante.
Tal huelga política es una especie de rebelión, aunque en forma legal, contra el gobierno, mediante la paralización de la producción y el tráfico en un intento de ejercer una presión suficientemente fuerte sobre las autoridades como para que éstas cedan a las exigencias de los trabajadores. El gobierno, por su parte, mediante medidas políticas; prohibiendo las reuniones, suspendiendo la libertad de prensa, reclutando fuerzas armadas, y por ende, transformando su autoridad legal en poder arbitrario, aunque real, trata de quebrar la determinación de los huelguistas. Lo apoya la clase dominante misma, que con su monopolio de prensa dicta la opinión pública y desarrolla una intensa propaganda de calumnias para aislar y desalentar a los huelguistas. Proporciona voluntarios no sólo para mantener de alguna manera el tráfico y los servicios sino, también, para integrar bandas armadas que aterroricen a los trabajadores y traten de convertir la huelga en una especie de guerra civil, más simpática para la burguesía. Puesto que una huelga no puede durar indefinidamente, una de las partes, con menor cohesión interna, cederá.
Las acciones de masa y las huelgas universales son la lucha de dos clases, de dos organizaciones, cada una de las cuales trata mediante su solidez de doblegar y finalmente quebrantar a la otra. Esto no puede decidirse en una sola acción; requiere una serie de luchas que constituyen una época de revolución social, pues cada una de las clases en conflicto dispone de fuentes más profundas de poder que le permiten restaurarse después de la derrota. Aunque en un determinado momento los trabajadores puedan ser derrotados y desalentados, sus organizaciones destruidas y sus derechos abolidos, aun así las fuerzas irritantes del capitalismo, las propias fuerzas internas de los obreros y la indestructible voluntad de vivir los pondrán de nuevo en condiciones de lucha. Tampoco se puede destruir al capitalismo de un solo golpe; aunque se destruya y demuela su fortaleza, o sea el Poder Estatal, la clase misma dispone aún de gran parte de su poder físico y espiritual. La historia muestra ejemplos de cómo gobiernos enteramente incapacitados y postrados por la guerra y la revolución se regeneraron mediante el poder económico, el dinero, la capacidad intelectual, la habilidad paciente, la conciencia de clase -en forma de ardiente sentimiento nacional- de la burguesía. Pero finalmente la clase que forma la mayoría del pueblo, que sostiene a la sociedad con su trabajo, que tiene a su disposición directa el aparato productivo, debe triunfar, de modo que la firme organización de la clase mayoritaria disuelva y desmenuce el poder estatal, que es la más sólida organización de la clase capitalista.
Cuando la acción de los trabajadores sea tan poderosa que los órganos mismos del gobierno estén paralizados, los consejos tendrán que cumplir funciones políticas. Los trabajadores tendrán que proveer al orden y la seguridad pública, cuidar que la vida siga adelante, y en esta tarea los consejos son sus órganos. Lo que se decide en los consejos lo cumplen los trabajadores, de modo que éstos se transforman en órganos de la revolución social. Y con el progreso de la revolución sus tareas se hacen cada vez más amplias. Al mismo tiempo que las clases están luchando por la supremacía, y cada una, con la solidez de su organización, trata de quebrar la de la otra clase, la sociedad debe seguir viviendo. Aunque en la tensión de los momentos críticos la sociedad puede vivir de las provisiones almacenadas, la producción no puede detenerse por largo tiempo. Este es el motivo por el cual los trabajadores, si sus fuerzas internas de organización son deficientes, se ven forzados por el hambre a volver a someterse al viejo yugo. Este es el motivo por el cual, si su organización es suficientemente fuerte y han desafiado, repelido y desintegrado al Estado, si han rechazado su violencia, si son dueños de las fábricas, deben preocuparse de inmediato de la producción. La posesión de las fábricas significa al mismo tiempo organización de la producción. La organización para la lucha, es decir, los consejos, es al mismo tiempo organización para la reconstrucción.
Se dice que los judíos de los viejos tiempos, que construían las murallas de Jerusalén, luchaban con la espada en una mano y la llana en la otra. En nuestro caso, en cambio, la espada y la llana son una sola cosa. El establecimiento de la organización de la producción es el arma más sólida, más aún, la única duradera para la destrucción del capitalismo. Cuando los trabajadores hayan irrumpido en los talleres y tomado posesión de las máquinas, deben comenzar enseguida a organizar el trabajo. Luego de desaparecida la dirección capitalista de las fábricas, cuando ya no se la tenga en cuenta y sea impotente, los trabajadores deben construir la producción sobre la nueva base. En su acción práctica establecerán el nuevo derecho y la nueva ley. No pueden esperar hasta que finalice la lucha en todas partes; el nuevo orden tiene que crecer desde abajo, desde las fábricas, con trabajo y lucha simultáneos.
Entonces, al mismo tiempo, los órganos del capitalismo y el gobierno declinarán hasta convertirse en funciones no esenciales, extrañas y superfluas. Pueden conservar aún su poder de dañar, pero habrán perdido la autoridad de instituciones útiles y necesarias. Se habrán invertido los papeles, en forma cada vez más manifiesta para todos. La clase obrera, con sus órganos, los consejos, será el poder de orden; la vida y prosperidad de todo el pueblo se basará en su trabajo, en su organización. Las medidas y regulaciones decididas en los consejos, ejecutadas y seguidas por las masas trabajadoras, serán reconocidas y respetadas como autoridad legítima. En cambio los viejos cuerpos gubernamentales se atenuarán hasta constituir fuerzas ajenas al proceso, que tratarán meramente de impedir la estabilización del nuevo orden. Las bandas armadas de la burguesía, aunque sean aún poderosas, tomarán cada vez más el carácter de grupos de perturbadores al margen de la ley, de destructores dañinos en el nuevo mundo del trabajo. Como agentes del desorden, se los someterá y disolverá.
Esta es, en la medida que hoy podemos prever, la manera en que desaparecerá el poder estatal, junto con la desaparición del capitalismo mismo. En tiempos pasados prevalecían ideas diferentes acerca de la futura revolución social. Primero, la clase obrera tenía que conquistar el poder político logrando mediante las elecciones una mayoría en el parlamento, ayudada eventualmente por contiendas armadas o huelgas políticas. Luego, el nuevo gobierno, compuesto de portavoces, líderes y políticos, tenía que expropiar mediante sus leyes a la clase capitalista y organizar la producción. De modo que los trabajadores mismos sólo tenían que hacer la mitad del trabajo, la parte menos esencial; el trabajo real, la reconstrucción de la sociedad, la organización del trabajo, tenían que realizarla los políticos y funcionarios socialistas. Esta concepción refleja la debilidad de la clase trabajadora de esa época; pobre y miserable, sin poder económico, tenía que ser guiada a la tierra prometida de la abundancia por otros, por líderes capaces, por un gobierno benigno. Y además, por supuesto, permanecer sometida, pues la libertad no se puede dar, sólo se puede conquistar. Esta fácil ilusión se esfumó por obra del crecimiento del poder capitalista. Los trabajadores deben comprender ahora que sólo elevando su poder al nivel más alto posible pueden esperar la conquista de la libertad; que el dominio político, el mando sobre la sociedad, debe basarse en el poder económico, el mando sobre el trabajo.
La conquista del poder político por los trabajadores, la abolición del capitalismo, el establecimiento de la nueva ley, la expropiación de las empresas, la reconstrucción de la sociedad, la construcción de un nuevo sistema de producción no son eventos diferentes y consecutivos. Son contemporáneos, concurrentes en un proceso de sucesos y transformaciones sociales. O, más precisamente, son idénticos. Son las diferentes caras, indicadas con diferentes nombres, de una sola gran revolución social: la organización del trabajo por la humanidad trabajadora.

Capítulo tercero: El pensamiento

1. Las ideologías
Toda lucha social es también una lucha de ideas, de concepciones, de pensamientos. Por otra parte, así es como esa lucha comienza y así como continúa.
El hombre se distingue del animal por su conciencia, por el pensamiento consciente, por la acción consciente. En general, la reflexión y la deliberación preceden a sus acciones. Pero el hombre no escapa sin duda al hecho de que sus acciones están determinadas por las necesidades de su existencia y marcadas por sus contactos con el mundo exterior, del cual él extrae sus medios de subsistencia, es decir, todo lo necesario para mantener su vida. Mas en el hombre la influencia del mundo exterior, transmitida por intermedio de los sentidos, se ejerce por un rodeo; asume en primer lugar la forma de pensamientos, de imágenes mentales, y puede alcanzar el nivel de un conocimiento, de una comprensión; los pensamientos, las imágenes mentales, los conocimientos y la comprensión determinan después la voluntad y los actos del hombre.
Sin embargo, no todo ocurre exactamente de esta manera. No hay una diferencia tan tajante entre el hombre y el animal; con algunas modificaciones, lo que vale respecto de uno vale también respecto del otro. Como ocurre con todos los organismos, la mayor parte de las acciones cotidianas del hombre se realizan automáticamente; constituyen una reacción inmediata a las impresiones exteriores o derivan de costumbres asimiladas desde la infancia, y no hacen intervenir explícitamente al cerebro. Y ni siquiera todas las acciones que los hombres realizan de manera no automática son objeto de profunda reflexión ni decididas por una deducción consciente a partir de la experiencia. Todo lo que los hombres han vivido, todo lo que han conocido influye sobre su espíritu, pero a menudo sin que ello sea consciente; todo eso se acumula en forma de experiencia, determina sus opiniones y sus actitudes vitales, domina su subconsciente. Y más tarde, todo eso reaparece de pronto en forma de acciones espontáneas o de opiniones intuitivas, que no se basan en ningún razonamiento explícito pero que se admiten de inmediato, sin duda ni vacilación. Sin embargo, además de esas intuiciones, el hombre tiene también el pensamiento consciente. Cada vez que debe escoger bajo la acción de influencias contradictorias o en el curso de transformaciones y de luchas, cada vez que vacila o duda, cada vez que se da cuenta de que su acción ha sido espontánea, irreflexiva, se pone a pensar conscientemente. Y a las imágenes mentales, a las ideas que desarrolla en esas ocasiones, las reúne, las compara entre sí y termina por hacerles tomar una forma coherente, la forma de un sistema de ideas, de una ideología.
La ideología de un hombre forma parte de su concepción del mundo. Esta concepción del mundo constituye una suma, una práctica vital, cierta actitud frente a la existencia y a los otros hombres que se manifiesta de manera inconsciente en todos sus actos, en todos sus hábitos; es una visión de la sociedad y del trabajo que luego, bajo una forma más consciente, se reconoce en sus ideas, sus concepciones del derecho, sus opiniones políticas, su religión. En la vida práctica, el hombre adquiere la experiencia de lo que le es, en general, útil y necesario: eso es lo que considera bueno. Realiza también la experiencia de la manera en que debe comportarse en sus relaciones con los otros hombres: eso es lo que designa con los nombres de costumbre y de moral. El hombre realiza esta experiencia de manera más o menos consciente, y esta conciencia depende de la medida en que conoce las fuerzas más o menos generales, y a menudo muy poderosas, cuya acción no puede prever pero que determinan su suerte. Está en la naturaleza del espíritu humano considerar como esencial lo que ve que se repite de la misma manera a intervalos regulares y lo que es permanente, pues a partir de ello puede calcular y determinar sus acciones ulteriores. Así, a partir de la experiencia vital se forman nociones acerca de lo que es en general, y por consiguiente de manera esencial y permanente, bueno, malo, justo, moral. Así se forman las ideas generales sobre las fuerzas que dominan el mundo, que deciden acerca de la vida y de la suerte del hombre, del pasado y del porvenir, de los objetivos y del sentido de la vida. Y todas estas nociones se desarrollan y reúnen, constituyen una ideología, que se mantendrá sólida mientras el modo de producción, por consiguiente las formas de existencia de las que ella proviene, sean buenos y permanezcan sin cambio durante largo tiempo. Pero entonces la ideología se convierte en una suma de verdades intocables, sagradas, y se esclerosa. Ello no impide que se continúen enseñando esas verdades a la juventud, que se las presente ante ella como la herencia espiritual de la sabiduría de sus antepasados, que se le exija que se impregne de ellas para adaptarse más rápida y fácilmente al sistema social vigente.
Pero la sociedad se desarrolla, y en el curso de los siglos recientes este proceso ha ocurrido con una rapidez cada vez mayor; las formas de trabajo se modifican. Las relaciones entre los hombres, su actitud hacia el trabajo, hacia la naturaleza, la sociedad, las fuerzas superiores que los dominan, también evolucionan. Y esto determina una evolución de los puntos de vista acerca de la vida y del mundo. Nacen nuevas relaciones en las mentes y, lo que es más importante, las viejas concepciones tradicionales entran en conflicto con las ideas nuevas, que se ordenan en una concepción del mundo enteramente original. Cuando nació la burguesía se enfrentaron de esta manera las viejas concepciones de solidaridad social (fidelidad y lealtad al señor, obligaciones con las corporaciones) y las nuevas ideas sobre la libertad del individuo y el desarrollo de la personalidad (libre disposición de la vida y de la propia suerte, reivindicación de los derechos del hombre y del ciudadano). Y en este caso no se trataba de algunas ideas nuevas aisladas, sino práctica y fundamentalmente de un conjunto de nuevas leyes y de nuevas instituciones indispensables para la satisfacción de las nuevas necesidades sociales. Y justamente para instaurarlas comenzó la lucha práctica. Tanto la necesidad que uno experimenta como el objetivo que se fija, origen de la lucha por un cambio en la política y el derecho y fuente de fuerzas de esa misma lucha, están anclados en la práctica. Pero los objetivos que los hombres quieren alcanzar prácticamente en la política y el derecho sólo los ven como una consecuencia de las ideas nuevas.
Así, la lucha para instalar una sociedad nueva, un nuevo modo de producción, toma la forma de una lucha de ideas, de una lucha entre concepciones del mundo. Y la concepción nueva no está ligada, para sus partidarios, a una aplicación práctica, y por tanto limitada: les aparece como una verdad absoluta, siempre buena y definitivamente general. Pero pese a esto, no se trata de una abstracción estéril. Las ideas nuevas brotan como una flor fresca y plena de savia, a partir de una realidad bien viva. Y la nueva concepción del mundo se yergue frente a la vieja ideología, completamente esterilizada, transformada en una especie de objeto sagrado, que pretende ser la verdad absoluta, inmutable, y que trata de utilizar su autoridad para prevenir todas las modificaciones, no obstante necesarias, de las instituciones sociales. Las viejas ideologías son verdades de ayer, hoy esclerosadas, que se oponen a la verdad nueva pues continúan considerándose a sí mismas como la verdad absoluta y, por ende, eterna.
En el curso del desarrollo de las sociedades humanas, la lucha de una clase para establecer un modo de producción nuevo fue siempre, simultáneamente, una lucha para hacer triunfar ideas generales nuevas. Y a los ojos de los hombres esta lucha aparece a menudo como una simple lucha de ideas. Para la burguesía se trataba de una lucha entre una nueva concepción del derecho y de la libertad, y la antigua doctrina, que se apoyaba sobre la religión y sobre una forma específica de la solidaridad social. Pero no se olvidaba, naturalmente, ni por un instante, el contenido material verdadero, los objetivos económicos. En el curso de la Revolución Francesa, por ejemplo, la burguesía se aplicaba -y ésta era la cuestión más importante- a la instauración de leyes que garantizaran las libertades que le permitían ejercer sus actividades, restringieran, cuando era necesario, la libertad de los demás (por ejemplo, de los trabajadores), y destruyeran las instituciones feudales que trababan su libertad de acción. Pero la realización de estos objetivos prácticos aparecía como la aplicación de principios generales nuevos que en ese momento eran concebidos como una verdad prestigiosa.
Este revestimiento ideológico bajo el cual se disimulan los intereses de clase, lo volvemos a encontrar en el siglo XIX, pero resulta tanto más irreconocible porque entonces se mezclan con él consignas del pasado, enteramente abstractas, porque la lucha de la clase burguesa disminuía en intensidad. Pero en las ocasiones en que esta lucha seguía siendo suficientemente intensa como para dominar aún a la sociedad, los partidos políticos expresaban claramente los intereses en lucha. Sin embargo los principios, las consignas a las cuales se referían sus programas, habían tomado la forma de ideas abstractas y generales, se referían a concepciones del mundo, por lo demás completamente divergentes. Los liberales representaban a la burguesía, y más particularmente a la burguesía industrial, y reivindicaban la libertad, el acceso al conocimiento, el progreso. Los conservadores representaban la propiedad inmueble y la riqueza al antiguo modo, y junto con los partidos cristianos, pequeño burgueses y campesinos, exigían el mantenimiento de la autoridad, promovían la obediencia, defendían la fe y la tradición. Junto a ellos los socialistas, portavoces de los obreros, hablaban de la teoría de Marx, de la abolición de toda explotación por el desarrollo de la lucha de clases. Todos se batían en nombre de la verdad, de la realidad de sus ideas generales y abstractas; cada uno, apoyándose sobre el modo de vida de su propia clase, estaba convencido de tener razón, y en todo esto el fundamento económico subyacente, la esencia profunda, el verdadero fin de la lucha, permanecía en segundo plano.
Pero había además una diferencia muy característica entre la clase dominante y la clase explotada. Para la burguesía, ubicada a la cabeza por obra del desarrollo económico, en plena posesión de su poderío, dueña del porvenir, la ideología y la práctica estaban en perfecta armonía. Sabía perfectamente asegurar la defensa de sus intereses en la puesta en ejercicio práctico de sus principios. Para la pequeña burguesía, en cambio, no había salida: primero la burguesía comenzó por instalar el capitalismo, y una vez establecido este sistema, la pequeña burguesía debió plegarse a la competencia, conoció los fracasos y resultó incapaz de resistir a la burguesía. Es por ello que su ideología no podía ser sino una teoría -abstracta, y cuyo carácter abstracto iría acentuándose hasta aislarse completamente del mundo real. En cuanto a los obreros, que formaban una clase naciente, la lucha ideológica sólo era una parte de su lenta y progresiva toma de conciencia de lo que ellos eran. La clase obrera acababa de formarse a partir de elementos arruinados de la pequeña burguesía y del campesinado, que traían consigo las creencias y las convicciones de su medio paterno. Lentamente, bajo la influencia de su nuevo modo de vida, se volvían receptivos a nuevas ideas, adoptaban nuevas concepciones que expresaban su situación nueva y sus nuevos intereses de clase. Pero mientras la lucha política se limitaba principalmente a la ideología, éstos eran sólo principios generales, una lucha entre una tradición que se seguía estimando e ideas nuevas qué se aceptan vacilando y que, por consiguiente, sólo progresan muy lentamente.
Hoy la ideología se ha transformado en un factor de peso en la lucha de clases. Para la clase dominante es muy importante limitar esta lucha al terreno ideológico. En efecto, todas las tradiciones, todo el poderío de las antiguas fórmulas, todos los hábitos de pensamiento actúan entonces en su favor porque impiden a los obreros considerar la situación nueva sin prejuicios. La fuerza de los obreros, por el contrario, resulta de una comprensión clara de las realidades nuevas de la vida. Las antiguas ideologías ligan a los hombres y los oponen en grupos que no tienen nada que ver con las diferencias de clase y los intereses reales de la vida. Explotadores y explotados se encuentran así en una misma iglesia, en un mismo partido, en una misma nación, y se comportan como extranjeros y enemigos frente a otras iglesias, partidos y naciones, que también agrupan a explotadores y explotados. Los obreros sólo podrán emplear su poderío si realizan su unidad de clase por encima de estas divisiones del pasado y contra ellas. Pero los obreros no forman una masa homogénea que tenga un pensamiento uniforme. Sus orígenes, su pasado hacen que haya diferencias religiosas y políticas en el seno de la clase obrera. Mientras los obreros estén divididos, disputen sobre cuestiones de religión, de liberalismo, de anarquismo, de socialismo, carecerán de fuerza. Es por ello que la clase dominante, guiada por su instinto, trata de mantener esta división presentando las diferencias ideológicas como algo de primordial importancia. Y de inmediato estas diferencias, aunque están privadas de todo apoyo real y se remontan al pasado, son trasladadas a primer plano para quebrar la unidad de los obreros. La unidad de la clase obrera sólo puede reforzarse cuando toda la atención se dirige hacia la realidad y los obreros se aplican a su grande y única tarea: la transformación económica de la sociedad. Deben hacer que la producción quede bajo su control, tienen que hacerse dueños de su trabajo y de sus medios de trabajo, antes de poder producir la opulencia para todos: y esta es una tarea práctica, que no tiene nada que ver con las ideologías tradicionales, cualesquiera sean. Los intereses prácticos y las necesidades de la vida, ésas son las fuerzas que impulsan a los obreros a asociarse y a formar finalmente una sólida unidad.
La clase obrera que lucha por su liberación se encuentra en una situación más favorable que las clases que antes luchaban por el poder -por ejemplo, la burguesía-, porque tiene la posibilidad de comprender claramente el origen de las ideas y de las ideologías. En efecto, el dominio de las fuerzas sociales exige que los hombres se hayan hecho dueños ellos mismos de todas estas fuerzas, y que por consiguiente las comprendan. El dominio práctico, real, está indisolublemente ligado al dominio intelectual y espiritual. La ciencia de la que ellos disponen enseña que es la sociedad la que determina la conciencia. El pensamiento no se anticipa a la realidad, sino que es una consecuencia de ésta. Y esto no solamente en el sentido de que sólo la sociedad, las relaciones entre los hombres en la vida y el trabajo, pueden hacer nacer el deseo, la idea y la voluntad de cambiar el trabajo y la sociedad, sino también en el sentido de que las necesidades prácticas inmediatas fuerzan a actuar y a reaccionar, a efectuar una evaluación simple de lo que es útil y realizable, y que ello influye sobre la estimación que uno puede hacer de sus propios actos. En la lucha por la economía nueva, por la organización de la producción por los productores mismos, se pueden abandonar todas las diferencias ideológicas. Nada tienen que hacer en esa lucha. La fuerza de los obreros no consiste en tratar de ganarse a sus camaradas en favor de ideas abstractas acerca de las cuales pueden estar aún muy divididos, sino de ganarlos para ideas sociales prácticas sobre las cuales todos deben tener una misma opinión.
Pero esta práctica misma, esta manera de luchar no deja de influir sobre las viejas ideologías; y justamente porque no se ocupa de ellas. Precisamente porque las viejas ideologías están fuera de la práctica de la vida, ocurre un hecho muy importante: esas ideologías pierden su fuerza. Aunque sean herederas de un pasado lejano, no dejaron de ser utilizadas en la práctica: el obrero pobre encontraba a menudo, en su miseria, una ayuda espiritual y material en el seno de su comunidad religiosa; además, cuando al ser sometido a la opresión del empresario todopoderoso, estaba reducido a la impotencia y privado de todo derecho cívico, pudo encontrar un cierto sostén en los filántropos y los políticos burgueses radicalizados que tomaban en serio el ideal de la libertad burguesa. Pero desde que los obreros comienzan a luchar por sí mismos todo cambia. Aprenden a tener confianza en su propia fuerza, es decir, en la fuerza de la comunidad y de la solidaridad. Ven que sus condiciones de vida determinan su ser verdadero; ven que la causa de su miseria es una cierta estructura económica; ven que la abolición de esta miseria requiere una revolución económica, y que ésta es realizable; ven las causas materiales que determinan realmente sus vidas y las fuerzas que actúan y se dan cuenta de que ellos pueden dominarlas. Las antiguas maneras de pensar, sea que se relacionen con una potencia superior que dirige el mundo, o que promuevan la idea de una libertad abstracta y magnífica, no sirven de nada. Heredadas del pasado, están enteramente fuera de la práctica real y predominante en la vida de los obreros: no son utilizadas ni utilizables en los problemas que plantea su trabajo, en todas las dificultades que plantean las decisiones a tomar y que en ese momento ocupan toda su actividad consciente. Subsiste aún un pequeñísimo rincón de su conciencia donde se mantiene un recuerdo de la costumbre antigua, pero esto ya no tiene nada que ver con la vida, viva y activa. Un órgano corporal se atrofia si no se lo utiliza, se vuelve impotente, se agosta, y, a la larga, termina por desaparecer; lo mismo ocurre con los modos de pensamiento no utilizados.
He aquí cómo mueren las viejas ideologías. Sin embargo, si se quiere acelerar este proceso natural, sea por la represión o por la interdicción, se llega de hecho a darle una nueva vida, porque se promueven de nuevo los viejos argumentos, se los vuelve a repetir, lo que equivale a hacerlos revivir, pues esos argumentos encuentran en la supervivencia de las situaciones del pasado bastantes bases concretas a las cuales adherirse. Pero cuando reina una atmósfera donde la conciencia puede desarrollarse libremente, y también la discusión -atmósfera tan importante para una clase que asciende como la atmósfera de opresión y de censura para la clase dominante que declina-, las viejas ideologías son impotentes para impedir el desarrollo de nuevas ideas que nacen en la cabeza de los hombres.
La transformación del modo de producción no exige nada más, desde el punto de vista liberal, que una comprensión clara y neta de la utilidad y de la necesidad de instaurar nuevas formas de trabajo y de propiedad. Pero estas nuevas formas significan una revolución tan profunda del mundo entero, que exigen una lucha mundial que ponga en juego todas las fuerzas y toda la pasión de los hombres. Es en esta lucha, que presenta tantas dificultades en las decisiones a tomar, que implica elecciones de máxima importancia, en la tensión que crea la acción, en los problemas que suscita la construcción nueva, en las discusiones donde se revelan tantas divergencias profundas entre las opiniones, que el pensamiento resulta estimulado, que apunta a conclusiones cuyo alcance es cada vez mayor, que se van formulando ideas cada vez más fundamentales. Entonces florecen millares de ideas nuevas. Y estas ideas terminan por unirse en un conjunto coherente: entonces nace una nueva concepción del mundo. Pero no se trata de una teoría completa, cerrada, que deba reinar como un nuevo sistema de pensamiento o incluso ser impuesta por la fuerza, pues en esta atmósfera de desarrollo sin fronteras, donde aparecen sin cesar impulsos siempre nuevos, nuevas maneras de sentir y de pensar, sólo se observa un crecimiento espontáneo, una floración de la actividad espiritual de los hombres: la vida espiritual se enriquece, la actitud frente a la vida se vuelve más armoniosa. En el extremo opuesto de la esclavitud espiritual en la que las generaciones de antes creían que debían encerrarse para preservar su seguridad, se va abriendo paso, a partir de esta libertad espiritual que es indispensable para resolver los problemas sociales, toda una multitud de formas de vida cultural, sin trabas, tal como se desarrolla irresistiblemente una planta a la que se traslada de un lugar oscuro al pleno sol. Y este cambio corresponde también a un cambio económico que no es impuesto por un orden venido del exterior, sino que es resultado de la autodeterminación de la humanidad trabajadora, que con toda libertad reglamenta el modo de producción según su propia concepción.
Al comienzo, cuando los obreros se encuentran aún abrumadoramente doblegados bajo el yugo capitalista, hacen la experiencia de una vida sentimental nueva que nace de la solidaridad que se forma y que debe reforzarse cada vez más a partir de la experiencia que cada uno hace, y que muestra que cuando uno permanece aislado es impotente frente al capital, y que justamente es sólo esta solidaridad la que da fuerzas suficientes para obtener condiciones de vida soportables. Y a medida que la lucha se vuelve más ardorosa, que exige más de cada uno, es decir, que se transforma en una lucha librada para hacerse dueño de la sociedad y del trabajo, dominio del cual dependen la vida y el porvenir, la cohesión entre los trabajadores, cuya ausencia acarrearía la derrota y la destrucción, debe transformarse en una unidad indestructible en la cual cada uno se pone al servicio de todos y se sacrifica por la comunidad. Aparece entonces un carácter enteramente nuevo: el sentimiento social; y este sentimiento se extiende a toda la clase y lo domina todo: hace extinguir el antiguo egoísmo del mundo burgués. Es el nacimiento balbuceante del hombre nuevo.
Pero este carácter no es enteramente nuevo. En otro tiempo, en el amanecer del mundo, las tribus, donde existían formas comunistas primitivas de trabajo, conocían un sentimiento intenso de solidaridad. El individuo estaba por entero ligado a la tribu; no era nada fuera de ella. Es por ello que en el curso de sus acciones, su persona debía borrarse ante el interés y el honor de su tribu; instintivamente todas las fuerzas individuales se ponían al servicio de la comunidad. Pero en esa época el hombre estaba todavía poco evolucionado y la naturaleza hacía de él un miembro de la tribu y nada más, ligado estrictamente a esta base natural. Desde entonces, los hombres se dispersaron, se separaron unos de otros; se transformaron en productores independientes que trabajaban en el seno de pequeñas empresas. El sentimiento de solidaridad declinó entonces, luego cedió su lugar a un poderoso individualismo que quiere que el individuo sea su propio dueño y el objeto central al cual se vinculen todos los intereses y sentimientos. Este poderoso sentimiento de la personalidad, que representa un nuevo tipo de conciencia, se desarrolló durante siglos de producción burguesa. Y no desaparecerá nunca, porque cuando los productores dominen las fuerzas de la producción y se hagan dueños de ellas, desarrollarán su personalidad y la conciencia que de ella tienen en una medida jamás alcanzada. Aparecerá entonces un nuevo carácter, que realizará la fusión entre la personalidad individual y el sentimiento comunitario. Sin duda, en el período burgués el hombre fue un ser social, pero de una manera inconsciente, enmascarada por la afirmación orgullosa de su personalidad y de su independencia. Pero ahora se desarrollará la conciencia de que existe coherencia entre la sociedad y el hombre, conciencia que enriquecerá y perfeccionará la concepción que éste tiene del mundo. Y esto ocurre al comienzo instintivamente, en la práctica, y toma la forma de una especie de sentimiento, el de la fraternidad entre todos los miembros de la humanidad. Pero también ocurre conscientemente; y en el plano teórico, la comprensión clara de la manera en que todas las fuerzas que determinan la personalidad resultan de una interacción entre el individuo y la sociedad.
El sacrificio entusiasta del individuo por la salvación de su clase, del cual la revolución obrera nos da ejemplo, tampoco es cosa del todo nueva. Hemos podido ver sacrificios tales en el curso de las revoluciones pasadas: por ejemplo, en el caso de las revoluciones burguesas. El entusiasmo inflamado, la audacia heroica, el sacrificio sin vacilaciones por nuevas ideas -en realidad, por los intereses fundamentales de la comunidad de clase- hacen que tales períodos -como por ejemplo la Revolución Francesa o más tarde la reunificación italiana con los ejércitos de Garibaldi-, constituyan los momentos más hermosos de la historia burguesa. Llevados a las nubes por los teóricos que vivieron más tarde, cantados por los poetas, éstos son períodos magníficos, pero pasados para siempre, pues en la práctica la sociedad burguesa que resultó de esas revoluciones instaló la dominación del Capital, con la oposición entre la riqueza más insolente y la miseria más sórdida, con la persecución de la ganancia como actividad esencial de los burgueses, con el profesionalismo como fin de la vida de los intelectuales, en una palabra, con el reino del egoísmo y la decepción de una cantidad de generaciones. Y es ésta una diferencia fundamental entre el nacimiento de la burguesía y la lucha de la clase obrera, que acaba de comenzar. Para la burguesía el sentimiento de solidaridad era sólo una necesidad temporaria, que no valía más que en el período de la conquista del poder y cedió su lugar a una lucha encarnizada y destructora de unos contra otros. Para la clase obrera el sentimiento de solidaridad que nace en la lucha por su liberación es el fundamento de una producción común, que refuerza además estas cualidades y las exalta.
Cuando el modo de producción nueva se instale sólidamente, cuando la victoria se obtenga o aparezca en el horizonte, nacerá un nuevo sentimiento que cambiará y renovará toda la concepción de la vida. Es el sentimiento de que la vida está asegurada. La humanidad se verá por fin liberada de la preocupación permanente que representaba el mantenimiento de la vida. Durante todos los siglos pasados la vida no estuvo nunca asegurada; incluso durante los períodos de prosperidad temporaria, por detrás de la ilusión de un bienestar permanente quedaba en el fondo del subconsciente una inquietud por el porvenir. Esta inquietud, que pesaba gravemente sobre el desarrollo del pensamiento libre y trababa el desenvolvimiento de todas las fuerzas espirituales, caracterizó durante siglos la actividad cerebral. Nosotros, que aún nos encontramos bajo su influencia, no podemos imaginar cómo su desaparición cambiará la concepción de la vida. Junto con la angustia desaparecerán las ilusiones que servían ayer al hombre para disminuir esta angustia. Todas las viejas ideologías que en el pasado ceñían como una armadura la vida intelectual y sentimental del hombre, se fundirán como la nieve al sol de la primavera. En su lugar florecerán la conciencia y la certidumbre de que el hombre es verdaderamente dueño de su existencia y de su suerte, de que la ciencia es accesible a todos y trabaja por el bien de todos, y florecerá también esa belleza intelectual que es una concepción universal del mundo.
Para la clase obrera el proceso de declinación de las viejas ideologías coincide con la toma gradual de conciencia de la tarea que le aguarda, con el crecimiento natural de su unidad y de su fuerza. Por consiguiente, no es necesario hacer un estudio especial de la ideología y de su influencia sobre la lucha de clases, como si fuera una fuerza independiente. Pero la situación es totalmente distinta cuando se trata de otras clases y no de la clase obrera. Para las clases burguesas, que viven y trabajan aún en la esfera de la pequeña empresa y del pequeño capital, la vida espiritual es sin duda de un tipo completamente burgués y está determinada por la ideología burguesa. Es cierto que la práctica económica de estas clases está sometida a la defensa de sus intereses materiales reales, pero en la expresión de su política se trata sólo de concepciones de otra época y de viejas consignas. He aquí por qué esas clases son tan fácilmente una presa para el gran capital, que debe utilizarlas para mantener el dominio capitalista. Tanto para la pequeña burguesía como para el campesinado la propiedad individual es sacrosanta y ese punto de vista domina todas sus ideas, sin contar que está además reforzado por la religión. Hay que agregar el hecho de que los intelectuales y los pequeños burgueses se encuentran del lado del gran capital y se oponen a la clase obrera cada vez que apelan a su ideal, a su ideología nacionalista.
¿Cómo puede ocurrir que estas clases actúen contra sus intereses reales? Las ideologías y los principios expresan lo que hay de esencial y de general en las experiencias vividas y en los intereses que uno defiende. Se trata de intereses permanentes de toda la clase en su conjunto, que se expresan en una forma abstracta, idealizada, y que pueden entrar en conflicto con los intereses temporarios de ciertas personas o con las conclusiones que éstas pueden extraer de una experiencia particular. Las ideologías y los principios ocupan así el lugar más elevado en la conciencia humana: los intereses personales, las obligaciones temporarias, todas estas contingencias vulgares deben cederles el paso. Esto explica el papel conservador de las ideologías en la lucha social. ¿El gran capital pisotea los intereses de los pequeños burgueses y los campesinos? Se les dice que sus intereses personales y contingentes deben sacrificarse en el altar de los principios sagrados y eternos, para el mayor bien del orden moral y universal, que prescribe la obediencia y el respeto por la propiedad privada. O bien se proclama que para la grandeza de la patria, para la causa de la nación, ningún sacrificio es bastante grande. Este papel de la ideología, que consiste en evitar una transformación fundamental del mundo, sólo puede combatirse en forma eficaz examinando la opresión que reina hoy y la lucha que se desarrolla contra ella a la luz del desarrollo general, y teniendo en cuenta los grandes intereses; dicho de otra manera, utilizando el conocimiento de la sociedad. Pero ¿las clases de que aquí se trata aceptarán estas conclusiones? ¿No cederán más bien a un fanatismo ciego, forma en la cual se expresan las viejas ideologías que quieren obstruir la ruta del progreso?
En efecto, la historia nos enseña que a menudo, durante los períodos revolucionarios, el fanatismo -muy a menudo religioso- de masas de hombres pobres y estúpidas fue utilizado por los antiguos dominadores para impedir todo progreso, y que esta fuerza reaccionaria sólo podía ser vencida al precio de pesados sacrificios y de muchas víctimas. Los relatos históricos sólo nos conservaron consignas apasionadas, destinadas a inflamar a cada una de las partes en lucha, a empujarlas al sacrificio, al odio del enemigo: en unos casos la libertad y la patria, en otros el rey y la religión. Y se descubre con tristeza que no era sólo una ceguera fanática que se oponía al progreso y defendía ciertos intereses, pues el nuevo orden y las nuevas vías han lesionado de hecho gravemente, e incluso llevado a la desdicha irremediable, a quienes vivían según los viejos hábitos. La historia burguesa no podría decir explícitamente que la finalidad de las revoluciones burguesas era instalar una forma nueva, a menudo más despiadada, de explotación, que conducía a la derrota y a la miseria de las clases más débiles. Es por ello que, lo que a primera vista puede parecer una adhesión fanática e imbécil a las viejas ideologías, aparece si se mira bien como una intuición justa del hecho de que las cosas nuevas no eran buenas del todo, como una protesta espontánea contra la nueva opresión.
Es por ello que se puede preguntar si las enseñanzas acerca del papel de las ideologías que es posible extraer de las revoluciones pasadas son muy útiles para la revolución obrera que se aproxima. Esta no desembocará en una nueva dominación de clase ni en una nueva forma de explotación y opresión. La transformación de la sociedad que hará a las clases productoras dueñas de la producción es una liberación colectiva que se extiende a todos los hombres: sólo las clases explotadoras serán atacadas, y sólo lo serán en sus intereses de explotadores. Tal es la diferencia fundamental entre la revolución obrera futura y las revoluciones burguesas del pasado.
Naturalmente, esto no quiere decir que haya que abrigar la ilusión de que se podrá evitar una lucha entre la clase pequeño burguesa y la clase obrera. La pequeña burguesía se precipitará también a la lucha; aportará a ella todo lo que posee en armas y bagajes espirituales, que están dominados por dogmas fijados, modos de pensamiento burgués, viejas ideologías, y que permanecen en la ignorancia completa del funcionamiento de la sociedad. Así como la clase obrera sólo llegará a la unidad y a la comprensión clara de sus fines a través de un largo período de lucha en que hará su propia educación, la pequeña burguesía sólo comprenderá dónde reside su verdadero interés, frente al gran capital, pasando por un período de aprendizaje, de experiencias penosas y de decepciones crueles. Y ya será mucho si permanece neutral en la lucha entre la clase obrera y el gran capital, sin comprometerse ciegamente al servicio de este último. En efecto, a causa de su manera de pensar, perseguirá con frecuencia objetivos falaces que no corresponden al desarrollo social necesario; y también habrá que luchar mucho contra eso. Y una vez más se verá que en el dominio de la lucha ideológica, donde unas doctrinas se enfrentan con otras, las viejas ideologías recuperan su vigor porque se promueven los viejos argumentos, sé agudizan las contradicciones por causa de la incomprensión, lo que hace que la lucha resulte aún más amarga. Sin embargo, si una propaganda metódica desentraña claramente la realidad social, muestra dónde están los intereses económicos, insiste sobre la cohesión del mundo del trabajo y hace ver que el desarrollo de éste puede llevar a una verdadera comunidad de los trabajadores, y si, por otra parte, la práctica de los obreros coincide con esta propaganda, y si existe una verdadera comunidad de intereses, nacerá entonces la conciencia de esa comunidad: la clase obrera, que está a la cabeza del desarrollo y que representa el porvenir, vencerá, ella sola, al poder de la ideología partiendo, en todos sus actos y en todas sus teorías, de la realidad.

2. Pensamiento y acción
El movimiento obrero da la imagen de un cambio perpetuo, de períodos ascendentes seguidos por períodos de declinación, en ciclos que van del entusiasmo y de la fuerza a la impotencia completa. Y ciertos trabajadores no dejarán de formularse esta pregunta desalentadora: ¿y si los sacrificios de los mejores hijos de la clase obrera se hubieran hecho en vano? ¿Y si estos sacrificios sólo llevaran a una esclavitud peor aún e imposible de destruir? Es necesario entonces plantearse, y seriamente, otra pregunta: ¿por qué ocurrió este desarrollo? Sin duda se responderá: porque los obreros eran aún demasiado débiles. Pero entonces, ¿por qué no se ve que sus fuerzas crezcan continuamente? ¿Por qué hay épocas en que parecían fuertes o más débiles de lo que eran en realidad? ¿Por qué ocurrió cada vez esta rápida declinación?
Vemos nacer sin interrupción, en el seno de las masas de hombres que forman juntos las clases sociales, acciones y fuerzas producidas por la sociedad y por las cuales ellos sufren y viven; pero cuando existe una coacción que viene de lo alto, estas acciones y fuerzas no alcanzan el nivel de la conciencia; quedan en el nivel de lo subconsciente. Hasta que sean como despertadas y reveladas a la conciencia y se transformen así en fuerzas espirituales; hasta que las posibilidades potenciales de una fuerza aún aletargada, como inflamadas con una idea, den nacimiento a una fuerza real y actuante; hasta que sean como un fuego que arde bajo la ceniza pero que se transforma de tiempo en tiempo en una llama brillante y ardiente. Se sabe que el hombre, en circunstancias críticas, puede obtener de su cuerpo mucho más que en condiciones normales, y esto cada vez que una fuerza imperativa lo estimula con suficiente tensión y lo prepara así a cumplir su tarea del momento. Además, en la sociedad, durante los períodos críticos, no se pueden vencer las resistencias enormes que se encuentran sino cuando la tensión es suficiente, cuando, las ideas entusiastas se apoderan de todos. Pero cuando esas ideas muestran su fuerza, cuando cada uno está persuadido de que eran indispensables, se instalan como verdades primeras. Se dogmatizan transformándose en verdades (supuestamente) absolutas y eternas: se transforman en ideologías que hacen a las personas incapaces de apreciar en circunstancias nuevas e incapaces de cumplir sus tareas nuevas. Y he aquí como comienza la declinación.
La respuesta a todas las preguntas que hemos formulado se encuentra en la actividad del espíritu humano, en la capacidad suprema que ubica al hombre por encima de los animales. Forma parte de la naturaleza del espíritu humano admitir como verdad general lo que fue experimentado una vez como parte de la verdad, admitir como bueno y útil en toda generalidad lo que fue experimentado como bueno y útil en circunstancias particulares: se atribuye a estas observaciones particulares una validez general, absoluta, vigente en todo tiempo y lugar. El espíritu es un órgano de lo general: trata de desentrañar del gran número de fenómenos y de su complejidad, regularidades, caracteres generales, lo esencial, todo lo que le permitirá determinar sus propias acciones. Pero cuando olvida los límites de su experiencia real comienza a extraviarse y a menudo, más tarde, la realidad lo castiga severamente por sus errores. El error no es lo contrario de la verdad; es en realidad una verdad limitada a la que se atribuye sin razón una importancia demasiado grande, una validez demasiado general. Lo malo no es lo contrario de lo bueno; es lo que podría ser bueno en otras circunstancias, pero que se pone en práctica donde no conviene.
Esto quiere decir que es necesario ver y aceptar la relatividad de las cosas, que hay que aprender a luchar por verdades que se sabe que no son absolutas, que hay que poner en acción las propias fuerzas para servir necesidades temporarias, que hay que aprender sin caer ciegamente en ilusiones, que hay que sacrificarse con el máximo entusiasmo en el cumplimiento de una tarea temporaria. Por otra parte, se percibirá más tarde que el cumplimiento de esta tarea temporaria ha decidido, en cada ocasión, el porvenir.
Esto es cierto respecto de las luchas futuras. Las clases se ven forzadas a actuar por las necesidades inmediatas, y se sirven del conocimiento que han adquirido en su experiencia de la vida. En principio y en los hechos, la tarea de la clase obrera es un problema a la vez simple y práctico: tomar en sus manos la producción social y organizar el trabajo. Uno se pregunta cómo pueden surgir aquí dudas y vacilaciones. Resultan del hecho de que esta tarea simple está vinculada con todo un mundo y con la construcción de un mundo nuevo. Y es necesario que ese mundo nuevo exista primero en forma de pensamiento y de voluntad, antes de que sea posible cualquier acto creador. Hay que vencer enormes resistencias internas, y vencer también el enorme poder del enemigo, poder material que se une a un poder espiritual. Las viejas ideologías gravitan pesadamente sobre el cerebro de los hombres, influyen siempre en su pensamiento, aun cuando éstos estén movidos por ideas nuevas. Entonces los objetivos se ven de manera limitada y restringida; se aceptan las nuevas consignas como una religión y las ilusiones frenan la acción eficaz. Casi siempre las derrotas de la clase obrera en el pasado fueron provocadas por ilusiones: ilusión de una victoria fácil y rápida, ilusión sobre la debilidad del enemigo, ilusión sobre la significación de medidas tibias, ilusión sobre el valor de las hermosas palabras paz y unidad; y donde se veía aparecer una desconfianza instintiva y justificada, algunos ensayaban -naturalmente en vano- compensar la falta de fuerza interna y de confianza en sí mismos por métodos externos, por una coacción dura y cruel.
He aquí por qué el conocimiento y la comprensión son tan importantes para los obreros. El desarrollo espiritual es el factor más importante para la toma del poder por el proletariado. La revolución proletaria no es producto de una fuerza brutal, física; es una victoria del espíritu. Resulta de la puesta en marcha de las fuerzas de las masas obreras, pero estas fuerzas son también espirituales. Los obreros no vencerán porque tengan grandes puños: los grandes puños se dejan engañar fácilmente por un cerebro astuto, por los estafadores, y se vuelven fácilmente contra sí mismos. Las masas no vencerán porque sean la mayoría: sin organización, sin saber, esta mayoría es impotente frente a una minoría bien organizada, capaz y consciente de sus fines. Sólo vencerán porque la mayoría que ellas constituyen desarrollará su poderío moral e intelectual hasta un nivel más elevado que el enemigo. Cada gran revolución de la historia sólo triunfó porque nacían en las masas nuevas fuerzas espirituales. Una fuerza bruta e imbécil sólo puede destruir. Las revoluciones, por el contrario, son construcciones nuevas que resultan de formas nuevas de organización y de pensamiento. Las revoluciones son períodos constructivos de la evolución de la humanidad. Y más aún que todas las revoluciones del pasado, la transformación que convertirá a los obreros en dueños de la sociedad, la instalación de una organización del trabajo en el mundo entero, exigirán enormemente la contribución de su espíritu y de su fuerza moral.
Esto la clase dominante lo sabe tan bien como nosotros. Lo sabe de manera más instintiva. Hace lo posible por evitar que las masas lleguen a esta comprensión y la ayuda a ello la apatía de las masas mismas. He aquí cómo se plantea el problema: una revolución nunca podrá vencer si no se satisfacen de antemano estas condiciones necesarias. La solución se encuentra en las posibilidades que abre el intercambio recíproco entre acción y pensamiento, es decir, la auto educación revolucionaria de las masas.
Al comienzo, se dice, era la acción. Pero esto no quiere decir que nada la preceda. El hombre está continuamente expuesto a impresiones, sin relación con sus acciones inmediatas pero resultantes de su vida anterior, de la acción de su ambiente, y que como tales son fuerzas sociales. Estas impresiones se acumulan, quedan en reserva en el subconsciente del hombre porque éste no es capaz de utilizarlas en forma práctica, porque no tienen posibilidades de entrar en acción y, por consiguiente, no pueden influir sobre su voluntad. Pero estas impresiones provocan tensiones, reprimidas a menudo por la costumbre, por un sentimiento instintivo de impotencia, e incluso a veces por una coacción impuesta sobre sí mismo. Y esto ocurre hasta que su presión llega a ser demasiado fuerte, y en condiciones favorables la tensión sube a un nivel suficiente como para provocar una descarga: la acción. Esta acción no se reflexiona por anticipado, y aunque esté precedida por una lucha interior, no la decide conscientemente el hombre a partir de lo que conoce y lo que comprende: brota espontáneamente, impulsada por fuerzas que se hunden en lo profundo del subconsciente y que dominan en ese momento a la voluntad. Brota sorprendiendo a todo el mundo, incluido el que la ejecuta. En la acción el hombre se manifiesta de golpe a sí mismo: así toma conciencia de lo que es capaz, de lo que jamás habría creído que podía realizar. Una vez ejecutada la acción, el hombre trata de darse cuenta de los motivos que lo impulsaron. Entonces hace su aparición la reflexión consciente sobre las causas y las consecuencias. Puesto que la acción misma ha engendrado una comprensión nueva, hizo manifiestas las causas y consecuencias que hasta ayer el hombre no podía reconocer. Entonces tendrá que atreverse a pensar, cosa que no se atrevía a hacer antes por temor a las consecuencias. Por ende, la acción precede porque resulta de fuerzas que residen en el seno del subconsciente.
Con la clase ocurre lo mismo que con el individuo. Y no solamente porque todos los obreros sigan individualmente, más o menos de la misma manera, el proceso descripto más arriba; de hecho lo que hemos descripto es quizás aún más valedero para la clase que para el individuo. Y ello porque las fuerzas de la clase, las fuerzas de la comunidad, que crecen en cada individuo, son percibidas por él más o menos vagamente y sin que se dé cuenta de que las mismas fuerzas actúan en otros. De aquí proviene el sentimiento de impotencia y el hecho de que el instinto de conservación reprima los sentimientos de solidaridad. Y esta situación subsiste hasta que la necesidad de resistir se vuelve tan imperativa que ocurre una explosión, al comienzo en pequeños grupos donde la tensión era más fuerte, para extenderse luego a grandes masas. Y no se trata de una recua de seguidores, desprovistos de pensamiento, dóciles o copiones, como se complacen en describirlos los escritores burgueses en su pretendida psicología de las masas. Se trata, por el contrario, del descubrimiento que hace cada uno de la intensidad con la que se manifiestan en los demás las fuerzas que uno abriga en sí mismo: es la toma de conciencia de que se trata en realidad de fuerzas de clase, de la fuerza de las masas, que se basan en un sostén recíproco, sobre la solidaridad, y que se apoyan en un sentimiento comunitario. Y así ha ocurrido en las revoluciones burguesas cuando los ciudadanos comprobaron, en ocasión del estallido de los primeros grandes movimientos revolucionarios, que formaban de hecho una masa, de ideas parecidas, con la misma voluntad, tal que cada uno podía contar con el otro, y, por consiguiente, que permitía presentar reivindicaciones con audacia y fuerza. Así ocurre también con los obreros, y en medida aún más acentuada, porque para ellos la solidaridad, la unidad de clase, son condiciones primeras del éxito y constituyen la base en la que se apoyan todos sus pensamientos y sentimientos.
Y por ello es necesario que cada uno comparta una cierta uniformidad en la manera de sentir, una cierta comunidad de pensamiento, que experimente deseos parecidos, todo lo cual se expresa en consignas generales referidas a objetivos muy concretos, nacidos de la experiencia común de la vida, pero resultantes también de la propaganda de ideas que de ella deriva. En 1871, por ejemplo, los artesanos, los obreros y los pequeños burgueses parisienses participaban de la conciencia general de que frente a la burguesía explotadora tenían que tomar en sus manos su propia suerte política, hacer de ella una Comuna. Del mismo modo en 1918, en Alemania, la conciencia general de los obreros los llevaba a pensar que el socialismo, es decir la organización del trabajo, debía poner fin a la explotación. Se seguía de ello que el acto revolucionario podía surgir, realizarse en tanto que hecho histórico. Pero esta conciencia era limitada y sus límites resultaron decisivos por los topes que impusieron a la acción y, finalmente, por el contragolpe que resultó de ello y que acarreó la derrota. En 1871, sólo existía la conciencia del carácter político de la revolución, y la ausencia de una conciencia de la necesidad de una organización económica sólida resultaba de esta situación pequeño burguesa, ligada a un desarrollo industrial restringido y limitada a la ciudad de París. En 1918 predominaba la creencia de que el socialismo, la organización, la fuerza misma de la lucha, debían venir de lo alto, del Partido, de sus dirigentes. Pero cuando nazca en la clase obrera la conciencia, todavía vaga al comienzo, de que hay que hacerlo todo por sí mismo, que la organización del trabajo debe ser obra de los trabajadores mismos y efectuarse sobre la base de las empresas, resultará una acción que será el comienzo de un desarrollo nuevo y sólido.
Hacer despertar esa conciencia: tal es la tarea principal que debe realizar la propaganda; propaganda que es secretada por individuos y pequeños grupos que han llegado a esta comprensión antes que los otros. Por más difícil que pueda ser al comienzo, producirá frutos más tarde, cuando corresponda a la propia experiencia de los obreros. Entonces ese pensamiento se apoderará de las masas como una llama y mostrará la dirección que deben tomar sus acciones. En los casos en que el retraso político y económico provoque la falta de esta conciencia, el desarrollo experimentará forzosamente dificultades mucho más fuertes, con altibajos.
Así, en el principio era la acción. Pero la acción es sólo el comienzo. El verdadero trabajo está aún por cumplirse; el camino se abre; se han destruido algunas barreras; pero el trabajo creador de la revolución, la organización y la construcción de la sociedad nueva, requieren ahora todas las fuerzas que las masas, puestas a la acción, sean capaces de proporcionar. Ahora se han desembarazado de su antigua apatía, que era una forma de resistencia contra reivindicaciones para las cuales no estaban aún maduras. Ahora se abre un período de intensa actividad espiritual. Y ello porque los obreros se enfrentan con una serie inmensa de problemas y de dificultades que tienen que atacar, resolver y superar. Y no se trata solamente de problemas de su propia organización, sino, sobre todo, de problemas de lucha contra la clase dominante que aún tiene el poder. Y para lograr este objetivo particular tienen que vencer a las antiguas ideologías y desenmascarar a las nuevas, desentrañar su núcleo material, el de los intereses de clase. Toda inconsciencia, toda ilusión sobre la esencia, sobre el fin, sobre la fuerza del adversario, se traduce en desdicha y derrota e instaura una nueva esclavitud. Toda la experiencia extraída de la lucha y del desarrollo del pasado, tal como se encuentra concentrada en la teoría y la historia, es ahora algo necesario. Pero más necesario aún es ejercer sobre ella ese trabajo libre de todo el poderío del pensamiento, despertado y puesto en acción. El pensamiento creador se consagra ahora, sin reservas, a la lucha.
La comprensión que necesitan los obreros en la lucha y en la construcción de la sociedad nueva no se puede obtener por una enseñanza realizada por los que saben, ni por un aporte exterior de conciencia a seres que se mantienen pasivos. Sólo mediante la auto educación puede adquirirse esta comprensión, mediante la actividad intensiva de cada cerebro, por la conciencia de que hay que buscar por doquiera el conocimiento que es necesario poseer. Esto sería muy fácil si a los obreros les bastara aceptar con la boca abierta la verdad proporcionada por quienes hacen profesión de poseerla. Pero justamente esta verdad que ellos necesitan, no existe fuera de ellos. Deben construida en sí mismos y por sí mismos. En particular, todo lo que decimos en este libro no tiene de ninguna manera la pretensión de ser la verdad que hay que absorber. Es una opinión en forma de un todo, surgida de una cierta experiencia y de un estudio atento de la sociedad y de las luchas obreras, puesta aquí por escrito con el fin de hacer pensar a otras personas, de hacerlas reflexionar acerca de los problemas del trabajo y del mundo. Hay centenares de pensadores capaces de desentrañar nuevos puntos de vista; hay millares de trabajadores inteligentes que a partir de sus conocimientos prácticos y cuando se dan cuenta de sus propias capacidades, pueden tener pensamientos más completos sobre la organización de su lucha y de su trabajo. ¡Que lo que lean aquí pueda ser la chispa que encienda la llama en su espíritu!
Hay grupos y partidos que pretenden tener el monopolio de la verdad y que intentan ganarse a los obreros mediante la propaganda. Utilizando presiones morales y, cuando les es posible, presiones materiales, intentan imponer a las masas sus teorías, desterrar todas las otras maneras de pensar, provocar en ellas reacciones pasionales bautizando con nombres odiosos a esos otros modos de pensamiento (como por ejemplo: reaccionario, anarquista, capitalista, burgués, fascista, etcétera). Está claro que este adoctrinamiento unilateral por una corriente única sólo puede, y en realidad sólo busca, hacer discípulos aborregados y preparar así una nueva esclavitud. La autoliberación de las masas trabajadores exige que se reúnan en ella: el pensamiento por sí mismo, el conocimiento adquirido por sí mismo, el aprendizaje por sí mismo del método para distinguir lo que es verdadero y bueno. Hacer trabajar el propio cerebro es más difícil que hacer trabajar los músculos. Pero hay que lograrlo, pues es el cerebro el que domina los músculos: y si uno no lo hace, serán los cerebros de otros los que los dominarán.
Libertad de discusión sin límite: tal es la condición vital para el desarrollo de la lucha de los obreros. Limitar esta libertad, censurar la prensa, equivale a impedir que los obreros adquieran la conciencia para alcanzar la liberación. Cada despotismo, cada dictadura, de ayer o de hoy, ha comenzado limitando esta libertad o incluso aboliéndola; cada limitación de esta libertad constituye en realidad un paso en el camino que lleva a los obreros al yugo. Sin embargo, se dirá, hay que proteger a los obreros contra las mentiras, los venenos y las tentaciones de una propaganda enemiga, o incluso ellos mismos deben evitar exponerse al contagio. Como si se pudiera, mediante una celosa protección contra las malas influencias y recurriendo a una tutela espiritual, aumentar las propias fuerzas y lograr así la capacidad necesaria para vencer. ¡Es justamente todo lo contrario! El conocimiento de las otras opiniones, incluida la de los enemigos, y a partir de fuentes directas, desempeña un papel clarificador porque estimula el cerebro y lo obliga a desarrollar su fuerza de pensamiento. Pero si ocurre también que el enemigo se presenta como un amigo, que las diversas corrientes se acusan unas a otras de ser un peligro para la clase obrera ¿quién debería separar lo verdadero de lo falso? Sin ninguna duda los obreros mismos: ellos deben descubrir por sí cuál es su camino entre todos los caminos posibles. Podría ocurrir que los obreros de hoy, con toda conciencia y honestidad, condenaran ciertas opiniones por considerarlas malas, mientras que mañana esas opiniones servirán de base a un progreso. Pero esto no impide que sólo abriendo de par en par puertas y ventanas para dejar entrar todas las ideas que existan en el mundo, ejercitando el cerebro en compararlas unas con otras, y eligiendo entre ellas por sí mismo, se sentarán las bases que permitirán a la clase obrera obtener la superioridad espiritual que necesita para vencer al capitalismo.
Algunos se complacen en imaginar que las masas, una vez salidas de la esclavitud, esclarecidas por las ideas nuevas, movidas por una voluntad única, guiadas por una misma conciencia, unificadas, sin divergencias, encontrarán sin dificultad su camino. La historia de todas las grandes revoluciones nos enseña que sin duda las cosas no ocurrirán así. Cada época revolucionaria fue mi momento de afiebrada actividad espiritual; por centenares aparecen los escritos políticos, los periódicos y folletos, instrumentos de la auto educación de las masas. En el curso de la revolución que hará a la clase obrera dueña del mundo, ocurrirá lo mismo. La historia nos enseña que durante el despertar revolucionario se ve surgir la más grande multitud de pensamientos nuevos, venidos de hombres diversos, que reflejan nuevas opiniones más o menos puras, cada una de las cuales expresa a su manera las necesidades nuevas. Pues en este caso la humanidad avanza a tientas en busca de una dirección aún desconocida, explora nuevos caminos, se entrega al asalto de opiniones diversas, que luchan en el espíritu de cada uno y se oponen allí unas a otras. Sólo por esta floración espontánea de la actividad espiritual pueden cristalizar y tomar forma las grandes ideas útiles que expresan la verdad de los tiempos nuevos. Sólo por esta competencia pueden formarse y desarrollarse las opiniones que como una luz clara cada vez más brillante penetran en las masas y las estimulan. Y en cada uno de estos pensamientos diversos se encuentra de hecho una parcela de la verdad, más o menos grande. A primera vista se podría compartir la ilusión seductora de que la clase obrera íntegra absorberá la verdad que le aportan quienes la conocen (o creen conocerla), y que luego esta verdad será puesta en práctica continuamente y por acción unánime de todos. Pero eso no es posible ni bueno. Sólo lo conquistado con esforzada lucha y con pena tiene un efecto duradero. Lo que la clase obrera hace en el curso de sus primeras acciones importantes y unificadas, apoyándose sobre lo que subsiste ya en ella de un objetivo colectivo pero vago, es derrocar la vieja dominación y abrir el camino a un desarrollo de los pensamientos y de las acciones futuras.
Esto equivale a decir que el período de las primeras grandes victorias estará al mismo tiempo pleno del fragor de la lucha entre los diversos partidos. Pues automáticamente, por sí mismos, se unirán los que comparten las mismas opiniones, a la vez para precisarlas, para desarrollarlas, para desentrañar su verdad, luchar por ella, defenderla y propagarla. Pero estos partidos -o grupos de discusiones, o ligas de propaganda, poco importa el nombre con que se los designe- tienen un carácter totalmente distinto de esta organización en partidos políticos que hemos conocido en el pasado. Pues ayer, en el seno del parlamentarismo burgués los partidos eran portadores de los intereses de las clases en lucha, y en el movimiento obrero naciente eran grupos que pretendían la dirección de la clase. En la actualidad los grupos a los que nos referimos aquí, no pueden ser sino organizaciones de opinión, ligas que defienden un punto de vista común: ya no se trata de que puedan sustituir a la clase. Los partidos ya no pueden, como antes, imaginar que son los órganos, los representantes y los jefes de la clase obrera, ni arrogarse tal función. La lucha de los partidos ya no es una lucha por el poder, sino por el desarrollo de la conciencia. La clase obrera ha descubierto sus propios órganos por intermedio de los cuales actúa: las organizaciones de fábrica, la organización en consejos obreros. Los obreros los forman por sí mismos, y éstos son los órganos que se encargan de la acción, que deben decidir a cada instante lo que es necesario hacer. Todas las opiniones, comunes u opuestas, contradictorias o no, incluidas las que son propagadas o defendidas por tal o cual sector o partido, deben ser confrontadas unas con otras en el seno de las organizaciones de fábricas y de los consejos y fundirse finalmente en una resolución, una decisión, una acción común. Mientras los pensamientos sean vagos y confusos, las decisiones serán vacilantes y la acción carecerá de fuerza. La tarea importante que deben cumplir las organizaciones de opinión es justamente la de formular de una manera clara los diversos puntos de vista, poner en orden y organizar las fuerzas espirituales para que se transformen en útiles de los cuales pueda servirse la clase obrera. Así cumplirán una función fructífera en el desarrollo de las nuevas acciones. Así la revolución proletaria tomará la forma de una interacción permanente del pensamiento y de la acción que se estimulan recíprocamente.
No hay que creer que se trata de una complejidad de pensamiento puramente temporaria, que corresponde a un tiempo de error y extravío, y que desaparecerá después de la victoria para ceder su lugar a una uniformización cada vez mayor. Es cierto que sólo en los primeros tiempos las diversas divisiones entre las opiniones heredadas del viejo mundo, y las diferencias entre medios de trabajo -por ejemplo, entre trabajadores de pequeñas y grandes empresas, entre habitantes de la ciudad y campesinos, entre labriegos e ingenieros- darán origen a oposiciones, a fricciones dolorosas, e incluso a menudo, a conflictos graves. Pero con el progreso de la revolución, con el aumento de la unidad, con el desarrollo de las organizaciones, estas dificultades se irán superando progresivamente. Y más tarde los modos de vida y los medios de trabajo serán de la mayor diversidad: así se crearán las fuentes y las bases de una rica y múltiple vida del espíritu. Todo lo que en el mundo capitalista llevaba a la uniformización mortal de la vida espiritual de los grupos y de las clases -limitación de la instrucción y del saber, limitación en el trabajo, que se reducía a efectuar siempre la misma manipulación sobre la misma pieza, a vivir toda la vida en la misma rutina, y por añadidura con jornadas de trabajo demasiado largas y fatigosas-, todo eso desaparecerá. Y con esta desaparición el espíritu humano podrá comenzar a florecer.
Y ahí reside la gran contradicción entre una organización por arriba, decretada por una autoridad central, impuesta por la fuerza, y una organización por la base, que reposa sobre la colaboración de los productores libres. En el primer tipo se trata de una reglamentación lo más uniforme posible de todos los aspectos: por un decreto vigente para todos se pretende hacer funcionar a la sociedad de la misma manera en todas partes, pues si no sería imposible controlarla y reglamentar su evolución a partir de un solo centro de comando. En el otro tipo, por el contrario, es la iniciativa de millares de hombres que piensan por sí mismos y dirigen ellos mismos su propio trabajo, en millares de talleres, que mediante una discusión permanente se adaptan entre sí, que se transmiten mutuamente ideas, y que con sus intercambios recíprocos forman colectivamente la organización más eficaz. Su trabajo presenta infinitas diferencias y todos tratan con su razón práctica, su reflexión científica, su imaginación artística, de perfeccionar su trabajo, de hacerlo más eficaz, más satisfactorio y más bello. Lo común a todos es poder tener de nuevo una visión de conjunto, una perspectiva amplia de la sociedad, de la unidad de la producción, y esto resulta de la nueva organización de su trabajo.
La vida espiritual refleja ahora las condiciones de trabajo y las impulsa. Donde existe una autoridad central que gobierna desde arriba, tiene que haber también una dirección que reglamente la vida espiritual, y esto se traduce en un empobrecimiento y una uniformización. En el mundo de los trabajadores libres la vida espiritual debe desarrollarse como el trabajo y producir una brillante multiplicidad. Los talentos de los hombres son de una riqueza infinita y difieren infinitamente entre sí. El mundo es infinitamente rico y presenta tantos aspectos que nadie puede aprehenderlo en su trabajo y asimilárselo de la misma manera, ni en todos sus detalles. La vida espiritual, tal como surge del talento y de la práctica social, presenta una multiplicidad, una diversidad mayor aún. La influencia recíproca entre vida espiritual y proceso del trabajo se hace aún más íntima e importante: desarrolla dos aspectos de una misma relación, la del hombre y el mundo. Junto con la opresión del pasado, que frenaba a los hombres hasta que se producía una explosión, desaparecerán las tensiones. Y en su lugar se desarrollará la acción recíproca, que lleva a la unidad del pensamiento y la acción.



Anton Pannekoek
LOS CONSEJOS OBREROS (II)

Los siguientes textos pertenecen a las partes de la obra de Anton Pannekoek «Los Consejos Obreros», 1946 (los capítulos El pensamiento, El enemigo, La guerra y La paz) que no fueron incluidos en la edición hispanoamericana de la editorial Proyección, pero sí en la ibérica de Zero-Zyx (1977). Se han realizado correcciones puntuales allí donde había defectos de traducción y cuando la solución era clara.


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INDICE:


CAPÍTULO III - EL PENSAMIENTO

4. La democracia......................................................................1

5. Comunismo y socialismo ......................................................6

CAPÍTULO V - LA GUERRA

5. En el abismo........................................................................18

CAPÍTULO VI - LA PAZ

3. Hacia una nueva libertad.....................................................22



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Capítulo III - El pensamiento

4. La democracia

La democracia ha sido la forma natural de organización de las comunidades humanas primitivas. Reunidos en asambleas, todos los miembros de la tribu decidían por sí mismos y con absoluta igualdad sobre todas las actividades comunes. Lo mismo sucedía en los primeros desarrollos de la burguesía, tanto en las ciudades griegas de la Antigüedad como en las de Italia y Flandes, en la Edad Media. La democracia no aparecía aquí como la forma de expresión de una concepción teórica sobre la igualdad de los derechos de todos los seres humanos, sino como una respuesta a una necesidad práctica del sistema económico; así, en los gremios, los oficiales no participaban apenas más en esta democracia que los esclavos en la de la Antigüedad. Y, por lo común, a mayor riqueza, más influencia se tenía en estas asambleas. La democracia era la forma de colaboración y de autogobierno de los productores libres e iguales, permaneciendo cada uno dueño de sus propios medios de producción, de su terreno, de su tienda, de sus herramientas. En Atenas, eran asambleas regulares de los ciudadanos quienes decidían sobre los asuntos públicos, mientras que las funciones administrativas eran atribuidas a distintos grupos por turno y por tiempo limitado. En las ciudades medievales, los artesanos estaban organizados en gremios y el gobierno de la ciudad, cuando no estaba en manos de familias nobles, era ejercido por los jefes de los gremios. A finales de la Edad Media, cuando los mercenarios de los príncipes dominaron a los ciudadanos armados, fueron suprimidas la libertad de las ciudades y la democracia que en ellas reinaba.

La era de la democracia burguesa comenzó con el nacimiento del capitalismo; al menos, si la democracia misma no se realizó rápidamente en la práctica, surgieron sus condiciones fundamentales. En el sistema capitalista, todos los seres humanos son propietarios independientes de mercancías, con el mismo derecho y la misma libertad para venderlas como desean; los proletarios, sin propiedad material, poseen y venden su fuerza de trabajo. Las revoluciones que abolieron los privilegios feudales, proclamaron la libertad, la igualdad y el derecho a la propiedad. Las constituciones promulgadas tenían un carácter marcadamente democrático, porque la lucha contra el feudalismo necesitaba las fuerzas combinadas de todos los ciudadanos. Pero las constituciones aplicadas verdaderamente eran bien diferentes; los capitalistas industriales que no eran, entonces, ni bastante numerosos ni bastante poderosos, temían que las clases inferiores, a quienes aplastaban bajo la competencia y la explotación, pudieran acabar por controlar la legislación. Por lo que estas clases fueron también privadas del derecho de voto. Es por lo que, durante todo el siglo XIX, la democracia política se convirtió a la vez en el objetivo y el programa de su acción política. Estas clases estaban aferradas a la idea -y lo están siempre- de que el establecimiento de la democracia, mediante el sufragio universal, les daría el poder gubernamental y, de ese modo, serían capaces de contener e incluso abolir el capitalismo.

Y esta campaña por la democracia ha sido coronada por el éxito, según todas las apariencias. El derecho de voto se extendió paulatinamente. Finalmente, se ha reconocido el derecho de voto igual para todos, hombres y mujeres, en las elecciones para los miembros de los Parlamentos en casi todos los países. Es por lo que nuestra época es citada, a menudo, como la era de la Democracia. Es patente, hoy, que la democracia, lejos de ser un peligro o una fuente de debilidad para el capitalismo, es una de sus fuerzas. El capitalismo está bien asentado; una burguesía numerosa, compuesta por ricos industriales y hombres de negocios, domina la sociedad, en la que los trabajadores asalariados han encontrado su sitio y se les han reconocido derechos de ciudadanía. Todo el mundo reconoce ahora que el orden social gana en estabilidad cuando todos los males, toda la miseria y todo el descontento que, de otro modo, podrían ser origen de revueltas, encuentran un escape regular y codificado en las críticas, acusaciones y protestas en el Parlamento, en las luchas de los partidos políticos. En la sociedad capitalista, existe un perpetuo conflicto de intereses entre las clases y los grupos sociales; en el curso de su desarrollo, de sus transformaciones constantes de estructura, de las mutaciones que sufre, surgen nuevos grupos con nuevos intereses que desean ser reconocidos. El sufragio universal que ya no está limitado artificialmente les sirve de portavoz. Todo grupo de defensa de nuevos intereses puede influir en el sistema legislativo, según su importancia y su fuerza. De este modo, la democracia parlamentaria es la forma política que conviene al capitalismo, tanto en sus comienzos como en el curso de su desarrollo.

Pero queda, incluso así, el temor de ver dominar a las masas y es necesario darse garantías contra todo «mal uso» de la democracia. Las masas explotadas deben tener la convicción de que son dueñas de su destino mediante su papeleta de voto, de tal forma que, si no están contentas con su suerte, tendrán que aguantarse. Pero la estructura del edificio político está pensada de tal forma que el gobierno por medio del pueblo no sea el gobierno por el pueblo. La democracia parlamentaria no es más que una democracia parcial, no la democracia total.

El pueblo no tiene poder sobre los que delega más que un día cada cuatro o cinco años. En estos días de elecciones, se desatan una propaganda y una publicidad machaconas, sacando de nuevo viejos «slogans», haciendo nuevas promesas y cubriéndolo todo de tal forma que apenas hay lugar para un juicio crítico. Los electores no pueden designar sus propios portavoces a quienes entregarían su confianza: los candidatos son presentados y recomendados por los grandes partidos políticos, seleccionados de hecho por los grupos dirigentes de dichos partidos y todo el mundo sabe que votar por un independiente es perder su voto. Los trabajadores se adaptaron al sistema formando sus propios partidos —el partido socialdemócrata en Alemania, el partido laborista en Inglaterra, que desempeñan un importante papel en el Parlamento y proporcionan incluso, en algunas ocasiones, ministros. Los parlamentarios deben hacer el juego pese a todo. Dejadas a un lado las que les afectan directamente —las leyes sociales para los trabajadores—, la mayoría de las cuestiones sometida a los diputados se refieren a intereses capitalistas, problemas y dificultades de la sociedad capitalista. Se acostumbran a ser los guardianes de dichos intereses y a tratar dichos problemas con la visión de la sociedad existente. Se convierten en políticos profesionales que, como los de otros partidos, forman un poder aparte, casi independiente, por encima del pueblo.

Además, estos Parlamentos elegidos por el pueblo no tienen poder total sobre el Estado. A su lado y para prevenir una excesiva influencia de las masas, están otros organismos, compuestos por notables o aristócratas —Senado, Cámara de los Lores, Primera Cámara, etc.— cuya aprobación es necesaria para la votación de las leyes. Y la última decisión está principalmente en manos de príncipes o de presidentes, viviendo por completo en el círculo de los intereses de la aristocracia o del gran Capital. Son ellos quienes designan a los ministros y secretarios de Estado o a los miembros de los gabinetes ministeriales que dirigen la burocracia de los funcionarios, realizando estos últimos el verdadero trabajo. La separación entre legislativo y ejecutivo prohibe a los parlamentarios elegidos gobernar por sí mismos; sin duda redactan las leyes, pero no pueden influir más que indirectamente sobre los verdaderos gobernantes, bien mediante mociones de censura, bien rechazando el presupuesto. En teoría, la característica esencial de la democracia es que el pueblo elige él mismo a sus dirigentes. Este principio no se realiza en la democracia parlamentaria. Y es muy normal, pues el objetivo de dicha democracia es asegurar el dominio del Capital manteniendo en las masas la ilusión de que tienen que decidir ellas mismas su propia suerte.

No vale la pena hablar de Inglaterra, Francia u Holanda como de países democráticos; quizá este término cuadre un poco a Suiza. La política es el reflejo del nivel logrado por los sentimientos e ideas del pueblo. En el pensamiento y en los sentimientos tradicionales, se encuentra el espíritu de la desigualdad, el respeto a las clases «superiores», sean nuevas o viejas: por lo general los trabajadores están delante del dueño con la gorra en la mano. Es un vestigio del feudalismo que no ha desaparecido con la declaración formal de la igualdad política y social, adaptada a las nuevas condiciones del dominio de una nueva clase. La burguesía naciente no sabía cómo expresar su nuevo poder, si no es actuando como señores feudales y exigiendo a las masas explotadas las muestras de respeto adecuadas a su rango. La explotación fue aún más irritante por esta actitud arrogante de los capitalistas que exigían de los explotados las muestras externas de la servidumbre. También los trabajadores dieron a su lucha contra la miseria este tono más profundo que resulta de la indignación contra la humillación de la dignidad humana.

En Norteamérica sucede todo lo contrario. Al atravesar el Atlántico se cortaban las relaciones con todo recuerdo del feudalismo. En el duro combate por la vida que había que librar en un continente en estado salvaje, cada ser humano era juzgado por su valor personal. Un sentimiento burgués de amor a la democracia se ha extendido por todas las clases sociales de la sociedad norteamericana, herencia del espíritu independiente de los pioneros. Este sentimiento innato de igualdad no tolera ni la arrogancia de nacimiento ni la del rango; cuenta únicamente la verdadera fuerza del ser humano y de sus dólares. Se soporta y tolera la explotación con menos desconfianza y más buena voluntad, ya que esta explotación se presenta bajo formas sociales más democráticas. La democracia americana era, pues, la base más sólida del capitalismo y sigue siendo aún su mayor fuerza. Los dueños, los multimillonarios, tienen plena conciencia del valor de la democracia como instrumento de su dominio y todas las fuerzas espirituales del país contribuyen al reforzamiento de tal sentimiento. La idea democrática domina incluso la política colonial. La opinión pública no puede admitir la idea de que Norteamérica pueda dominar y esclavizar razas y pueblos extranjeros. Se les hace, por lo tanto, aliados de su propio gobierno independiente. Pero, automáticamente, la supremacía financiera todopoderosa de Norteamérica hace a estos pueblos aún más dependientes de lo que habría podido hacerles cualquier dependencia formal. Por otro lado, es necesario comprender que el carácter fuertemente democrático de los sentimientos y tradiciones populares no trae consigo, sin embargo, la creación de las correspondientes instituciones políticas. En Norteamérica como en Europa, el sistema de gobierno reposa sobre una constitución establecida de forma que garantice el dominio de una minoría dirigente. El Presidente de EEUU puede llegar a estrechar la mano de los más pobres, lo que no impide que el Presidente y el Senado de los EEUU tengan mucho más poder que el rey o la Cámara Alta de la mayoría de los países europeos.

La duplicidad interna de la democracia política no es uno de esos artilugios inventados por políticos astutos. Es una imagen de las contradicciones internas del sistema capitalista y, por ello, una reacción instintiva a éstas. El capitalismo se basa en la igualdad de los ciudadanos, de los propietarios privados, libres para vender sus mercancías: los capitalistas venden sus productos, los trabajadores venden su fuerza de trabajo. Pero actuando como comerciantes libres e iguales, obtienen como resultado la explotación y el antagonismo de clase: el capitalismo es el dueño y explotador y el trabajador el esclavo de hecho. Sin violar el principio de la igualdad jurídica, sino por el contrario adecuándose al mismo, se logra como resultado una situación que viola en realidad dicho principio. He ahí la contradicción interna de la producción capitalista, la que muestra que este sistema sólo puede ser transitorio. No hay que asombrarse de encontrar de nuevo la misma contradicción en el ámbito político.

Los trabajadores no podrán superar esta contradicción capitalista —es decir, el hecho de que de su libertad política surgen su explotación y su esclavitud— más que cuando hayan dominado esta contradicción política que es la democracia burguesa. La democracia es la ideología que han heredado de las luchas burguesas de antaño; la estiman, como lo relacionado con las ilusiones de la juventud. En tanto se aferren a tales ilusiones, crean en la democracia política y hagan de la misma el programa de su lucha, seguirán atrapados en las redes, luchando en vano para liberarse. En la lucha de clases de hoy, esta ideología es el obstáculo más importante en el camino de su liberación.

Cuando en 1918, en Alemania, el gobierno militar se derrumbó y el poder político cayó en manos de los trabajadores, sin que tuvieran que sufrir todavía un poder de Estado, se encontraron libres para edificar su propia organización social. Surgieron por todas partes Consejos obreros, Consejos de soldados; estos Consejos eran producto, en parte, de una intuición nacida de las necesidades y, en parte, del ejemplo ruso. Pero esta acción espontánea no correspondía a lo que pensaban en teoría los trabajadores, impregnados por completo de teoría democrática durante años y años de propaganda socialdemócrata. Y los jefes políticos pusieron todo su empeño en volver a imponer esta teoría. La democracia política es el elemento en que estos jefes se sienten como pez en el agua, donde pueden participar en la dirección de los asuntos como portavoces de la clase obrera, donde pueden discutir y oponerse a sus adversarios en el seno del Parlamento, o en torno a una mesa de conferencias. A lo que estos jefes aspiraban no era al control de la producción por los trabajadores y a la expropiación o depojo legal de los capitalistas, sino a colocarse ellos mismos al frente del Estado y de la sociedad, a reemplazar a los funcionarios aristócratas y capitalistas. También, de acuerdo con toda la burguesía, lanzaron como consigna la «convocatoria de una nueva Asamblea Nacional para promulgar una nueva Constitución democrática». Contra los grupos revolucionarios que propugnaban la organización en Consejos y hablaban de dictadura del proletariado, ellos hablaban de igualdad jurídica de todos los ciudadanos, igualdad que presentaban como respuesta a una simple exigencia de justicia. Por otro lado, decían, si los trabajadores resistían, siempre se podría incluir a los Consejos en la nueva Constitución y darles así un estatuto legal reconocido. La masa de trabajadores vaciló, desde entonces, entre consignas opuestas; impregnados de ideas democráticas burguesas, los obreros no ofrecieron ninguna resistencia. Con la elección y reunión de la Asamblea Nacional en Weimar, la burguesía alemana obtuvo un nuevo punto de apoyo, un centro de decisión, un Gobierno establecido. Así se inició el curso de los acontecimientos que iba a conducir a la victoria del Nacionalsocialismo.

La guerra civil española tuvo un desarrollo análogo, si bien a menos escala. En la ciudad industrial de Barcelona, los obreros, al tener noticia de la rebelión de los generales, asaltaron los cuarteles, decidieron a los soldados a pasarse a su bando y tomaron el control de la ciudad. Sus grupos armados, dueños de la calle, velaban por el mantenimiento del orden y el aprovisionamiento y mientras que las principales fábricas continuaban funcionando bajo la dirección de los sindicatos, proseguían la guerra contra los ejércitos fascistas en las provincias vecinas. Mientras tanto, sus dirigentes entraron a formar parte del Gobierno de la República democrática de Cataluña, compuesta por republicanos pequeñoburgueses en coalición con políticos socialistas y comunistas. Esto quería decir que los trabajadores, en vez de luchar por su clase, debían combatir por la causa común y alinearse con ella. Debilitada por ilusiones democráticas y querellas intestinales, su resistencia fue aplastada por las tropas del Gobierno catalán. Y seguidamente, como para simbolizar el restablecimiento del orden burgués, se podía ver cómo la policía a caballo, como en otra época, cargaba contra las mujeres de los obreros que iban a guardar cola ante las panaderías. Una vez más, la clase obrera era vencida; se había cubierto la primera etapa en el camino que iba a conducir a la caída de la República y a la instauración de la dictadura militar.

En época de crisis social o de revolución política, cuando el gobierno se hunde, el poder cae en manos de las masas obreras; se plantea entonces un problema para la clase poseedora y para el capitalismo: ¿cómo hacer para arrancárselo? Así ha ocurrido en el pasado, así se corre el peligro de que suceda en el futuro. La democracia es el medio, el instrumento adecuado para persuadir a las masas de que abandonen el poder. Se pone por delante la igualdad formal, la igualdad ante la Ley, para convencer a los trabajadores de que renuncien al poder y permitir que sus órganos de gobierno sean colocados dentro del Estado, es decir, dejar que se conviertan en órganos subordinados a otros.

Los obreros sólo tienen un arma contra todo esto: alimentar en sí mismos la convicción profunda de que la organización en Consejos representa una forma de igualdad superior y más perfecta. ¿No es la forma de igualdad adaptada a una sociedad en la que la producción y la existencia humana son dirigidas de manera consciente? Se puede uno preguntar si el término democracia es adecuado, pues cracia indica un dominio por la fuerza que, en este caso, no existe. Si los individuos deben adaptarse al conjunto, no hay, por lo tanto, gobierno sobre el pueblo: el pueblo mismo es el gobierno. La organización en Consejos es el único medio por el que la humanidad trabajadora organiza sus actividades vitales, sin que tenga necesidad de un Gobierno para dirigirla. Si se quiere permanecer verdaderamente unido al valor emocional que lleva consigo desde hace mucho tiempo la palabra democracia, se puede decir que la organización en Consejos representa la más elevada forma de democracia, la verdadera democracia del trabajo. La democracia política, burguesa, no puede ser, en el mejor de los casos, más que formal: da a cada uno los mismos derechos legales, pero no se preocupa apenas de saber si de ello resulta algún tipo de seguridad en la vida, porque no se ocupa ni de la vida económica ni de la producción. El trabajador tiene este derecho de vender su fuerza de trabajo, pero no está seguro de lograrlo. La democracia de los Consejos, por el contrario, es una verdadera democracia, puesto que asegura la subsistencia de todos los productores que colaboran en tanto que dueños libres e iguales de sus fuentes de vida. De nada sirve esperar leyes o decretos que garanticen a todos el derecho efectivo de participar, en los hechos, en las tomas de decisión; en este terreno, la igualdad real no se verá en los hechos más que el día en que el trabajo, en todas sus formas, sea organizado por los trabajadores mismos. Los parásitos que no participan en la producción se excluirán por sí mismos automáticamente de toda participación en las decisiones; pero este hecho no puede ser considerado como una falta de democracia: no es su persona, sino su función la que les habrá excluido de estas decisiones.

Se escucha decir con frecuencia que el mundo moderno se encuentra frente a un dilema fundamental: ¿Democracia o dictadura? Para acabar diciendo que la clase obrera debe apoyar con todas sus fuerzas la causa de la democracia. En realidad, esta alternativa oculta una escisión entre grupos capitalistas, según la respuesta que den a la siguiente pregunta: ¿Es mejor preservar el sistema mediante una superchería democrática —es decir, seguir la vía «suave»— o mediante una obligación dictatorial —es decir, escoger la vía dura—? Es el problema de siempre: ¿Cuál es el mejor método para impedir que los esclavos se subleven, el paternalismo o el terror? Si fueran consultados sobre ello, nadie dudaría de que los esclavos dirían que prefieren ser tratados con benevolencia, mejor que con ferocidad; si permiten que se abuse de ellos, hasta el punto de confundir la vía «suave» con la de la libertad, renuncian al mismo tiempo a su emancipación. En nuestra época, el dilema se plantea en estos términos en lo que concierne a la clase obrera: o bien la organización en Consejos, la democracia de los trabajadores, o bien la democracia del derecho formal, la democracia falaz y aparente de la burguesía. Proclamando la democracia de los Consejos, los obreros trasladan la lucha de la forma política al trasfondo económico. O, más exactamente —ya que la política no es más que la forma y el instrumento de lo económico— substituyen las fórmulas vacías con la acción política revolucionaria, la toma de los medios de producción. El vocablo democracia política sirve para desviar a los obreros de su verdadero objetivo. Sólo preocupándose de llevar a la práctica el principio de la organización en Consejos, los trabajadores resolverán el gran problema.


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5. Comunismo y socialismo.

En el curso de la historia de la sociedad burguesa se puede ver perfilarse la aspiración de las clases pobres y explotadas a un mundo donde reinarían el trabajo colectivo y la solidaridad. Se vuelve a encontrar en estas aspiraciones, desempeñando un importante papel en su formación, vagas reminiscencias de las condiciones sociales preburguesas y también restos del comunismo primitivo (como puede descubrirse en ciertos pasajes de la Biblia). Era normal que, comparadas con la codicia y el egoísmo de los ricos de la clase dominante, con la opresión sufrida por los pobres, las antiguas relaciones entre los seres humanos, aquellas en que la vida estaba en cierto modo asegurada y como iluminada por una fuerte solidaridad, tuvieran el aspecto de paraíso perdido. Estas aspiraciones o formas más o menos comunistas de la sociedad se encuentran expresadas en las reivindicaciones que llevaban a primer plano campesinos o artesanos insurrectos, en los escritos que circulaban entre las masas y que leían con avidez, en los actos de fe proclamados por sectas religiosas que se separaban de la Iglesia. En la Edad Media aparecen ya en las tentativas de los artesanos para instaurar gremios pacíficos, uniendo a los habitantes de los burgos, liberados de la explotación de la nobleza, el clero y el capital comercial, especies de comunidades fraternas, tomando en ocasiones la forma monástica. Pero durante los siglos posteriores, fueron cada vez más los estratos proletarios de la población quienes, con ocasión de revoluciones burguesas de alguna importancia, plantearon reivindicaciones más o menos teñidas de comunismo.

En el siglo XIX, con el nacimiento de la industria capitalista, se vio surgir, aquí y allá, esta idea comunista entre obreros, antiguos campesinos empujados hacia las fábricas por el hambre, idea que se manifestaba en sus comienzos como una revuelta, con la naciente comprensión del papel de las máquinas para aliviar el trabajo. Pero no podía pasar del nivel utópico, de las especulaciones intelectuales sobre una mejor forma de sociedad. Pues donde los obreros actuaban en la práctica y mantenían una lucha activa de clase, no buscaban en realidad más que reformas y tendían al logro de derechos políticos (como, por ejemplo, en el movimiento cartista inglés).

Consagrando su genio científico, su dedicación y sus ideas a la lucha social, Karl Marx dio a las concepciones comunistas un sólido fundamento. Su teoría, el materialismo histórico, mostraba que el desarrollo de la producción material y, por consiguiente, el trabajo humano, era la fuerza motriz de todo desarrollo social; mostraba también que la lucha de clases era el núcleo fundamental de la historia. El análisis científico del capitalismo probaba que el modo de producción de este sistema, como resultado de su propia evolución, de la concentración de capital y del crecimiento de la lucha de clases, acabaría por llevar a la clase obrera a tomar el poder y transformar con ello el modo de producción capitalista en comunista.

De este modo, las aspiraciones e ideales nacidos entre los obreros tuvieron una nueva base: la de una concepción clara a la que referirse en el porvenir. Pero, naturalmente, todas las ideas vigentes no fueron transformadas de una sola vez ni unificadas en una sola concepción. Una nueva ciencia puede ejercer una influencia en el pensamiento y los actos de un individuo; pero las ideas y los actos de las masas, de las clases sociales, están determinadas por la experiencia de la vida. Un pensador científico está, por lo general, más avanzado respecto al mundo; es el primero en comprender las nuevas leyes y relaciones y en formularlas. De este modo, ayuda a los otros en la medida en que, gracias a él, pueden comprender más rápidamente; pero esto no impide que esta comprensión deba ser lograda luchando duramente a partir de la experiencia personal, que cada uno debe apropiársela, antes de que pueda traducirse en una modificación del comportamiento. Las ideas marxistas penetraron cada vez más en las masas, pero como una lección aprendida de memoria más que como algo que da forma, colorea, refuerza y aclara lo que nace por sí mismo en la clase obrera sometida a la dominación capitalista. Gracias a ellas, el comunismo, ayer todavía utopía, es decir, creación de la mente que era necesario llevar a la práctica, llegó ser una ciencia que predecía la transformación del sistema de trabajo por la lucha de los trabajadores; ciencia que impedía, al mismo tiempo, querer lograr objetivos irreales como por ejemplo un retroceso, o formular consignas irrealizables, o perderse en concepciones puramente ideológicas; ciencia que se podía aprender y que, ciertamente, terminaría por ser aceptada por todos, como las Ciencias Naturales, y que no se puede dominar totalmente. Pero existía sin embargo una diferencia con las ciencias de la naturaleza, y era que cada obrero, en su vida diaria de trabajo, halla un material de experiencia donde puede controlar permanentemente las correctas tesis de la teoría.

Existe todavía una diferencia: la ciencia social no puede ser asimilada por los obreros sin pasión, fríamente, como si se tratara de una enseñanza escolar que se estudia y en la que se profundiza metódicamente. El peso de su vida de trabajo, los sufrimientos que padecen, son tan duros que los obreros, desde que escuchan el mensaje de liberación, lo acogen con una alegría absorbente. Cuando esta verdad evidente estalla ante sus ojos como un resplandor que les permite leer en su vida como en un libro abierto, antaño tan sombría y tan desesperada, pueden comprobar que los sueños de los que desconfiaban, se convierten en una realidad accesible, y esta verdad se transforma ahora en una luz ardiente que les ilumina y les permite avanzar más lejos. Entonces, el comunismo, cuya esencia se encuentra como concentrada en lemas entusiasmantes, toma la forma de una religión y su doctrina es aceptada, no después de un frío estudio crítico, sino con esta fuerza de convicción que puede tener una intuición directa.

Y lo que en los libros era una ciencia fría e imposible de atacar, posee ahora la fragilidad, la incertidumbre, de una religión sometida a los azares y vaivenes de fuerza y debilidad de los que la profesan. Ninguna idea abstracta podrá impedir que la idea de liberación desaparezca de la conciencia, cuando después de una lucha encarnizada se ve que el enemigo es siempre todopoderoso y el capitalismo sigue estando en pie y parece indestructible, haciendo que esta idea de liberación parezca irrealizable. Si un periodo de prosperidad del capitalismo, una coyuntura favorable, traen consigo una mejora de las condiciones de trabajo, si disminuye la miseria desesperada de los obreros, éstos no se preocupan más que de lo cotidiano, de la mejora práctica y directa del trabajo y abandonan toda especulación sobre el futuro. Surgen dudas sobre la predicción de un inevitable fin del capitalismo y una revolución proletaria parece tan imposible como inútil. Hay en todo ello un fondo de verdad, ya que las formas que la teoría había tomado al transformarse en doctrina práctica se convierten en ineficaces durante este período limitado del capitalismo en que las condiciones no son las adecuadas.

El comunismo, o el socialismo, tal como es contemplado por la clase obrera, no es una ciencia. Es una ideología en la que son incorporados resultados científicos. Es un conjunto de ideas, de concepciones y de objetivos que han surgido de las relaciones sociales, que corresponden al capitalismo y a la clase obrera tal como son considerados en el momento, en esta fase de desarrollo. Y he ahí por qué este sistema de ideas debe transformarse con el capitalismo y la clase obrera y debe tomar nuevas formas. Esto se produce como consecuencia de oposiciones, luchas, desapariciones de las viejas cosas y nacimiento de otras nuevas. Y justamente porque estas viejas cosas poseían un sentimiento de felicidad, del nacimiento de la conciencia, porque reunían los mejores recuerdos de lucha y habían penetrado los espíritus y los corazones, se siente su desaparición como una catástrofe. Con todas sus fuerzas, contra toda razón, los obreros se aferran a estas viejas ideas y sólo después de profundas decepciones, después de luchas obstinadas y penalidades, la nueva concepción ocupa su lugar. Para que se produzca esta transformación es necesario, a menudo, que surja una nueva generación, que no conoce el pasado más que mediante una ideología y una tradición deformadas. Es una lucha interna, que no es otra cosa más que la adaptación de las ideas de la clase obrera a las nuevas condiciones capitalistas, a una mejor conciencia de la teoría, a su tarea.

En el período anterior a 1848 comenzaron a tomar forma aquí y allá las nuevas ideas. En Inglaterra se manifestaron de modo vago con los cartistas. En París, en 1848, los obreros formulan su concepción del porvenir; su consigna es: derecho al trabajo. No se trata más que de luchar contra el peligro más amenazador creado por el capitalismo, no contra el sistema mismo; pero, aún así, se encuentra el ataque de principio contra el fundamento del capitalismo: la venta y compra libres. En esta época se establecería una clara distinción entre socialismo y comunismo. La palabra socialismo definía las concepciones e ideas expresadas por pensadores y grupos burgueses para una mejor organización de la sociedad. El vocablo comunismo, por el contrario, definía las ideas y reivindicaciones planteadas por grupos obreros que, sin duda, eran pequeñas sectas pero mostraban el verdadero carácter de la lucha obrera. Comunismo y socialismo encontraron su expresión más lograda en el Manifiesto Comunista, redactado por Marx y Engels, pero resultado de discusiones dentro de un pequeño grupo de Londres, formado principalmente por obreros alemanas, la Liga de los Comunistas, que se encargó de realizarlo y editarlo en 1847.

El Manifiesto Comunista sigue siendo, aún hoy, una obra notable, pues aquí, por vez primera, son esbozadas las grandes líneas del desarrollo social. El papel revolucionario de la burguesía y del capitalismo son mostrados como una fase transitoria de este desarrollo que, gracias a la lucha de la clase obrera, llevará al comunismo. No se encuentra en el mismo, sin embargo, nada más que el deseo de una sociedad mejor: ni plan, ni directriz para el establecimiento y construcción de otro modelo de sociedad. Sólo resuena una llamada apasionada a los proletarios de todos los países para que luchen y se unan a nivel internacional. De este modo estaban colocadas las bases de la futura lucha obrera.

Pero se nota la época de su redacción en el Manifiesto; se detecta la influencia de opiniones y de concepciones relativas a la sociedad de entonces y esto es especialmente patente en el programa práctico que se propone para el inmediato porvenir. Preconiza, en efecto, la conquista del Estado, lo que recuerda lo que la burguesía había hecho en el curso de las anteriores revoluciones, e incluso, para alcanzar este objetivo, habla de comenzar, llevando más lejos por vías radicales, la revolución burguesa que se esperaba con impaciencia en Alemania. Desarrolló también la idea de que es necesario emplear el poder del Estado, como lo había hecho la burguesía en su propio beneficio, para lograr los objetivos del proletariado, para establecer una organización de los medios de producción, para derribar al capitalismo y abolir la explotación. Ahí se puede ver que la clase obrera era aún débil en número para triunfar y que debía agrupar tras de sí, arrastradas por su dinamismo, convencidas por el enunciado claro de sus objetivos, a todas las demás clases que estaban oprimidas, si quería lograr el poder del Estado. Puede verse también que el Estado mismo no tenía, entonces, más que un poder limitado, que podía fracasar y ser vencido por ciudadanos armados que levantasen barricadas y que su influencia seguía siendo débil en una sociedad, un mundo inmenso, donde reinaba la producción caótica de los capitalistas individuales. Pero se pensaba que el Estado era el único poder central y organizado y que, cuando fuese transformado en un órgano democrático representando a todo el pueblo, llegaría a convertirse en la dirección central de la producción, de la que haría un proceso mundial y organizado.

El período revolucionario y después el contrarrevolucionario, que se extienden desde 1848 a 1849, fueron testigos del aumento y consolidación de los poderes de la burguesía. En los años siguientes se inició un período de prosperidad, estimulado, entre otros factores, por el oro descubierto recientemente en California: desapareció el primer movimiento comunista. Y su literatura, sus escritos y su prensa desaparecieron con él. Sólo más tarde se volvieron a descubrir.

Después de 1850 comenzó un nuevo desarrollo. Con la inmensa expansión del capitalismo, aumentó la clase obrera no sólo en Inglaterra sino también en Francia y en Alemania. En poco tiempo surgía un nuevo movimiento obrero que no tenía conexión con el de antaño más que por medio de algunas personas que habían participado en él y por los recuerdos que se conservaban. Nacía un nuevo estilo de pensamiento, ligado a la nueva sociedad. Y la ruptura con la tradición se materializó en el nombre mismo que el movimiento eligió.

En Inglaterra, los obreros dirigían sus pensamientos sólo hacia la reforma social y política, no se interesaban más que por los derechos cívicos y el movimiento sindical, la seguridad en el empleo y la mejora de las condiciones de trabajo. A menudo ha asombrado el hecho de que la clase del país en que el capitalismo había conocido su primer desarrollo y con tal fuerza haya perdido su puesto a la cabeza del movimiento obrero. Pero puede compararse esto con el nacimiento de la burguesía algunos siglos antes. Donde florecía, primero en las ciudades de Italia y Flandes, donde logró tomar fuerza, pero no lo bastante como para destruir el feudalismo, sufrió después un parón y acabó por vegetar, rica por supuesto, pero sin que su poder siguiera aumentando; en otros países, por el contrario, como en Holanda o Inglaterra, el rápido desarrollo de la burguesía le permitió tomar el poder por completo. Los obreros ingleses del siglo XIX no eran, sin duda, capaces de derribar el capitalismo durante sus primeras luchas: pudieron, sin embargo, reforzarse lo suficiente como para constituir sus sindicatos e imponer una mejora de sus condiciones de trabajo; pero, de este modo, se convirtieron en un núcleo de privilegiados, participando en los beneficios del monopolio industrial y comercial de la burguesía inglesa. Adhiriéndose en esto al individualismo reinante, estos obreros organizados se preocupaban muy poco de las masas miserables y desorganizadas que vivían en los barrios bajos. No pensaban en establecer un nuevo y mejor modo de producción. Su internacionalismo, tal como aparece en la primera Asociación Internacional de Trabajadores o en su colaboración con los antiguos miembros de la Liga de los Comunistas, tenía principalmente por objetivo mantener su nivel salarial y llevar a cabo, en otros países, la lucha para lograr una buena sindicalización.

En Francia, y después en otros países meridionales, las ideas revolucionarias que surgían entre los trabajadores tomaron al principio la forma de anarquismo. Aquí, el individualismo, que por todas partes va a la par con el desarrollo de la producción burguesa, se exalta en la reivindicación de una libertad sin límites del individuo. En Francia, al igual que antes en Inglaterra, el capitalismo comenzaba a competir con los artesanos, conducirles a la ruina y empujarles hacia las fábricas, u obligarles a doblegarse ante usureros y comerciantes. En París, por ejemplo, donde existía una producción de lujo destinada al consumo de la burguesía europea, dicha producción era servida por pequeñas empresas artesanales. La bolsa y el capital industrial reinaban sobre la política y utilizaban descaradamente el poder del Estado para enriquecerse. Esto, junto con el peso de un poder estatal muy centralizado, hacía surgir entre los artesanos que habían acabado de abandonar su existencia pequeñoburguesa por la condición de proletarios, la idea de que el Estado, con su poder, era la fuente de la riqueza y de la miseria. El Capital es poderoso porque el Estado protege la propiedad y abandona a los débiles a merced de los fuertes en la competencia, sosteniendo a éstos últimos. Para sacar en conclusión que no era necesario incrementar las responsabilidades y los poderes del Estado, pues ello no haría más que agravar la esclavitud y hacerla aún más inevitable. Por el contrario, era necesario luchar en primer término contra el poder del Estado, contra toda autoridad y toda admiración por la misma. Y de este modo nacía entre los trabajadores la imagen de una sociedad sin autoridad, federación de pequeños grupos autónomos, a nivel político y económico: la producción global estaría asegurada por la asociación voluntaria y libre de unidades de producción independientes, que de ningún modo se verían frenadas en el ejercicio de su libertad por las ingerencias de una autoridad superior.

En Alemania comenzó el desarrollo de la industria capitalista en la segunda parte del siglo XIX, desarrollo que fue acelerándose después de 1870, y aún más después de 1895 hasta la Primera Guerra Mundial. La industria siderúrgica, cuya tasa de crecimiento proporcionó la mejor medida del ritmo de desarrollo industrial, superó en unas decenas de años la de Inglaterra y se colocó en el segundo lugar, después de Estados Unidos. Los campesinos y los artesanos marcharon a las ciudades y regiones industriales que se extendieron rápidamente. En un cuarto de siglo, la clase obrera aumentó del 30 al 60% de la población alemana. Ello como resultado de la aparición de la gran industria. Y esto se tradujo también en un cambio de mentalidad, ya que con el nuevo modo de vida surgieron nuevos hombres, cuya energía era estimulada por ese rápido desarrollo: se afiliaban en masa a las organizaciones y comenzaban a luchar. Pero no tenían ninguna tradición de lucha por la libertad, porque en Alemania no se había producido la revolución burguesa para traer la libertad política. Los príncipes y la nobleza habían conservado el poder político que, ahora, por supuesto, se veían obligados a compartir con la naciente burguesía que lograba migajas del mismo en el curso de una lucha incesante, pero conservaban el control sobre el Ejército y el Gobierno central.

Al principio, los obreros se beneficiaron de estas disensiones: por un lado, la burguesía quería utilizarles en su lucha contra el poder de los príncipes; por otro, el Gobierno les empujaba contra la burguesía. Gracias a esta contradicción lograron el sufragio universal que les fue reconocido en el nuevo Reich alemán*. Pero después tuvieron que luchar al mismo tiempo contra ambos: contra los capitalistas que les explotaban y oprimían en las fábricas y contra los órganos del Estado que les oprimían en la vida pública. De este modo, su lucha en el ámbito económico para un reconocimiento de sus derechos en la fábrica se unía con la lucha por las libertades públicas y los derechos democráticos.

Esta lucha tuvo su expresión mediante la socialdemocracia, y tomó forma dentro de la misma. Este nuevo nombre del movimiento quería decir que no se conservaba ningún recuerdo de la antigua Liga de los Comunistas. Este nuevo punto de partida se basaba en la idea de que, gracias al Estado, se podría instalar una producción social y bien organizada. Para lo que se necesitaba hacer del Estado un órgano del pueblo, ein Volksraat, un «Estado popular». El objetivo era por lo tanto: el socialismo mediante la democracia. Sin embargo, el carácter ilusorio de esta táctica fue reconocido enseguida y, desde entonces, las ideas del Manifiesto Comunista y las de la doctrina marxista en general hicieron cada vez más su aparición en la propaganda del partido**. Pero ello no se tradujo en un cambio de nombre de éste y, como en Alemania, fue adoptado en el mundo entero.

De hecho, las ideas socialdemócratas, que surgían ahora por todas partes y penetraban allí donde la industria capitalista concentraba en sus fábricas a grandes masas de obreros, correspondían a las del Manifiesto Comunista. El Estado es la organización de la sociedad que detenta la autoridad central y los medios que permiten dominar cada vez más la vida económica para dirigir finalmente la producción. Para lograr este objetivo, es necesario que la clase obrera se haga con el control del Estado, cuyo carácter seria modificado así radicalmente. Siguiendo el ejemplo dado primero por la nobleza y luego por la burguesía, que antaño había utilizado el poder del Estado para lograr sus objetivos, la clase obrera no tenía más que conquistar paulatinamente el poder político, por una revolución, y utilizarlo para lograr sus propios objetivos. Por lo que el sistema político que propugna es el democrático, siendo el sufragio universal un comienzo prometedor.

En esta lucha por el poder del Estado, el órgano de la clase obrera debía ser el Partido Socialdemócrata. Este participaba en las elecciones a los Parlamentos y empleaba las campañas electorales para hacer propaganda entre las masas, bien tuvieran o no el derecho al voto, para desarrollar su comprensión y para exhortarles a la lucha contra la explotación capitalista: de este modo intentaban lograr su voto. Tomando parte en la lucha política en el Parlamento, sus elegidos atacaban a los partidos burgueses y al Gobierno que éstos apoyaban, criticaban sus actos, proponían leyes o modificaciones de éstas, que fueran favorables a los obreros. Todo esto permitía al Partido aportar a las masas, en otro tiempo ignorantes y faltas de conciencia, la comprensión de pertenecer a una clase, tener intereses de clase que defender y lanzarles a participar en la lucha por el gran objetivo. Gracias a su Prensa, en constante expansión, creció la propaganda del partido, tomó un carácter de masa y se reforzó. Al mismo tiempo, libros, folletos y escritos científicos aumentaban la cantidad de conocimientos. Un verdadero ejército de intelectuales, en su mayoría surgidos de la clase obrera misma, pero también procedentes de los ambientes burgueses —impulsados por el idealismo y el entusiasmo que suscitaba en ellos la idea de una sociedad mejor e impulsados también por la comprensión del desarrollo de la sociedad— puso su fuerza creciente al servicio de esta propaganda. De este modo, el Partido Socialdemócrata se encontró en el centro de la lucha social y llegó a ser la dirección del movimiento obrero; se manifestaban en él la conciencia de la clase ascendente y el ser espiritual: representaba el porvenir.

En el partido, en su concepción del socialismo, vinieron a encarnarse todo el idealismo, los sacrificios, las fuerzas espirituales, las aspiraciones de cara al porvenir de varias generaciones de trabajadores. Es cierto que quienes estaban en el Poder, asustados por su rápido crecimiento, intentaron colocar al Partido Socialdemócrata fuera de la Ley y prohibir su propaganda (Ley de excepción contra los socialistas, en vigor desde 1868 hasta 1890) y destruirle. Pero en vano. Son los obreros quienes hacen funcionar los transportes y les era fácil, tomando algunas precauciones, importar masivamente del extranjero publicaciones del Partido y distribuirlas clandestinamente. En las zonas industriales de gran concentración obrera, existía siempre la posibilidad de hacer propaganda de persona a persona. Los sacrificios que soportaron los obreros durante esta lucha reforzaron aún más su entusiasmo y el continuo aumento del número de parlamentarios del Partido, el aumento rápido del número de escaños de una elección a otra, eran pruebas de la inutilidad de estas tentativas para destruir por la fuerza este movimiento en expansión. Después de la derogación de la ley de excepción, se prolongó esta expansión y, en 1912, el Partido Socialdemócrata logró un tercio de los votos en las elecciones, lo que le aseguró una parte de los escaños en el Reichstag.

De acuerdo con las concepciones teóricas entonces en vigor, este agrupamiento, esta unión de la clase obrera era justamente lo necesario para la revolución próxima que acabaría con el capitalismo. Pero, en la práctica, conquistaron para los obreros su lugar en el mundo capitalista y, mediante una lucha permanente, aseguraban el mantenimiento y la mejora de sus condiciones de vida; garantizaban también la libertad de acción de los sindicatos. Dado que la parte esencial de la lucha se dirigía a lo cotidiano, a la búsqueda de reformas prácticas y se quedaba a un nivel defensivo, la teoría abstracta se volvía progresivamente hacia el futuro, hacia el socialismo. Las grandes masas, que permanecían aún fuera del Partido, compartían de modo más o menos claro la esperanza de que algún día llegaría el socialismo. Y esta esperanza iluminaba el trabajo práctico por objetivos inmediatos. Pero existía una buena dosis de ingenuidad confiada en la creencia de que bastaba con rellenar el boletín de voto en el año de elecciones con los nombres adecuados, para lograr un Parlamento y un Gobierno que abolirían la explotación e instaurarían el socialismo. Incluso en los ambientes donde se era consciente de que la lucha sería dura, de que seria necesaria una revolución realizada por los obreros mismos, se daba por seguro que el Partido, al situar un nuevo Gobierno, el de los dirigentes obreros, gracias a leyes y reglamentos, podría decretar el socialismo. Los jefes del Partido serían los libertadores, tanto por la lucha que llevaban hoy como por su acción en el Gobierno el día de mañana. Era esta concepción la forma según la cual los obreros mismos se liberarían: llevando al Gobierno a los jefes del Partido.

En Alemania, el Partido Socialdemócrata llegó a ser una poderosa organización con 300.000 miembros (hemos de señalar que también existían 1.000.000 de afiliados a los sindicatos), reuniendo 3.000.000 de votos en las elecciones, disponiendo de una muy potente organización interna, en pocas palabras, un Estado dentro del Estado, con su propio Gobierno, sus Congresos anuales, su numerosa burocracia de funcionarios, dueños de las finanzas y de la Prensa del partido. Estos funcionarios tenían el control de los medios materiales del Partido, y ejercían también su poder sobre sus miembros. De hecho, son ellos quienes, con los dirigentes políticos, miembros del Parlamento, decidían la táctica del Partido bajo formas aparentemente democráticas. En otros países, gentes capaces, procedentes de la clase obrera, habrían podido lograr puestos honorables en la sociedad, incluso puestos dirigentes, al servicio de la burguesía. En Alemania, por el contrario, no existía ninguna tradición de libertad cívica y las contradicciones de clase eran demasiado agudas como para que sucediera lo mismo. Los socialistas fueron considerados como enemigos del Estado; incluso aun cuando no fueron colocados fuera de la Ley, se les miró siempre con desconfianza o se dejó de perseguirles: por lo que tuvieron que cerrar filas y crear una sólida organización. Como jefes del Partido, éstos no podían aspirar a un papel dirigente en la sociedad más que si eran llevados a él por una revolución obrera.

En otros países, donde las ideas socialdemócratas habían triunfado debido a una mayor libertad cívica, únicamente pequeños grupos compartían la idea, evidente, de que hay una diferencia de principio entre los dos mundos, el socialista y el comunista. Además, para los obreros la lucha del Partido debía ser principalmente una lucha por reformas, coloreadas por el ideal socialista, mientras que en la mayoría de los dirigentes politicos surgían y se desarrollaba la idea de que nada separa capitalismo y socialismo y que en absoluto era necesaria una revolución para pasar del uno al otro. El capitalismo podría ser transformado de forma tal que, al final, el orden socialista se instale por sí mismo, mediante una serie de reformas, rectificando viejas anomalías. Para ello, era necesario buscar la colaboración de los reformistas y partidos burgueses, pues siendo minoritaria la clase obrera, era impotente para hacerlo por sí misma. De este modo, las intenciones de los políticos socialdemócratas de lograr convertir en realidad las esperanzas de la clase obrera al ocupar los puestos ministeriales, podrían llevarse a la práctica. Ni que decir tiene que en estas condiciones no se podía tratar de ir más allá de lo que la burguesía misma estimaba útil y admisible. Cada vez que un socialdemócrata lograba un cargo de ministro, concejal o alcalde, lograba un poco más de respetabilidad y recibía un salario más elevado que los obreros, podía llevar a cabo ciertas reformas pero, al final, no podía ser más que el defensor y conservador del orden existente y consolidar el Poder ejercido por el Estado sobre las masas; por consiguiente, no era más que un servidor y alguien útil al capitalismo.

Tal fue el desarrollo en Alemania, pese a una viva oposición, pero solo aparente y superficial, entre el Partido y la clase dominante. En las masas obreras existía un espíritu reformista, consecuencia de la prosperidad, producto del rápido desarrollo del capitalismo alemán y que sólo de tiempo en tiempo se abandonaba, bajo el efecto de una presión política exterior de importancia, para dejar paso a un espíritu de protesta y de resistencia abierta. La burocracia del partido y la de los sindicatos se convirtieron en un grupo social con sus condiciones de vida propias, mucho más seguras que las de los obreros, y realizando tareas que ya nada tenían que ver con el trabajo de un obrero. Tenían suficientes miembros para formar una especie de clase social, con sus concepciones e intereses propios, ligada a la clase de los intelectuales y los funcionarios de la sociedad burguesa. Para ellos, el mundo del capitalismo y del parlamentarismo no eran tan malos, ya que habían podido encontrar un puesto donde ejercían influencia y poder; lo que quedaba de su ideal de antaño, el deseo de disminuir el poder de los príncipes y los militares, parecía poder ser logrado sin revolución. Si deseaban ejercer influencia sobre el Estado, estas burocracias evitaban cuidadosamente que no se desarrollaran contra éste acciones de masa más radicales. Pues esta lucha habría podido destruir sus organizaciones y la base de su existencia. Ni que decir tiene que con todo esto se mezclaban sentimientos nacionalistas, a veces claramente, pero más a menudo tan sólo de modo formal.

Esta degeneración de la Socialdemocracia se puso en evidencia y alcanzó su punto más alto a causa de la guerra de 1914. En Alemania, la dirección del Partido y la burocracia obrera se colocaron, con pocas excepciones, del lado de los nacionalistas; pusieron al servicio del Gobierno alemán, de la burguesía y de los generales, la máquina del Partido, su poder moral y su capacidad de organización. En el mundo entero se vio en ello la derrota moral de la Socialdemocracia. Abjuraba de todos los ideales que siempre había defendido y los obreros, habituados a seguir al Partido, impotentes frente al poder unido del Partido y de los generales, privados de derechos a causa del estado de guerra, no tenían ninguna posibilidad de resistir ni poseían ninguna forma de organización o agrupación independiente en la que habría podido encontrarse de nuevo y manifestarse una resistencia inicial. Lo mismo sucedió en otros países. Basándose en el argumento de que el militarismo alemán era el peor enemigo de la clase obrera, la amenaza mas peligrosa, los partidos socialdemócratas decidieron colocarse al lado de sus respectivos Gobiernos; proclamaron la tregua entre las clases sociales y se pusieron de este modo al servicio de la burguesía, así como a defender el poder mundial de Francia e Inglaterra.

La Primera Guerra Mundial trajo consigo el derrumbamiento catastrófico de la socialdemocracia alemana. Ello ocurrió a causa de lo que se conoce como la Revolución alemana. La derrota militar, la insurrección de los marinos, las huelgas de los obreros y sus manifestaciones, la organización de los Consejos de obreros y soldados, colocaron a los jefes socialdemócratas al frente del Estado, ya que eran los únicos que podían mantener a los obreros en el orden y la calma. Los jefes del Partido, al igual que la burguesía y los generales, odiaban y temían la revolución obrera. No se daban cuenta de la verdadera debilidad de los obreros: en efecto, sólo pequeños grupos eran conscientes del verdadero carácter de la lucha que comenzaba y estaban dispuestos a llevarla a cabo. Las masas mantenían toda su confianza en el Partido y sus dirigentes y no veían plantearse ninguna perspectiva para la lucha; dejaron abandonados a los pequeños grupos que luchaban contra el enemigo. Por lo que los cuerpos francos y los voluntarios, dirigidos por los generales con el apoyo de los socialdemócratas en el Poder, pudieron enfrentarse a los grupos obreros armados y asesinar a sus portavoces.

Lo que impedía a la clase obrera alemana luchar por la conquista del poder, en este período de quiebra del poder político burgués, era precisamente su adhesión a la concepción socialdemócrata, su creencia en el Partido y su fidelidad a éste. El socialismo, este objetivo que medio siglo antes era una fuerza viva capaz de sublevar a las masas y arrastrarlas a la lucha, se convertía ahora en una fuerza muerta que enfriaba el ardor en el combate. El socialismo se había convertido en una ideología, una doctrina envejecida que, como las otras, religión, democracia, nacionalismo. etc. impedía a los obreros comprender lo que ocurría en esta nueva época y qué tarea era ahora la suya. En vez de darles fuerzas, esta ideología les entregaba atados de pies y manos a los dominadores. Siempre habían oído decir y habían aprendido que el Partido les traería el socialismo; hoy, los jefes del Partido estaban en el Poder, al frente del Estado, ¡así que el socialismo tenía que llegar!

Los jefes del Partido no pensaban más que en restablecer lo más rápido posible el orden normal de las cosas, es decir, burgués, y ante todo querían restablecer un centro oficial para la organización de su poder. Y cuando los obreros exigían una legislación socialista, era fácil refutarles diciéndoles que la mayoría no había votado al socialismo en las elecciones y que era necesario doblegarse a las decisiones de la mayoría, como buenos demócratas. Se creó una «comisión para la socialización» formada por teóricos del Partido y economistas demócratas capaces, que debían determinar las posibilidades de socialización; al cabo de un año aproximadamente esta Comisión entregó su informe: se podía leer en él que la socialización era algo bien difícil y que era necesario no precipitarse. Y cuando se perfiló entre los obreros una lucha más intensa provocada por atentados de los reaccionarios, que amenazaba con arrastrar a las masas, los jefes socialdemócratas dedicaron su tiempo a recordar a todos lo que ya había sido obtenido y que era necesario no poner en peligro: la República, el reconocimiento de los Sindicatos, que aumentaban en afiliados y fuerza, la llegada al Gobierno de los socialistas. Estos se encontraban al frente del Estado: ¡era el socialismo!

Los obreros lo experimentaron y pudieron comprobar que no era otra cosa que capitalismo. El Capital, de nuevo dueño de todo y mostrándose incapaz de organizar de nuevo la producción, no buscaba más que enriquecerse. Explotaba a los obreros, se dedicaba a especular en la Bolsa, a las estafas en los títulos de cotizaciones, a la corrupción de los ministros, vendía productos almacenados y fábricas y acabó por hundir a todo el mundo en la crisis y el desempleo. Y, cuando el ejército de los nacionalistas y del gran Capital se organizó y se apoderó del poder, los jefes socialdemócratas, envejecidos, no se atrevieron ya a llamar a una resistencia obrera seria. La socialdemocracia que antaño se presentaba a sí misma como «liberadora del mundo» se derrumbó sin pena ni gloria.

Lo mismo sucedió en todos los países, aunque bajo la forma menos catastrófica de una apariencia de vida. La socialdemocracia de la posguerra se transformó en un partido burgués, dedicado a la reforma del capitalismo. Ya no se trataba de conquistar el poder por la lucha de la clase obrera y de instaurar el día de mañana el orden socialista, sino de organizar el capitalismo, mediante la intervención del Estado y la instauración de un control estatal en el capital monopolista, los bancos y la gran industria. A este programa se le llamó «plan de trabajo», mostrando así que se mantenía la ilusión de poder dominar al gran Capital en beneficio de la pequeña burguesía y de la clase obrera, aliadas entre sí. Pero esto no era más que la utopía reaccionaria, que volvía para combatir el poder de un gran capital ya victorioso con el del pequeño capital que dependía de aquél y que deseaba restaurar el pequeño capitalismo, es decir, mantener eternamente un cierto tipo de explotación de los obreros. El pensamiento socialista, antaño el mejor y más poderoso de los productos de la lucha obrera, se convirtió en un dogma petrificado, quedándose retrasado ante el desarrollo del capitalismo, incapaz de hacer frente a las nuevas necesidades de la lucha, degenerando en una ideología burguesa impotente. E incluso lo que constituía su núcleo económico, es decir la idea de que el capitalismo podía ser ordenado mediante la intervención del Estado, no pudo llevarse a la práctica más que cuando otros lo adoptaron, por lo demás de forma totalmente distinta a la que los socialistas habían pensado.

Pero a finales del siglo XIX y comienzos del XX, no todos los países conocieron este dominio exclusivo de la socialdemocracia sobre las ideas de los obreros. Más concretamente en los países latinos, como Francia y España, surgió un movimiento obrero llamado sindicalista que se oponía a la Socialdemocracia como antaño el anarquismo al comunismo. Enemigo de la concepción socialdemócrata de la instauración del socialismo mediante la conquista del poder estatal y la promulgación de leyes, este movimiento recordaba la necesidad de luchar contra su poder y su opresión. Las uniones obreras de los países latinos recibieron el nombre de sindicatos***. Según las ideas de este movimiento, el trabajo debe estar en la base del mundo nuevo, pero esto quiere decir simplemente que los sindicatos deben ser la forma organizativa de la nueva sociedad. En éstos se manifiesta la autodeterminación obrera, opuesta a la autoridad del Estado y a la política, consideradas como coto privado de especialistas ajenos a los obreros y que se colocaban por encima de ellos: en su sindicato los obreros y no los políticos, los partidos y los funcionarios, son los dueños del mismo. Un partido no puede ser el representante de la clase obrera y mucho menos puede incorporársela: y si no sucede así en la Socialdemocracia, es porque contiene elementos de otras clases sociales. Un partido es una organización de opinión que, en tanto que tal, reúne a quienes profesan las mismas ideas; por el contrario, el sindicato es una organización de clase que agrupa a quienes pertenecen a la misma clase. Se vuelve a encontrar en esta oposición sindicalista una reacción contra las argucias, los engaños y la corrupción que son la esencia y la práctica del parlamentarismo y que no pueden ser modificadas por ningún socialdemócrata, quienquiera que sea él y cualquiera que sea su buena voluntad. El sindicalismo lucha con todas sus fuerzas contra la concepción de la revolución socialista como política, pues tal revolución política no liquidaría el poder del Estado y no haría más que instaurar un nuevo Poder, aún más asfixiante que el del capitalismo. Una verdadera revolución obrera, según el movimiento sindicalista, no sería otra cosa más que la destrucción del Estado. El arma de esta destrucción era la huelga general, arrastrando esta gran acción a todos los obreros. En lugar del Estado se situaría una asociación libre de los sindicatos: son ellos quienes organizarán y dirigirán la producción.

Se ve surgir nítidamente en este género de concepciones lo que faltaba en la concepción socialdemócrata: la autodeterminación de los trabajadores y la necesidad de una organización de clase pura. Pero estas ideas permanecían bajo una forma que traicionaba claramente su origen, es decir, el hecho de que se habían desarrollado dentro cíe un capitalismo muy especial y todavía débil: el de Francia. Aquí primaba siempre principalmente el pequeño capitalismo: débil concentración capitalista, nada de gran industria ni de gran Capital, como en Alemania, para hacer de los obreros los participantes explotados de un gran desarrollo. El capitalismo francés, y sobre todo el financiero, estaban poco interesados en la producción de mercancías; aparecían un poco como potencias extranjeras que dominan el Estado y la política, sobre todo mediante la corrupción. La ideología sindícalista estaba como apartada de esta situación. Pues la lucha, si se presentaba como una lucha de clase para la abolición del patrón y del asalariado, estaba dirigida en la práctica a la mejora de las condiciones de trabajo, se mantenía a un nivel primitivo, y dedicada únicamente al campo de la producción. Bajo su forma más radical, antipatriotera y antimilitarista, expresaba asimismo el hecho de que luchaba contra el gran capital financiero que buscaba arrastrar a Francia a guerras para su propio interés. Pero no se trataba más que de una forma negativa de no participación que, en definitiva, descuidaba e incluso negaba la fuerza real de la ideología nacionalista. Se afirmaba que cada uno era libre de participar, fuera del sindicato, según sus «concepciones filosóficas o políticas», en otras formas de lucha, mas esta declaración en realidad no hacía más que manifestar la debilidad de la clase obrera todavía en su infancia y que apenas podía defender su puesto en el orden existente más intentando negar todas las viejas o nuevas concepciones ideológicas. Pero, de este modo, los grandes problemas de la organización social de la producción quedaban en segundo plano. Y. por consiguiente, no podía comprenderse que estos sindicatos, que debían llevar a cabo una lucha victoriosa contra el gran capital gracias a su estricta organización, verían crecer en su seno una burocracia de jefes que dominaría a los obreros. La dirección de la producción por los sindicatos, es decir, en realidad la dirección de la producción por los jefes sindicalistas, es otra cosa por completo distinta a de la dirección de la producción por los obreros mismos; se trata, de hecho, de la supremacía de una capa de funcionarios dirigentes, es decir, en definitiva, el mismo tipo de organización que el preconizado por la Socialdemocracia.

En la práctica, la ideología sindicalista conoció también la quiebra con el estallido de la Primera Guerra Mundial, cuando los dirigentes sindicalistas, arrastrados por una ola de patrioterismo, se alinearon al lado del Gobierno y de la burguesía. Hablaban de luchar contra el imperialismo alemán y su servidor la Socialdemocracia, ambas ramas de un mismo árbol, tan peligroso el uno como la otra con sus sentimientos liberales en gran parte de origen burgués. Esta quiebra del sindicalismo permitió la transición hacia la adopción, en la postguerra, de las mismas prácticas reformistas sindicales que en los demás países. Esta adopción se tradujo en la adhesión de los sindicatos a una unión internacional con los sindicatos reformistas alemanes e ingleses. Las viejas consignas radicales permanecían... de palabra, pero en la realidad práctica de la lucha, no había más que algunas huelgas que estallaban periódicamente, única forma permitida por relaciones capitalistas bastante mal desarrolladas. El movimiento radical quedó muy limitado en cuanto al número de afiliados. Sólo en 1936, después de toda una serie de huelgas con ocupaciones de fábricas, se desarrolló. La ideología del sindicalismo permanecía viva, como manifestación de un cierto sentimiento de libertad, una cierta desconfianza hacia la política, de un odio hacia la centralización. Durante la guerra civil española el sindicalismo tuvo un cierto papel en Barcelona, en tanto que ideología de los mejores combatientes, pero también con expresión de una fuerza en lucha que era demasiado limitada e insuficiente ante la dictadura fascista.

La Primera guerra mundial trajo consigo, pues, la quiebra de todo el antiguo movimiento obrero y de su ideología. Profundamente decepcionados y desesperados, los obreros vieron a su clase reducida a la impotencia y obligada a seguir a sus dueños al matadero, como una muchedumbre de esclavos obedientes. Todos los principios de la lucha de clase y de solidaridad internacional, que habían sido propagados por doquier, fueron olvidados y traicionados. Y esta fuerza de la que estaba tan orgulloso se había desvanecido, no quedaba de ella más que un simulacro de conciencia de clase y de organización. La conciencia de clase fue ahogada por el nacionalismo; la organización erigida por los obreros para luchar contra el Capital, se había convertido en un instrumento de éste para reducirles aún más a la esclavitud.

Sólo algunos pequeños grupos desperdigados mantenían viva esta idea, de que la lucha de clase, cuando tome la forma de una revolución obrera, pondrá fin al dominio de la burguesía y derribará al capitalismo. Veían en la guerra mundial el esbozo de un nuevo desarrollo. Lo que esta guerra había destruido era sobre todo ilusiones: ilusión de una evolución pacífica hacia un mundo mejor, ilusión de la conquista del Poder por métodos «suaves». Ante los obreros se mostraba la realidad brutal y terrible: sólo una lucha feroz podrá permitir conquistar la libertad y controlar la producción. Pero esta verdad estaba acompañada de nuevas promesas. En efecto, la idea de que el capitalismo había llegado a ser insoportable, con sus guerras y masacres, se hacía sitio en los espíritus de las masas. Durante la guerra, había alcanzado su apogeo la explotación, y los derechos individuales y colectivos se habían reducido al mínimo: todos los derechos y libertades hasta entonces conquistados habían sido abolidos, los obreros se habían convertido en esclavos que no sólo debían proporcionar su fuerza de trabajo, sino también entregar sus vidas para el mayor beneficio de sus amos. Durante la guerra, habían sido empleadas todas las fuerzas para la destrucción; el día de mañana, el mundo saldría de ella empobrecido y destruido, con un aparato productivo en total desorden: un mundo de hambre y penuria. Las masas se verían obligadas a rebelarse y los obreros se harían dueños de la producción. Entonces, la guerra mundial se transformaría de catástrofe para el socialismo en catástrofe para el capitalismo.

De este modo surgían nuevas ideas. El mundo nuevo nacía, entre una niebla que se disipa; el objetivo se perfilaba claramente ante los obreros y parecía ser alcanzable. La revolución estaba a la vista. Lo que antaño no era más que un sueño, se convertía ahora en una realidad tangible: pero se trataba de una tarea ardua y de una lucha difícil. Se manifestaba ya la oposición al sistema en forma de huelgas en las industrias de guerra de Alemania y Francia. Surgían espontáneamente, contra la voluntad de los dirigentes y de los partidos, violentamente reprimidas por el Poder, pero eran el inicio de una nueva orientación. Con ella, nacía un nuevo entusiasmo y veía la luz un nuevo desarrollo del pensamiento.

Los grupos que, durante la guerra, se habían adherido a la teoría de la lucha de clase y al ideal de la revolución proletaria y que formaban, por ello, una pequeña vanguardia del futuro movimiento de masas, habían rechazado el apelativo deshonroso de socialistas. Retornando a los gloriosos comienzos del movimiento, al Manifiesto Comunista, tomaron el nombre de comunistas. Y al igual que al comienzo de la carrera de Marx, se veía al movimiento comunista proletario erigirse, al mismo tiempo, al lado y contra el movimiento socialista burgués y reformista. Pero existía una diferencia: los portavoces del socialismo eran ahora jefes obreros aburguesados, teniendo tras de sí importantes organizaciones.

El frente de la guerra imperialista se derrumbó en sus puntos débiles, ante la nueva presión. Primero en Rusia; luego, un año más tarde, en Alemania y, con el final de la guerra, estallaron en diversos países huelgas y nuevas luchas sociales. En Rusia, la revolución derribó al zarismo. Los bolcheviques, que en otro tiempo se llamaran Partido Socialdemócrata, tomaron el Poder, proclamaron la dictadura del proletariado e hicieron llamamientos a los obreros de todos los países para que pusieran fin a la guerra, iniciaran la Revolución Mundial y se deshicieran del Capitalismo.

Después, la Revolución rusa iluminó todo el planeta, como una brillante estrella en un cielo sombrío. En todas partes, las masas se pusieron a esperar. Se hicieron más reticentes a las órdenes de sus amos, pues escuchaban las llamadas procedentes de Rusia. Llamadas para poner fin a la guerra, llamadas a la fraternidad entre los trabajadores de todos los países, llamadas a la Revolución Mundial contra el capitalismo. Aferradas aún a sus viejas doctrinas y a sus caducas organizaciones socialistas, las masas permanecían vacilantes, bajo el cúmulo de calumnias lanzadas por la Prensa. Esperaban, dudando, que el sueño se convirtiera en realidad. En todas partes se formaban pequeños núcleos, especialmente de jóvenes trabajadores. Nacía el movimiento comunista. Formaban la vanguardia de los movimientos que se desencadenaron en la postguerra en todos los países y que fueron más violentos en la Europa Central, agotada y vencida, que en el resto del mundo.

Era una nueva doctrina, un nuevo sistema de ideas, una nueva táctica de lucha de este comunismo que disponía —fenómeno nuevo— de los poderosos medios de la propaganda gubernamental procedente de Rusia. Se basaba en la teoría marxista, que propugna la destrucción del capitalismo por la clase obrera. Lanzaba llamadas a la lucha contra el Capital mundial —concentrado principalmente en Inglaterra y Norteamérica— que explotaba a todos los pueblos y continentes. Incitaba a la sublevación no sólo a los obreros industriales de Europa y América sino también a los pueblos dominados de Asia y África, a sumarse a la lucha común contra el capitalismo. Era una declaración de guerra y, como toda guerra, sólo podía ser ganada mediante la organización, la concentración de poderes en manos de un Estado Mayor y una disciplina férrea. Se disponía ya de un núcleo de combatientes y de oficiales con los partidos comunistas, que agrupaban a los más valerosos y capaces militantes. Correspondía a ellos tomar el mando y a las masas el sublevarse a su llamada y atacar a los Gobiernos capitalistas. En un momento en el que las crisis económicas y políticas sacudían al mundo, no se podía esperar que las masas fuesen convertidas al comunismo mediante una paciente educación. Por lo demás, no es necesario. Basta con que estén convencidas de que el comunismo es la salvación, que confíen en el Partido Comunista, sigan sus directrices y le lleven al Poder. Entonces, el Partido, dueño del Gobierno, establecerá el nuevo orden. Es lo que sucedió en Rusia. No había más que seguir su ejemplo en todas partes. Pero, correspondiendo a la entrega de los jefes en el cumplimiento de su pesada tarea, las masas debían someterse a toda costa a una obediencia y disciplina estrictas en sus relaciones con el Partido. La misma actitud era válida para los miembros del Partido en sus relaciones con los jefes. Lo que Marx había llamado dictadura del proletariado no podía ser llevado a cabo más que por la dictadura del Partido Comunista. La clase obrera está encarnada en el Partido y éste es su representante.

Se advierte claramente el origen ruso de esta forma de la doctrina comunista. En Rusia, no existían más que una pequeña industria y una clase obrera subdesarrollada. Lo único que había que liquidar era un despotismo de tipo asiático completamente podrido. En cambio, en Europa y Norteamérica, una numerosa clase obrera, altamente desarrollada, formada por una industria, se enfrentaba a una clase capitalista, también poderosa y que disponía de todos los recursos mundiales. Por ello, la doctrina que propugnaba la dictadura de un partido y la obediencia ciega, encontró una fuerte oposición. Si en Alemania los movimientos revolucionarios que se produjeron al término de la guerra hubieran llevado a la victoria de la clase obrera y a la unión con Rusia, la influencia de la clase obrera alemana, producto del desarrollo industrial y capitalista más elevado, la habría inmediatamente barrido, borrado o difuminado los rasgos típicamente rusos. Esta victoria habría influido, asimismo, en los trabajadores de Inglaterra y de Norteamérica, y habría conducido a Rusia por otros derroteros. Pero la revolución fracasó en Alemania. Las masas fueron mantenidas a distancia por sus jefes socialistas y sindicales, que les narraban historias de atrocidades y que les prometían una felicidad socialista dentro del orden. Esto sucedía al mismo tiempo que su vanguardia era exterminada y sus mejores portavoces asesinados por las fuerzas armadas bajo la tapadera del Gobierno socialista. Los grupos comunistas alemanes de oposición apenas podían ejercer influencia, ni ver aumentar su importancia numérica. Estos últimos fueron expulsados del Partido. Los grupos socialistas disidentes se vieron obligados a adherirse a la Internacional de Moscú, atraídos por su nueva política oportunista: la vuelta al parlamentarismo, mediante lo que la Internacional esperaba lograr el Poder en los países capitalistas.

El antiguo grito de guerra: ¡Revolución Mundial! ya no fue más que palabras. Los jefes rusos concebían la revolución mundial a imagen y semejanza de su revolución, como su extensión a gran escala. No conocían el capitalismo más que bajo la forma que tenía en Rusia antes de la revolución, es decir, bajo la de una explotación por parte de potencias extranjeras que empobrecían a todos los habitantes y exportaban los beneficios fuera de Rusia. No conocían el capitalismo bajo su aspecto de fuerza organizadora, creando mediante su riqueza las bases de un nuevo mundo aún más rico. Como puede comprobarse en sus escritos, ignoraban todo acerca de la enorme fuerza de la burguesía, fuerza que no pueden destruir ni los jefes más entregados a la causa, cualquiera que sea su capacidad, ni un partido disciplinado. Tampoco sabían nada de los recursos de los que la clase obrera moderna dispone. Esta ignorancia está en el origen en las formas primitivas de su martilleante propaganda y de los métodos terroristas empleados por el Partido, no sólo en el ámbito espiritual sino también en el físico, contra los que mantenían puntos de vista divergentes. Era una especie de anacronismo que Rusia, que había entrado hacía poco tiempo en la era industrial y apenas había abandonado su primitiva barbarie, tuviese que tomar el mando de la clase obrera de Europa y América, cuando ésta se enfrentaba a la tarea de transformar un capitalismo industrial altamente desarrollado en una forma superior de organización.

La vieja Rusia, por su estructura económica, era esencialmente, un país asiático. En toda Asia vivían millones de campesinos que practicaban una agricultura primitiva, a pequeña escala, fijados a sus pueblos, sometidos al dominio despótico de lejanos amos con los que no tenían más lazos de unión que los impuestos que les pagaban. En la época moderna, estos impuestos se transformaron cada vez más en un pesado tributo pagado al capitalismo occidental. La Revolución rusa, al liquidar los impuestos y deudas zaristas, liberó a los campesinos rusos de esta forma de explotación por parte del capital occidental. Después llamó a todos los pueblos oprimidos y explotados de Oriente a seguir su ejemplo, unirse a la lucha y sacudirse el yugo de los déspotas. instrumento de la rapacidad del capital mundial. Y, por todas partes, en China como en Persia, en la India como en África, fue escuchada esta llamada. Se constituyeron partidos comunistas, compuestos por intelectuales radicales, campesinos sublevados contra los latifundistas y terratenientes, «coolies» y artesanos de las ciudades oprimidos hasta la muerte. Comunicaban a millones de individuos el mensaje de la liberación. Igual que en Rusia, este mensaje significaba que estas poblaciones iban a ver abrirse al camino hacia el desarrollo industrial moderno, a veces con el apoyo de la burguesía nacional modernizante, como en China.

Con ello, la lucha mantenida por la Tercera Internacional tenía más éxito que si hubiera permanecido a remolque de Rusia. En muchos casos, mezclaba de modo claro en sus actividades las atribuciones de la revolución burguesa. Tal es el significado de los jefes supremos, la táctica del complot, el terrorismo, la insurrección en la que domina la fuerza armada, el oportunismo sin fe ni ley, características todas ellas en contradicción con las del proletariado moderno y las de la revolución proletaria. Pero hay que decir que estos aspectos encontraron eco en Europa y América. Fueron más o menos aceptados por los obreros de esos países. En efecto, hacían una llamada a las revoluciones burguesas de antaño. Tomaban nombres y consignas de la Revolución francesa, de esa época heroica que contrastaba con la profunda pasividad posterior. Pero así se reforzaban en gran medida las concepciones pequeñoburguesas en los obreros. La ideología del Partido Comunista fue, pues, una ideología aún más anticuada y retrasada de lo que habría podido pensarse a priori. Bajo una fraseología revolucionaria en apariencia enérgica, desarmaba de hecho a los obreros y los hacía incapaces de cumplir su verdadera tarea.

Pero el papel decisivo en esta degeneración fue desempeñado por la evolución interna de Rusia misma. Ya en 1918-19, mientras que se lanzaban las primeras llamadas encendidas a la Revolución Mundial y a la liberación de la clase obrera, en Rusia misma, hecho desconocido en Europa Occidental en esa época, se había dado ya el primer paso para el restablecimiento de los directores de fábrica. Y la contradicción se acentuó cuando, en los años siguientes, el capitalismo de Estado adquirió una forma más marcada y se desarrolló rápidamente, según un plan previsto, una burocracia de dirigentes técnicos y políticos que se convirtió en una nueva clase dirigente dueña del aparato productivo. Mientras la propaganda seguía hablando de la «patria de los obreros» y repetía las consignas comunistas, los obreros rusos formaban una clase explotada. Al igual que durante el desarrollo industrial en Europa Occidental, los obreros rusos tenían que contentarse con salarios miserables, aceptar condiciones de trabajo lamentables y un nivel de vida muy bajo. Pero esto no era todo. Estaban privados de toda libertad de movimiento, de toda posibilidad de asociación, de toda libertad de opinión, privados de una Prensa y, por todo ello, incapaces de triunfar sobre sus nuevos amos mediante la lucha. El capitalismo de Estado suponía para los obreros rusos una esclavitud aún más acentuada que en Europa Occidental.

De este modo, un engaño interno dirigía la actividad de los partidos comunistas. Ellos mismos se habían convertido en instrumentos de la política del Estado ruso en su lucha contra los otros Gobiernos. Es cierto que, mediante sus consignas radicales propugnando la lucha contra el Capital y que eran totalmente distintas a las de los socialdemócratas convertidos en criados del capitalismo, todavía podían sublevar a las masas en rebelión y arrastrar tras de sí principalmente a los jóvenes. Tanto más, debido a que disponían para su propaganda de un aparato organizado y de medios financieros importantes. En Europa Occidental, en crisis y más concretamente en Alemania, el P.C. sabía recuperar todo este entusiasmo juvenil gracias a sus consignas brillantes y pomposas. Pero era para desviarlo hacia juegos electorales y oportunistas, bien en contra de uno u otro partido, emplearlo en acciones sin objetivo ni resultado, que conducían a la decepción de numerosos afiliados que abandonaban Partido y política, totalmente desanimados. La doctrina que los partidos comunistas propagaban bajo el nombre de marxismo no era más que una parodia del verdadero marxismo, pues esto, como ciencia nacida en un capitalismo avanzado donde existía una lucha de clases ya importante, dejaba paso a una deformación caricaturesca, que correspondía a un capitalismo asiático. El ateísmo burgués era su centro. Su objetivo confesado: el dominio del Partido. Su primer mandamiento: la obediencia ciega a la dictadura de los superiores. La finalidad de la propaganda no era hacer de los obreros personas capaces de pensar por sí mismas y de construir su propio mundo gracias a su propia comprensión, sino discípulos que creen ciegamente en los jefes del Partido y están dispuestos a llevarlos al Poder.

La luz que había iluminado el mundo se apagaba. Las masas, que le habían dado la bienvenida, fueron abandonadas en una noche aún más oscura. O bien dejaron la lucha, ganadas por el desánimo, o bien lucharon todavía para encontrar nuevas y mejores vías. La Revolución rusa, con sus acciones directas de masas, con sus nuevas formas de organización en Consejos, había dado al principio un potente impulso al combate de la clase obrera, como puede comprobarse en el crecimiento del movimiento comunista en el mundo entero. Pero cuando la Revolución hubo instalado un nuevo orden, una nueva forma de gobierno —en pocas palabras, el capitalismo de Estado bajo la dictadura de una nueva clase explotadora—, el Partido Comunista no podía hacer nada más que tomar un carácter ambiguo. En el curso de los acontecimientos posteriores, este partido llegó a ser cada vez más nefasto para el desarrollo de la lucha de la clase obrera, que no puede vivir y desarrollarse más que en la limpieza de un pensamiento claro, las acciones sin ambigüedad y las relaciones francas. Con sus inútiles discursos sobre la Revolución Mundial, impidió que surgieran nuevos medios y perspectivas, cuya necesidad se hacía sentir claramente. Cultivando e inculcando bajo el nombre de disciplina este vicio que es la sumisión —vicio que los trabajadores deben eliminar—, suprimiendo toda huella de pensamiento crítico independiente, ha impedido el desarrollo de toda fuerza real de la clase obrera. Al usurpar el nombre de comunismo para designar su sistema de explotación de los trabajadores y su política de persecución, a menudo cruel, de sus adversarios, ha hecho de ese nombre, que expresaba hasta entonces elevados ideales, una palabra llena de aprobio, un objeto de aversión y odio incluso entre los trabajadores. En Alemania, donde las crisis políticas y económicas azuzaron los antagonismos de las clases hasta el paroxismo, redujo la intensa lucha de clases a pueriles escaramuzas de jóvenes armados atacando a bandas fascistas similares. Y cuando la marea nacionalista alcanzó su más alto nivel y se mostró como la más fuerte, un gran número de aquellos jóvenes, que no habían sido entrenados más que para eliminar a los adversarios de sus jefes, cambiaron simplemente de color de camisa. De este modo, el Partido Comunista, tanto por su teoría como por su práctica, contribuyó a preparar la victoria del fascismo.


* * *

Capítulo V - La guerra

5. En el abismo.

La Segunda Guerra Mundial ha lanzado a la sociedad al fondo de un abismo, más profundo que aquéllos en donde había sido precipitada por las catástrofes del pasado. En el transcurso de la Primera Guerra Mundial, los capitalismos que se combatían mutuamente, lo hacían como potencias al viejo estilo, manteniendo una guerra de tipo tradicional, pero a mayor escala y utilizando técnicas más avanzadas. La última guerra ha derribado las estructuras internas de los Estados y han aparecido otras nuevas. Ahora la guerra es «total» y a ella se consagran todas las fuerzas de la sociedad.

En esta guerra y por ella, la sociedad se ve llevada a un nivel inferior de civilización. Pero no son exactamente los inmensos sacrificios, la sangre vertida y las vidas destruidas las que prueban la existencia de esta regresión. Durante todo el período llamado civilizado —es decir, este periodo de la historia escrita en el que la sociedad está dividida en clases explotadoras y explotadas, período que se extiende entre aquel en el que dominaba la vida tribal y el que contemplará la unificación de la humanidad a escala mundial— la guerra no era más que la forma de la lucha por la existencia. Y así, de hecho, es natural que las últimas conflagraciones mundiales, las que preceden a la consolidación que agrupará a todos los pueblos, hayan arrastrado masas humanas cada vez mayores y hayan sido más sangrantes que cualquier otra guerra de antaño.

Esta regresión se comprueba, en primer lugar, en el abandono de las reglas militares y jurídicas que, en el siglo XIX, daban una cierta apariencia de humanidad a la guerra. Los enemigos eran considerados, al menos formalmente, al mismo tiempo, como seres humanos y soldados. Los derechos políticos de los países vencidos y los sentimientos nacionales, respetados. Los civiles, por lo general, eran mantenidos al margen de la guerra. Se firmaron Tratados Internacionales, promulgando «leyes de la guerra» en las que estos principios se veían avalados e, incluso si eran violados con frecuencia, se les consideraba como una especie de legislación internacional a la que se podía recurrir contra la arbitrariedad del vencedor. La guerra total ha roto en mil pedazos todo este papel mojado. Durante la última guerra, el invasor se apoderaba no sólo de todos los suministros del país conquistado, hacía funcionar en su provecho las fábricas y se hacía trabajar a los prisioneros de guerra, sino que fue aún más lejos. Toda la población de las regiones ocupadas por el ejército alemán fue obligada por la fuerza a trabajar para la industria de guerra alemana, en el curso de una verdadera caza del esclavo. De este modo, produciendo armas para el enemigo, estas poblaciones fueron obligadas a ayudarle contra su propia nación, permitiendo que se enviaran sus propios obreros al frente. Hoy, cuando la guerra es una cuestión de producción industrial, el trabajo forzado se ha convertido en uno de sus fundamentos.

Era natural que en los países ocupados —la mitad de Europa— surgiera la resistencia, y también era natural que fuese reprimida con la más extrema violencia, e incluso cuando estaba en sus inicios. No obstante, es menos natural que la represión haya alcanzado tal grado de crueldad, como por ejemplo aquella de la que fueron objeto los primeros, los judíos alemanes, sometidos a los peores malos tratos y después exterminados, y que fue extendida posteriormente a todas las oposiciones nacionales. El soldado alemán, esclavo involuntario él mismo del aparato dictatorial, se ha transformado en un amo e instrumento de la opresión. Estos hábitos de violencia y horror se extendieron como una lepra repugnante por todo el continente, provocando un odio inmenso contra el ocupante alemán.

En las guerras de antaño, se consideraba la ocupación de un país por otro como una situación temporal. El Derecho internacional expresaba así este consenso: el ocupante no está autorizado a modificar en lo más mínimo la Constitución del país y no puede encargarse de su administración más que mientras las necesidades de guerra lo exijan. Hoy en día, Alemania ha intervenido en todas las instituciones existentes. Ha buscado el modo de imponer los principios nazis, pretendiendo que comenzaba así una nueva era para toda Europa, una era en la que todos los países europeos convertidos en aliados de Alemania (en realidad sus vasallos) debían seguir su ejemplo. Logró encontrar subórdenes en el pequeño número de partidarios de su ideario en el extranjero, por un lado y en el mayor número de arribistas que veían ahí su oportunidad, por otro. Convertidos en dirigentes de sus compatriotas, mostraron el mismo espíritu de violencia gratuita. Impusieron la misma tiranía espiritual que en Alemania. Pero estas medidas provocaron un creciente resentimiento que acabó por expresarse en toda una literatura clandestina y, más concretamente, en los países occidentales que tenían una gran experiencia de las libertades cívicas. Ni la ficción de la unidad de la raza teutona ni el argumento de la construcción de una Europa unida impresionaron.

La caída en la barbarie se debe, ante todo, al poder destructivo de la máquina de guerra moderna. Mucho más que en cualquier otra época, todo el poderío industrial y productivo de la sociedad, todo el ingenio y dedicación humanas, son puestos al servicio de la guerra. Alemania, iniciando su guerra de agresión, dio el ejemplo. Puso a punto bombarderos que destruían las fábricas de material de guerra, pero también los barrios obreros de los alrededores. No había previsto entonces que, al ser la producción de acero de Norteamérica varias veces superior a la suya, este sistema de destrucción acabaría por volverse contra ella, con una violencia diez veces superior, desde el momento en que Norteamérica hubiese transformado su poderío industrial en militar. Durante la Primera Guerra Mundial, se escucharon muchas quejas sobre lo sucedido en Yprès y los daños causados a algunas catedrales francesas. Hoy en día, después de Inglaterra y Francia, Alemania ha contemplado la destrucción total o parcial, a mayor escala, de ciudades y barrios obreros, de grandes monumentos de la arquitectura, de los restos de la belleza medieval imposibles de sustituir. Semana tras semana, la radio se alegraba por los miles de toneladas de explosivos lanzados sobre las ciudades alemanas. Pero estos bombarderos demostraron su ineficacia como instrumento de terror destinado a doblegar al pueblo alemán, a despertar en él el deseo de paz, a llevarle a resistir a los deseos de sus dirigentes. Por el contrario, la exasperación que causaban estas destrucciones insensatas y las masacres empujó a la población desmoralizada a estrechar filas junto a sus jefes. Estos bombardeos daban más bien la impresión de que los aliados, seguros de su superioridad militar e industrial, desean impedir una revolución del pueblo alemán contra los dirigentes nazis, evitando así el tener que aceptar condiciones de paz menos duras, y prefiriendo hacer fracasar de una vez por todas los intentos de dominio mundial alemán logrando una victoria militar total.

Junto a esta devastación material, la destrucción espiritual perpetrada contra la Humanidad representaba una caída no menos grande en la barbarie. La nivelación de toda la vida espiritual, de toda expresión oral o escrita, todas igualadas a un único y solo credo impuesto, y la represión de toda opinión contraria se han transformado, durante la guerra y a causa de ella, en una organización lograda de mentira y de crueldad.

Había sido ya necesario implantar la censura de Prensa en las guerras anteriores, con el fin de impedir que se propagasen noticias sensacionalistas, nocivas al esfuerzo de guerra del país. En el transcurso de las guerras posteriores, cuando toda la burguesía se vio embargada por ardientes sentimientos nacionalistas y cerró filas tras el Gobierno, los periódicos consideraron su deber colaborar con las autoridades alemanas para mantener la moral. Difundieron declaraciones optimistas, se pusieron a criticar y a insultar al enemigo, buscaron el modo de influir en la Prensa de los países neutrales. Pero la censura se hizo aún más necesaria, pues era necesario reprimir la resistencia de los trabajadores, ahora que la guerra volcaba un peso más y más grande, con las jornadas de trabajo mayores y el racionamiento alimenticio. Cuando es necesario recurrir a la propaganda para despertar artificialmente el entusiasmo popular por la guerra, no se puede tolerar una propaganda contraria que revele el trasfondo capitalista del conflicto. Por ello, durante la Primera Guerra Mundial se vio cómo la Prensa se convirtió en un simple órgano del Estado Mayor de los Ejércitos, encargado de la misión particular de mantener sumisas a las masas, desarrollando su espíritu combativo.

En los tiempos actuales, quizá sea así en el campo aliado, pero, del otro lado, esta situación está superada, ya que el Ministerio de Propaganda ha sido adaptado a las necesidades de la guerra arrastrando consigo a su personal de artistas, escritores e intelectuales. Es ahora, cuando su sistema de orientación de la opinión, llevado a su extrema perfección y extendido a Europa entera, puede mostrar toda su eficacia. Presentando la causa alemana como la de la justicia, la verdad y la moral; transformando todas las acciones del enemigo en otras tantas pruebas de debilidad, bajeza o de confusión, ha logrado crear una atmósfera de confianza y de victoria. Se ha mostrado capaz de transformar las derrotas más evidentes en brillantes éxitos, presentar el comienzo del derrumbamiento como la aurora de la victoria final, inspirar una voluntad de lucha encarnizada y retrasar con ello el hundimiento final. No es que las gentes lo tomen todo ello como cierto. De hecho desconfían de todo lo que escuchan. Pero ven la decisión que tienen sus dirigentes y se sienten impotentes por falta de organización.

De este modo, las masas alemanas son las víctimas de un sistema cuya violencia e impostura crecen a medida que se acerca la ruina. La destrucción del poderío capitalista alemán estará acompañada de una destrucción gratuita y de una nueva esclavitud del pueblo alemán y no de un levantamiento de éste, luchando por el establecimiento de un mundo nuevo realmente libre.

El reino del nacionalsocialismo ha pasado sobre Alemania y países limítrofes como una catástrofe destructora. Un torrente de crueldad y de falsedad organizadas se ha desatado sobre Europa. Como una plaga envenenada, ha infectado el espíritu, la voluntad y el carácter de las gentes. Lleva la señal del nuevo capitalismo dictatorial y su efecto se sentirá por mucho tiempo. No es una degeneración accidental. Es producto de causas particulares, características de los tiempos actuales. Cualquiera que vea que la causa profunda de ello es la voluntad del gran Capital de conservar y extender su dominio sobre la Humanidad, sabe que no desaparecerá con el final de la guerra. El nacionalismo exacerbado existente por todas partes, que achaca todas las desgracias al mal carácter de la raza del enemigo y que despierta con ello un odio aún mayor, crea un terreno propicio para el desencadenamiento de nuevas violencias, tanto materiales como espirituales.

La caída en la barbarie no es un atavismo de origen biológico, que amenazaría a la Humanidad en cualquier momento. La forma en que este mecanismo funciona es claramente visible. El reino de la mentira no significa que todo lo dicho y escrito es un engaño. Acentuar una parte de la verdad, omitiendo el resto, puede transformarla en mentira. Y, con frecuencia, el autor de estas operaciones está convencido de decir la verdad. Claro está que cada uno se da cuenta de que lo que él mismo dice no puede ser la verdad objetiva, material, plena y entera, sino sólo una verdad subjetiva, una representación personal, parcial de la realidad. Cuando todas estas verdades subjetivas, personales, y por ello incompletas y parciales, se completan, se controlan, se critican mutuamente y la mayoría de las personas se ven obligadas a criticarse por ello a sí mismas, resulta de ello un aspecto más general de las cosas que puede ser aceptado como algo que se acerca ya a la verdad objetiva. Pero cuando se rechaza este control y se hace imposible la crítica, cuando sólo se admite una opinión particular, se desvanece por completo la posibilidad de alcanzar una verdad objetiva. El reino de la mentira halla su fundamento esencial en la supresión de la libertad de palabra.

La crueldad en la acción se acompaña a menudo de una adhesión fanática a nuevos principios, que se exacerba aún más con los fracasos y la lentitud del avance. En una sociedad normal, los progresos son el resultado de una propaganda paciente y de esta autoeducación que se edifica con la puesta en práctica de una argumentación coherente. Pero cuando la dictadura permite a algunos reinar sobre muchos, estos pocos amos, excitados por el miedo a perder su poder, intentarán lograr sus objetivos recurriendo a una violencia creciente. El reino de la crueldad tiene su fundamento esencial en el poder dictatorial de una minoría. Si se quiere evitar en el futuro que se bordee la barbarie en estas luchas de clases y de pueblos, será necesario oponerse con la mayor energía a todo poder dictatorial de un pequeño grupo o de un Partido, así como a toda supresión o limitación de la libertad de expresión.

La tempestad que en estos momentos barre el planeta ha hecho surgir nuevos problemas y nuevas soluciones. Al lado de la devastación espiritual ha traído consigo una renovación espiritual, nuevas ideas sobre la organización social y económica, siendo las más señaladas nuevas ideas sobre formas de representación, de dominio y explotación. Estas lecciones no serán olvidadas por el Capital mundial. Su lucha será más tenaz, su dominio se verá reforzado por el empleo de estos nuevos métodos. Por otro lado, se desarrollará, entre los trabajadores, la conciencia más clara de que su emancipación no se logrará más que apoyándose en todos los factores que se oponen a esta situación. Sienten ya en su carne cómo el reino de la mentira organizada les impide satisfacer el menor deseo de conocer que pueden tener, cómo el reino del terror organizado hace imposible su organización. Se desarrollarán en ellos, con más fuerza que nunca, la voluntad de mantener abiertas las puertas del saber y las fuerzas necesarias para ello. Lucharán por la libertad de expresión y contra todo intento de restringirla. Lo mismo sucederá con la voluntad de mantener despejados los caminos hacia la organización de la clase y que exigen rechazar todo intento de represión violenta, tanto se presente o no en nombre de intereses supuestamente proletarios.

Con la Segunda Guerra Mundial, el movimiento obrero ha caído aun más bajo que con la Primera. En ésta última se mostró claramente su debilidad, tan patente en contraste con su altivez y su vanagloria en el periodo anterior, cuando fue arrastrado al terreno de la burguesía, cuando se puso a seguir a ésta deliberadamente, por su propio pie, y se transformó así en criado del nacionalismo. Este carácter se mantuvo durante los veinticinco años siguientes y que no fueron más que un cuarto de siglo de discursos vanos y de intrigas partidistas, incluso aunque ciertos movimientos huelguísticos hayan sido acompañados de valerosos combates. En el transcurso de la actual guerra, la clase obrera no tenía ninguna voluntad propia. Se ha mostrado incapaz de decidir por sí misma lo que quería hacer. Estaba ya incorporada en el conjunto nacional. Dado que los obreros son llevados de una a otra fábrica, llevan uniforme y hacen la instrucción, son enviados al frente, se ven mezclados con otras clases sociales, todo lo que constituía la esencia de la clase obrera de antaño ha desaparecido. Los trabajadores han perdido su clase. Ya no existen como tal clase. Su conciencia de tal ha sido barrida por la sumisión de todas las clases a la ideología del gran Capital. El vocabulario de clase propio: socialismo, comunidad, ha sido adoptado por el Capital para encubrir conceptos diferentes.

Esto sucede más especialmente en Europa Central, donde en otro tiempo el movimiento obrero parecía más poderoso que ahora. En los países occidentales existen suficientes sentimientos de clase para que, muy pronto, los trabajadores reemprendan la lucha en el momento de la transformación de la industria de guerra en industria de paz. Pero ahogada por el peso de las estructuras antiguas y de las tradiciones, manteniendo sus batallas bajo formas antiguas, la clase obrera tendrá algunas dificultades para encontrar su camino hacia nuevas formas de lucha. Pese a todo, las necesidades prácticas de la lucha por la existencia, las condiciones de trabajo que les han sido impuestas, obligarán a esta clase, más o menos rápidamente, a dirigir su atención hacia nuevos objetivos, a hacerlos más claros y evidentes, a anteponer la conquista y el dominio del proceso productivo. Pero donde ha reinado la dictadura, donde ha sido destruida por el poderío militar extranjero, es necesario que haga su aparición una nueva clase obrera sometida en su comienzo a las nuevas condiciones de opresión y explotación. Nacerá una nueva generación para la cual los viejos conceptos y consignas ya no tendrán sentido alguno. Claro está que será muy difícil evitar que el sentimiento de clase no se vea teñido de nacionalismo, bajo el dominio extranjero. Pero con la desaparición y el derrumbamiento de tantas viejas tradiciones y antiguas situaciones, el espíritu estará más receptivo a la influencia directa de las nuevas realidades. Toda doctrina, toda construcción, toda consigna serán tomadas, no según su apariencia formal, sino de acuerdo con su contenido real.

El capitalismo reinará en la postguerra con mayor poder. Pero la lucha de las masas trabajadoras también será mayor y, más pronto o más tarde, se levantarán contra él. Es inevitable que, en esta batalla, los trabajadores busquen el control de las fábricas y de la producción, el dominio de la sociedad, del trabajo y de su propia vida. La idea de llegar al autogobierno mediante los Consejos Obreros se apoderará de sus espíritus. La práctica de este autogobierno, la de los Consejos Obreros determinarán sus actos. Salidos de este abismo de debilidad donde se encuentran actualmente, tenderán hacia un nuevo despliegue de fuerzas. De este modo será edificado un nuevo mundo. Habrá una nueva era en la postguerra, no de tranquilidad y de paz, sino de lucha de clases constructiva.


* * *

Capítulo VI - La paz

3. Hacia una nueva libertad.

Con la Segunda Guerra Mundial, se abre una nueva época. Ha cambiado más que la Gran Guerra la estructura del mundo capitalista. De ello resulta una transformación fundamental de las condiciones de lucha de los trabajadores por su liberación. Son estas nuevas condiciones las que la clase obrera debe conocer, comprender y afrontar. Ante todo, debe olvidar sus ilusiones: ilusiones referentes a su futuro en el régimen capitalista y creencia en la existencia de una vía fácil que conduce a un mundo mejor, un mundo socialista.

En el siglo pasado, el del primer período del movimiento obrero, ocupaba los espíritus la idea del socialismo. Los trabajadores crearon sus organizaciones —partidos politicos y sindicatos—, atacaron y combatieron contra el capitalismo. Era un combate llevado por medio de sus dirigentes. Los parlamentarios, portavoces de los obreros, mantenían la verdadera lucha y se había oído que, posteriormente, los políticos y los funcionarios tendrían que hacer el verdadero trabajo de expropiación de los capitalistas y de construcción de un mundo nuevo, del socialismo. Dondequiera que el reformismo se había insinuado en los partidos socialistas, dominaba la idea de que mediante una serie de reformas, políticos y funcionarios eliminarían los aspectos negativos del capitalismo de modo gradual y acabarían por transformarle en una verdadera cosa pública. Después, con el final de la Primera Guerra Mundial, se pusieron grandes esperanzas en la revolución mundial que, próxima, seria realizada bajo la dirección del Partido Comunista. Este partido, exigiendo de los trabajadores una estricta obediencia a los dirigentes, bautizada para el momento disciplina, creía que podrían derribar al capitalismo e instaurar el socialismo de Estado. Los dos partidos, socialista y comunista, denunciaban el capitalismo. Ambos prometían un mundo mejor, sin explotación, que ellos dirigirían. Es por esto por lo que fueron seguidos por millones de trabajadores que creían poder vencer de este modo al Capital y liberar al proletariado de la esclavitud.

Estas ilusiones se han desvanecido ahora. Y, en primer lugar, las referentes al capitalismo. Ante nosotros se perfila, no un capitalismo debilitado, sino un capitalismo reforzado. Es la clase obrera la que debe llevar el peso de la reconstrucción del capitalismo. Por lo que habrá que luchar. Las huelgas seguirán produciéndose. Aunque victoriosas aparentemente, no logran eliminar la miseria y la necesidad. Son demasiado débiles contra la formidable potencia del Capital para llevar a cabo una verdadera sublevación.

Tampoco existen ya ilusiones sobre el comunismo de partido. Por lo demás, no habría debido existir nunca tal ilusión. El Partido Comunista nunca ha ocultado sus intenciones de imponer su dominio despótico a una clase obrera subyugada. Este objetivo es diametralmente opuesto al de los trabajadores, el de ser ellos mismos dueños de la sociedad.

Existían también ilusiones sobre el socialismo y los sindicatos. Los trabajadores descubren hoy día que estas organizaciones, que consideraban una parte de ellos mismos, se vuelven contra ellos. Comprenden ahora que sus dirigentes políticos y sindicales están al lado del Capital: sus huelgas son huelgas salvajes. En Inglaterra, el Partido Laborista está en el Gobierno para sostener a un capitalismo en apuros y los sindicatos han encontrado su puesto en el aparato estatal. Corno ha dicho un minero a un periodista con ocasión de la huelga de Griniethorpe: «Como de costumbre, estamos unidos y todo el mundo está contra nosotros».

Esta es la señal de una nueva época. Todas las viejas potencias se vuelven contra los trabajadores, bien mandándoles, bien mimándoles, pero calumniándoles e insultándoles la mayor parte del tiempo. Están todos: capitalistas, políticos, dirigentes, funcionarios, Estado. Los obreros no pueden confiar más que en sí mismos. Pero, en su lucha, están sólidamente unidos, más sólida, más firmemente que en los combates de antaño: su solidaridad hace de ellos un bloque compacto. Ahí se encuentra un esbozo del porvenir. Bien seguro, todas estas pequeñas huelgas no pueden ser más que una simple protesta, una advertencia que muestra el estado de ánimo de los obreros. Esta unidad, sólida pero limitada a pequeños grupos, no es más que una promesa. Para presionar sobre el Gobierno, son necesarias huelgas de masas.

En Francia e Italia, donde los Gobiernos intentaban mantener el bloqueo de los salarios sin lograr detener el alza de los precios, se han producido huelgas de masas ahora dirigidas conscientemente contra el Gobierno y unidas a formas de lucha más eficaces: ocupación de talleres y toma de oficinas por los obreros. No obstante, no se trataba tan sólo de una pura acción de clase por parte de los trabajadores, sino también de una maniobra política en el seno de las rivalidades entre partidos. Estas huelgas, dirigidas por el Comité Central de los Sindicatos (C.G.T.), dominado por el Partido Comunista, deberían servir a la política rusa en su lucha contra los Gobiernos occidentales. También las huelgas, desde el principio, mostraban una debilidad congénita. La lucha contra el capitalismo privado tomaba la forma de una sumisión al capitalismo de Estado. Debido a ello, los que rechazaban la explotación del capitalismo de Estado, considerándola como una agravación de su condición, se opusieron a ello. Los trabajadores no pudieron llegar a una verdadera unidad de clase. Su acción no pudo alcanzar la dimensión de una verdadera acción de masas. Su gran proyecto, el acceso a la libertad, se veía obscurecido por su dependencia de las consignas de los partidos políticos capitalistas.

El feroz antagonismo surgido al final de la guerra entre Rusia y las potencias occidentales, ha llevado a un cambio en la actitud de las diversas clases hacia el comunismo ruso. Mientras que los intelectuales occidentales se alinean al lado de sus amos capitalistas en nombre de la lucha contra la dictadura, numerosos trabajadores ven en Rusia un aliado. Por lo que, la gran dificultad para la clase obrera de hoy, es la de ser arrastrada en el conflicto entre las dos potencias mundiales que la dominan y explotan igualmente, cada una poniendo el énfasis en la explotación que existe en el otro país y sirviéndose de ello como de un fantasma para transformar a los obreros en un rebaño de servidores dóciles. En el mundo occidental, el Partido Comunista, agente del capitalismo de Estado ruso, se presenta como aliado y guía de los trabajadores en su lucha contra el capitalismo nacional. Mediante su trabajo paciente, discreto, en el seno de las organizaciones, se ha hecho un camino hacia los puestos administrativos de primer plano, mostrando con ello cómo una minoría sólidamente organizada puede llegar a dominar a la mayoría. Al contrario de los jefes socialistas, ligados a su propio capitalismo, los comunistas no dudan en anteponer las exigencias más extremas en nombre de los trabajadores; esperan lograr de este modo su adhesión. Si en Norteamérica misma, las masas trabajadoras llegaran a realizar acciones de masas contra una nueva guerra, el Partido Comunista se uniría a ellas inmediatamente e intentaría hacer de estas acciones una fuente de confusión espiritual. Como contrapartida, en tales condiciones, el capitalismo americano apenas esperaría para presentarse como liberador de las masas rusas sometidas, y para pedir el apoyo de los trabajadores norteamericanos.

Esta situación no es coyuntural ni se debe a la casualidad. La política capitalista ha consistido en dividir a la clase obrera, hacerla inscribirse en dos partidos capitalistas opuestos. Sentían de modo instintivo que la clase obrera se vería reducida con ello a la impotencia. Cuando más se asemejan los dos bloques, de explotadores a la búsqueda de beneficios y de políticos a la caza de las carteras, tanto más insisten en sus diferencias artificiales, herencia a menudo de la tradición, y las proclaman en hinchadas consignas en forma de declaraciones de principios. Así sucedía ya en la política interior de cada país, sucede ya a nivel de la política internacional, y todo esto es dirigido contra la clase obrera del mundo entero. Si el capitalismo lograra establecer un «mundo unificado» experimentaría la necesidad de volverlo a dividir en dos mitades antagonistas, para evitar la unidad de los trabajadores.

Es ahí donde la clase obrera tiene necesidad de distinguir lo uno de lo otro. No sólo le es necesario conocer la sociedad en su complejidad, sino también necesita esta sabiduría intuitiva que nace directamente de las condiciones de vida, esta independencia de espíritu que hunde sus raíces en el principio puro y simple de la lucha de clase por la libertad. En un momento en el que las dos grandes potencias capitalistas buscan el modo de ganar para su causa respectiva a las masas trabajadoras mediante una propaganda machacona y, de este modo, dividirlas, las masas deben comprender que tienen que elegir una tercera vía, la de la lucha por el dominio de la sociedad.

Esta lucha se presenta como una extensión de los pequeños intentos de resistencia que surgen actualmente. Hasta ahora, los obreros golpeaban por separado: cuando una fábrica o una rama de la industria va a la huelga, los otros miran, aparentemente sin sentirse afectados. Con ello sólo se puede causar algunos problemas a los que gobiernan, y que, en peor de los casos, lograron calmar los ánimos mediante pequeñas concesiones. Desde el momento en que los obreros se den cuenta de que la condición previa a todo intento de imponer sus exigencias es la unidad de acción de las masas, comenzarán a dirigir su poder de clase contra el Poder del Estado. Pero hasta ahora se han dejado conducir por los intereses del capitalismo. Desde el momento en que comprendan que una segunda condición, no menos esencial para el éxito, es que ellos mismos conserven la dirección de su lucha, nombrando a sus delegados, sus comités de huelga, creando sus Consejos obreros, no permitiendo que ningún jefe les dirija, habrán iniciado el camino de la libertad.

Somos hoy testigos del comienzo del derrumbamiento del capitalismo como sistema económico. Este comienzo no es visible en todas partes, en el mundo entero, pero puede comprobarse en Europa, donde ha nacido el capitalismo. En Inglaterra, en Europa, el capitalismo ha comenzado a desarrollarse, después se ha extendido como una mancha de aceite por todo el mundo. Ahora vemos cómo se pudre en lo que fue su centro. Se endurece en formas despóticas, intentando evitar la ruina y mostrando a América y Australia, estos nuevos continentes donde el capital florece, cuál será su futuro.

Es el comienzo del derrumbamiento. Lo que se pensaba que llegaría en un período lejano, como resultado del tamaño limitado del planeta, que acabaría por poner freno a toda expansión posterior del capitalismo, está ya ante nuestros ojos. El lento crecimiento del comercio mundial posterior a la Primera Guerra Mundial es la señal de una disminución del ritmo de crecimiento y la crisis de 1930 todavía no ha sido reabsorbida por una nueva prosperidad. Esta moderación del ritmo de crecimiento no penetró, en su época, en la conciencia de las gentes. Sólo más tarde puede comprobarse, consultando las estadísticas. Hoy día, el hundimiento del capitalismo es una experiencia que se vive plenamente consciente. Grandes masas de personas sienten su llegada, saben que se aproxima y, llenas de pánico, buscan una salida.

La caída de un sistema económico no es todavía la de un sistema social. Las viejas relaciones de dependencia entre las clases sociales, este hecho fundamental que es la explotación, todo ello sigue existiendo siempre. Se hacen desesperados esfuerzos por consolidarlos, transformando la economía, del dejarlo todo al azar a una economía planificada, aumentando el despotismo del Estado, intensificando la explotación.

El comienzo del hundimiento de un viejo sistema no es todavía la llegada del nuevo. La clase obrera queda muy retrasada respecto a la clase dominante en la valoración de las nuevas condiciones. Mientras que los capitalistas se mueven para transformar las viejas instituciones y adaptarlas a nuevas funciones, los trabajadores siguen aferrados, testarudamente, a los viejos sentimientos, a las acciones tradicionales, e intentan siempre combatir al Capital poniendo su confianza en agentes de éste: los sindicatos y los partidos. Sin duda, las huelgas salvajes son los primeros indicios de nuevas formas de lucha. Pero únicamente cuando toda la clase obrera capte el sentido de la acción autónoma y de la autodirección, se abrirá el camino de la libertad.

El derrumbamiento del capitalismo será, a la vez, el del viejo socialismo. Porque el socialismo se muestra hoy como una forma, aún más dura, de capitalismo. El socialismo, tal como el siglo XIX nos lo ha legado, no era nada más que la creencia en una misión social atribuida a los jefes y a los políticos de carrera: transformar el capitalismo en un sistema económico bajo dirección estatal, ignorando toda explotación y permitiendo a todos vivir en la abundancia. El alfa y el omega de la lucha de clases, lo que constituía para los obreros, el único medio de lograr la libertad, era llevar a estos socialistas al Gobierno. ¿Por qué no ha sucedido esto? Porque un momento en el aislamiento de un colegio electoral, este gesto insignificante, apenas tenía relación con una lucha real de clase. Porque los políticos socialistas querían combatir ellos solos contra el inmenso poder de la clase capitalista, mientras que las masas trabajadoras, reducidas a la categoría de espectadores pasivos, confiaban en este pequeño equipo para transformar el mundo. En estas condiciones, ¿cómo los políticos no se habrían abandonado a la rutina, a reserva de justificarse ante sí mismos, corrigiendo mediante la Ley los abusos más claros? Hoy día, es posible darse cuenta de que el socialismo, en el sentido de gestión gubernamental y planificada de la economía, corresponde al socialismo de Estado y que el socialismo, en el sentido de emancipación de los trabajadores, exige un completo cambio de orientación. La nueva orientación del socialismo es la autogestión de la producción, la autogestión de la lucha de clase por medio de los Consejos Obreros.

Lo que se llama el fracaso de la clase obrera, lo que alarma a tantos socialistas, es decir, la contradicción entre el hundimiento económico del Capital y la incapacidad de los trabajadores para tomar el Poder y establecer el nuevo orden de las cosas, no es una verdadera contradicción. Las transformaciones económicas engendran, lentamente, cambios de mentalidad. Educados en la creencia en el socialismo, los obreros se encuentran completamente desconcertados al ver que éste, ahora, lleva a resultados totalmente opuestos, a una agravación de la esclavitud. Comprender que el socialismo y el comunismo son, tanto el uno como el otro, sinónimos de doctrinas de esclavitud, es una dura tarea. Una nueva orientación no se consolida de un día para otro, exige tiempo. Puede suceder que sólo una nueva generación será capaz de comprender la necesidad en toda su amplitud.

Al fin de la Primera Guerra Mundial, parecía inminente la revolución internacional. La clase obrera se levantaba, con la esperanza de ver cómo sus sueños se convertían en realidad. Pero eran sueños de libertad parcial, no podían materializarse. En el momento actual, es decir, al final de la Segunda Guerra Mundial, sólo la esclavitud y el exterminio parecen cercanos. Los días de esperanza aún están lejos. Pero surge confusamente una tarea, el gran objetivo que hay que lograr. El capitalismo se afirma, más poderoso que nunca, como el amo del mundo. La clase obrera, más poderosa que nunca, debe afirmarse en su combate para dominar el mundo. El capitalismo ha descubierto formas de represión más poderosas que nunca. Entonces, la crisis del capitalismo será a la vez el punto de partida de un nuevo movimiento obrero.

Hace un siglo, cuando los obreros constituían una pequeña clase de individuos pisoteados y reducidos a la impotencia, resonaba la consigna: «¡Proletarios de todos los países, uníos! ¡Nada tenéis que perder, excepto vuestras cadenas! ¡Tenéis un mundo que ganar!». Desde entonces, los obreros se han convertido en la clase más numerosa. Se han unido, pero de modo imperfecto. Sólo en grupos, pequeños o grandes, pero sin llevar a cabo una unidad de clase. Sólo superficialmente, con formas externas, pero no esencialmente, en profundidad. Y, sin embargo, nada tienen que perder, excepto sus cadenas. Lo que podrían arriesgarse a perder, por lo demás, no lo perderán combatiendo, sino sometiéndose temerosamente. Y el mundo que ganar comienza a ser percibido de modo obscuro. Antaño, los trabajadores no podían mostrarse de modo claro ningún objetivo que pudiera unirles, y sus organizaciones acabaron por convertirse en instrumento del capitalismo. Hoy día, se perfila más claramente el objetivo. Frente al dominio reforzado, mediante una economía planificada bajo la autoridad del Estado, se levanta lo que Marx llamaba la asociación de los productores libres e iguales. Por ello, es necesario duplicar la llamada a la unidad con una indicación del objetivo: ¡Tomad las fábricas y las máquinas! ¡Imponed vuestro poder sobre el aparato productivo! ¡Organizad la producción mediante los Consejos Obreros!


Digitalizado y corregido por el
Círculo Internacional de Comunistas Antibolcheviques

Por el combate en el ámbito laboral

SOLIDARIOS DE LA SANIDAD PÚBLICA

De la memoria reciente de la lucha de clases

Valladolor no admite comentarios
La apariencia como forma de lucha es un cancer
El debate esta en la calle, la lucha cara a cara
Usandolo mal internet nos mata y encarcela.
Piensa, actua y rebelate
en las aceras esta el campo
de batalla.

si no nos vemos
valladolorenlacalle@gmail.com

















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difunde y practica

La crítica no arranca de las cadenas las flores imaginarias para que el hombre soporte las sombrías y escuetas cadenas, sino para que se las sacuda y puedan brotar las flores vivas. La crítica de la religión desengaña al hombre para que piense, para que actúe y organice su realidad como un hombre desengañado y que ha entrado en razón, para que gire en torno a si mismo y a su sol real. La religión es solamente el sol ilusorio que gira en torno al hombre mientras éste no gira en torno así mismo. (...)
Es cierto que el arma de la crítica no puede sustituir a la crítica de las armas, que el poder material tiene que derrocarse por medio del poder material, pero también la teoría se convierte en poder material tan pronto como se apodera de las masas. Y la teoría es capaz de apoderarse de las masas cuando argumenta y demuestra ad hominem , y argumenta y demuestra ad hominem cuando se hace radical. Ser radical es atacar el problema por la raíz. Y la raíz, para el hombre, es el hombre mismo. [K. Marx]